El pequeño antílope se agita convulsionado sobre la tierra polvorienta, es lanzado por los aires como un pelele y cae preso en las fauces de la leona, que lo sujeta con fuerza.
—Ramírez, ¿está usted sordo o qué? Deje de mirar a las musarañas y salga de una vez al encerado a resolver la ecuación.
En un intento de huida se marca un instintivo zigzag, pero no consigue ponerse a salvo junto al resto de la manada. Su verdugo le oprime el cuello y comienza a sentir que no le llega el oxígeno. En un estertor de muerte trata un escape a la desesperada.
—Señorita, es que me he torcido la muñeca saltando el potro en clase de gimnasia.
La mandíbula de la felina da un giro a su pescuezo y se oye un fuerte craaack que retumba en su cabeza y en toda la meseta del Serengueti. El cielo azul se oscurece y el sol deja de brillar para él, para siempre.
—Recoja sus bártulos y abandone el aula. Esta tarde tendré unas palabras con sus padres. Y no me mire con esa cara de cordero degollado, que todavía no me he comido a nadie, aunque nunca se sabe…