Tomado de mi libro El hombre imaginario (El contexto de pensamiento de una nueva masculinidad).
Nos encontramos una nueva forma de espiritualización a través de la delegación de nuestra corporeidad a los medios tecnológicos y, sobrepasando a Foucault, de nuestra propia mente, en los tiempos actuales, al propio sistema de redes. Lo que me impide pensar, esa reducción de la que hablaba Kant, me hace creer en lo trascendental de mi pensamiento; lo que me impedía participar en la propia producción, aquello ineficaz y que me producía dolor como menciona Dussel, me hace creer que participo en la creación de un mundo mejor; aquello mismo que transfiere en mi discurso para que yo me explote a mí mismo me libera de toda culpa anunciándome la paz. El hombre sin culpa no busca la expiación de los pecados, no entiende de la gracia liberadora en un mundo inhumano, no se rebela. El mundo que tocamos, en el cual vivimos, se vuelve intangible y conectado en una suerte de unión al programa tecnológico de lo divino.
Ante este panorama, al hombre no le queda otra modo de lucha que retirarse al claro del bosque, ese mismo del que hablaba Heidegger, y analizar la situación desde la sobriedad porque esta nos devuelve la culpabilidad frente al objeto del deseo. Se hace necesario, luego de esta, dar el siguiente paso, desprendernos de la propia sobriedad para crear un nuevo modelo de masculinidad con el que poder hacer, si quiere ser eficaz, un nuevo contrato «junto con» la mujer en lugar de «frente a», y que no vaya dirigido a una cohabitación, sino hacia una coparticipación en el dominio del mundo.
El hombre debe ir desprendiéndose de lo tradicional en relación a esos roles, símbolos, comportamientos que le han dado exclusividad en aras de una demanda social más igualitaria. Es a través de lo femenino como se ha ido revelando en estos últimos tiempos las características de una masculinidad que, si bien va cediendo protagonismo a la mujer, este no ceja en el desempeño de su virilidad. Nos podemos encontrar en lo masculino la coparticipación junto a lo femenino en la legislación y ejecución del diagnóstico, pero este primero no se prenda en el tema del cuidado, rol que antes era exclusivo de las mujeres. Como comentan las investigadoras Anastasia Téllez Infantes y Ana Dolores Verdú Delgado:
«Esta normalización de la autoridad masculina como aspecto básico y transversal de nuestra cultura impide el ejercicio necesario de crítica/autocrítica/deconstrucción al que todo fenómeno sociocultural es sometido para su mejor comprensión, y, por supuesto, está relacionado con el hecho, por ejemplo, de que el estudio de la violencia de género haya enfocado más a la víctima que al agresor o el estudio de la violencia mundial siga relacionándose más con una cuestión de recursos que con las estrategias relacionales aprendidas por los actores sociales implicados […]. Por otro lado, cada vez son más visibles, especialmente en las sociedades occidentales, diferentes formas de ser hombre que rompen con el antiguo mandato de dureza y poder, constituyendo lo que puede entenderse como un movimiento masculino de liberación, como en su día lo fue la liberación de las mujeres con respecto a un papel social prescrito por la cultura. De forma tímida pero contundente están apareciendo en España las primeras asociaciones de hombres por la igualdad que reivindican el derecho a que el hombre desarrolle su personalidad sin ser contaminado por los estereotipos de una cultura machista que, a su vez, castiga al hombre que no los cumple».
Nos encontramos, entonces, por un lado, un querer participar en los procesos que me están infringiendo una opresión con la finalidad de poder cambiarlos y, por otro lado, la no prestancia del hombre en un papel que estaba circunscrito culturalmente a la mujer. El hombre va aceptando que la mujer participe dentro del círculo de autoridad que se había reservado, cede ante la acción liberadora de la mujer, pero no hacia el mismo proceso liberador de lo masculino en un desarrollo personal fuera del espacio sociosimbólico preestablecido. El feminismo actúa como fuerza que rompe ese espacio performativo que se torna aquí contra un tipo de narración que las ha estado oprimiendo, llevando su acción a una independencia radical que haga más eficaz la labor liberadora. En cambio, el hombre ha reaccionado encerrándose en un bucle fuera de ese espacio-tiempo en el que se están desenvolviendo los acontecimientos sociales en la actualidad. De aquí que se vea una clara relación entre el feminismo como salvación liberadora de la propia masculinidad, liberación que se viene actualizando en un contexto histórico en el que se desenvuelve la sociedad, pero, también, la obcecación del hombre en desapegarse del objeto de su virilidad, de su estado de confort, y así, de esa manera, poder intercambiar papeles.
El hombre siente, ante los tiempos que corren, una incertidumbre que rompe con su seguridad. Ve cómo su mundo se va deconstruyendo y cómo esta deconstrucción tiene nombre femenino. Pero la incertidumbre también tiene que ver con la cura. Para Heidegger, había dos modos de referirse al tema del cuidado: por un lado, el que todos conocemos, que es el del «cuidado por los otros», y una siguiente concepción, que es una interpretación mitológica griega, que hace referencia a la Cura, que es la diosa que otorgó el estado de inquietud y preocupación al hombre cuando este fue creado. La preocupación o el desvelo existencial. El hombre que se encuentra consigo mismo ante la finitud de la vida, y a medida que va avanzando ve que le falta el dominio del propio poder sobre su manera de concebir las relaciones. Se trata de escuchar, de tomar conciencia de ese dolor del otro y de producir, lo más importante, un amor, ese mismo tipo de amor del que nos hablaba Tomás de Aquino, que rompa ese bucle que lo tiene aprisionado y, por tanto, impide que él también participe del proceso liberador.