«Aquel último porqué fue uno de esos tantos porqués que jamás podrán ser contestados»[1]MILLER, Arthur. 1980. Panorama desde el Puente. Madrid: Ediciones MK, p. 63 y Miller -desde el puente de Brooklyn, suspendido mediante cables de acero- no hace otra cosa que plantearnos un interrogante perpetuo, una tendencia crónica en el ser humano, ese hombre que es un lobo para el hombre atribuido a Hobbes y enunciado por Plauto con anterioridad en una de sus comedias.
Leer teatro, aparte de ser una práctica en desuso, no siempre resulta fácil tarea, mucho menos entretenida. Su estructura, las sutiles descripciones o los diálogos entre personajes dificultan al lector el desarrollo de la empatía. Panorama desde el Puente (estrenada en 1955) es una historia que se repite -aunque suceda en el Nueva York de los cincuenta-, pero que no queremos asumir. Puede que, por este motivo, Arthur Miller la plantee como un sueño del abogado Alfieri, como el testimonio de un narrador omnisciente o el delirio de un dramaturgo, empeñado en exhibir el olor a podrido de los sistemas democráticos de todas las épocas.
Inmigrante es uno de los peores apelativos con el que pueden definirnos, cuestión sobre la que no debería nadie correr un tupido velo. A él se suman refugiado, proscrito, exiliado, extranjero e, incluso, diferente. Pero no somos muy distintos de Eddie, Caty, Beatriz, Mario, Rodolfo y otros tantos anónimos: estibadores y obreros que llegan de cualquier parte, buscando un futuro y sobre todo, un presente en el que sobrevivir. Sondeemos en los árboles genealógicos, porque todos tenemos pasados que viajaron a bordo de un barco o con el traqueteo de un tren, en desdibujados retratos de antepasados que nunca llegamos a conocer. Miller lo sabía y tuvo la necesidad de contarlo, pues la realidad no es menos dura si se omite. El grito desgarrado de Beatriz ante los oficiales norteamericanos es una defensa tan humana como controvertida: «¿Pero qué han hecho de malo? ¡No se los lleven! Allí se morían de hambre»[2]Ibíd., p. 56. Hay muchas sirenas que anuncian llegadas o partidas, cuya única distinción se encuentra en si proceden de un simple buque o de un transatlántico de lujo.
Desde el puente de Brooklyn, Arthur Miller también plantea un entramado de relaciones humanas, a priori, menos complejo que el desengaño del «sueño americano» o las mafias que sacan tajada de las miserias ajenas. No obstante, las pasiones viscerales constituyen la causa de muchos infortunios y desgracias. De hecho, el fatal desenlace sucedido en el barrio de Red Rock no se fragua por el sentimiento patriótico del deber ciudadano, sino por esa necesidad de propiedad que alimentamos desde niños y que el animal establece cuando marca su territorio. Alfieri advierte, en más de una ocasión, a Eddie cuando le dice «todos tenemos que amar algo. ¿Me comprende? Pero a veces… a veces ponemos demasiado amor»[3]Ibíd., p. 32. Caty es guapa, dicharachera, curiosa, enamoradiza -no es casualidad que nos recuerde en algo a Marilyn Monroe- y Eddie no puede aceptar que su sobrina quiera dejar el nido, abandonarlo por un desconocido; menos aún, si ese joven italiano es rubio, sabe cantar, tiene el don de la simpatía y la lleva al cine hasta altas horas de la noche. Ante el desconcierto y la amenaza de que Caty despliegue sus alas y comience a volar, Eddie utiliza el desprestigio y trata de convencerla de que Rodolfo tan sólo pretende conseguir la nacionalidad norteamericana casándose con ella. Viendo que este argumento no surte los efectos deseados, desciende un escalón y lo ataca de un modo más vil, sugiriendo que éste es afeminado, blando, que cocina y cose, que todos ríen sus gracias en el trabajo, que lo llaman «muñeca de papel» y «rubita bonita». Aquí es realmente cuando el personaje sufre una mutación terrible y comienza una lucha despedazada entre dos seres desesperados: uno, enfermo de celos; hambriento de libertad el otro. En medio, Beatriz y Caty, siendo testigos del desmoronamiento de sus andamios; viendo cómo la apacible cotidianidad se ha vuelto irascible e inhóspita, oprimiendo unos límites que, ya de por sí, eran tan inflexibles como el acero de ese puente que comunica las dos partes de la ciudad de Nueva York.
«Que se entere de una vez, que ya no puede darte órdenes, manejarte como cuando eras una niña»[4]Ibíd., p. 28 es lo que Beatriz le suplica a su sobrina antes del desenlace, sabiéndose vencida ante la evidencia de que su marido ya no ve a Caty como a una hija. A pesar de todo, desea que ella tome sus propias decisiones, que tenga la oportunidad de soñar con los naranjos y las fuentes de las calles italianas, que baile y se calce zapatos de tacón, que viva su vida y no la que Eddie ansía imponerle, que fantasee con ser Greta Garbo, que trabaje y pueda aspirar a algo mejor… que se aleje de su hombre y todo continúe como hasta el momento. ¿Qué importa que en su barrio sólo existan los despidos, los desahucios y la amargura de no salir de la pobreza? Es lo que conoce y así le basta.
A estas alturas, han pasado por mi cabeza multitud de escenas encadenadas: West Side Story de Wise y Robbins, Fahrenheit 451 bajo la dirección de Truffaut, Un Tranvía llamado Deseoescrita por Williams y dirigida por Kazan, y tantas otras. En todas ellas, la soledad se puede ingerir a borbotones, aunque los personajes aparezcan rodeados de familiares o compatriotas. La camaradería, a veces, está plagada de telarañas.
Alfieri comienza diciendo: «Amo lo que de verdad sucedió. No lo que pudo o debió haber sucedido»[5]Ibíd., p. 9. Puede que éste se refiera a la profunda resignación que llega a inundar a las personas cuando envejecen y el horizonte ya sólo representa un lienzo de fondo; aunque, bien mirado, también puede entenderse como la aceptación de haber rodado por el suelo y haberse levantado, una y otra vez.
Título: Panorama desde el Puente |
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