La niña escapa de la vigilancia de los padres, trepa la valla con dificultad y se deja caer por el talud como si se tratara del tobogán del parque. La parte trasera de la faldita mejor ni verla. Poco importa: la hazaña ha valido la pena. Corre con pasitos precipitados hasta el animal que señorea este dominio del zoológico, el unicornio que monopoliza los sueños de la pequeña desde que su madre le leyera de noche aquel precioso cuento.
Abrazada a las patas de la bestia, suspira, sonríe, suspira y sonríe, y vuelve a suspirar de felicidad, acaricia amorosamente su lomo con la mejilla y los ojos cerrados. No es suave como esperaba. Más bien al contrario. De pronto, su mágico unicornio se revuelve, arremete contra ella, la embiste, la levanta al cornearla, la sacude una y otra vez. Los padres, que acaban de darse cuenta de que la niña anda ahí abajo, acompañan con gritos angustiados las volteretas dibujadas en el aire por su hija. Hasta que la bestia se cansa. Entonces la deja caer. La arrastra. La patea un rato. Sobre el suelo polvoriento queda un bulto inverosímil, desmadejado, sanguinolento.
De esta historia, como de tantas otras, cabe extraer una enseñanza o, si se quiere, moraleja: hemos de seleccionar con sumo cuidado los cuentos que leemos a nuestros hijos o, cuando menos, asegurarnos de que han entendido el correcto significado de todas las palabras. Y nunca perderlos de vista si los llevamos al zoo. No vayan a ponerse, ellos también, a jugar con un rinoceronte.