No recuerdo cuándo se le volvieron las manos de acero. Pero sí cómo dolían al contacto con mi carne. Se le abrían erizos de entre los dedos y se me volvía la piel como canicas de colores. La gente preguntaba. Pero a mí se me olvidaba decir su nombre o llegaba a confundirlo con las heladas que se crecían en los charcos del parque.
A veces se callaba y se quedaba así, mudo, sin decir nada, tras varias vueltas del reloj. A mí se me secaban los pensamientos y, por la noche, me crecían medias lunas en los ojos de tanto llorar.
Había más noches en que no dormía. Siempre con un brillo en la pantalla, cuando ya no quedaban luces encendidas. Tenía terror en los ojos, pero era el reflejo de los míos. Se le escupía la voz por dentro, que aullaba y arañaba y señalaba y acorralaba. Se me ahogaban sus palabras y me quitaban el aire, sin ya estar dentro.
A veces me pisaba, como las uvas cuando acaba el verano, y se me hacía zumo morado la piel.
A veces me quedaba sola, mirándome, y cuando te sentía próximo lloraba y pedía perdón pronunciando tu nombre hasta tres veces frente al espejo. Como si fueras el diablo a punto de aparecer.