Es sábado, ya mediada la mañana. El viejo, sentado en una silla de plástico a la puerta de casa, se entretiene observando la punta del cayado que él mismo hace girar sobre el suelo. Cada poco levanta la escasa vista que le queda hacia la esquina de la calle, para volverla a su distracción acto seguido. Se ha levantado a la salida del sol, se ha afeitado con toda la precisión que le permite un ligero temblor de manos, se ha dado la ducha semanal, se ha puesto una muda limpia, la mejor camisa, el pantalón más nuevo, los zapatos de vestir y se ha rociado con colonia. Y se ha sentado en la puerta de casa a esperar, como cada sábado, la llegada del aliento que le insufla esperanza semana a semana.
Entretiene la espera con algún corto paseo, calle arriba, calle abajo, pues las fuerzas ya no le dan para más; y una y otra vez lo asalta el mismo recuerdo: la calle llena de chiquillos, sus gritos, sus carreras, sus juegos, ese balón siempre golpeando persianas y rompiendo algún cristal, las voces de las madres llamándolos a la hora de la cena. Ahora, en cambio, es una calle silenciosa, en la que solo quedan viejos, algunos solos como él.
Se mira las manos apoyadas sobre el asa del cayado. Se sabe de memoria el mapa de sus venas, que sobresale elevando una piel ajada, salpicada de manchas, que rodea unos huesos deformados y sin carne alrededor. Como se conoce cada una de las arrugas que le surcan la cara y que contempla con resignación cada mañana frente al espejo. Pero hoy es sábado… Ve a la niña girar la esquina y correr hacia él con los brazos abiertos. Y todo se detiene, y desaparece, y solo quedan ellos dos cuando la pequeña lo abraza y le susurra: ¡abuelo!