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Moldavia no tiene salida al océano, aunque esté cerca del Mar Negro. Moldavos, rumanos, ucranianos, rusos, gagaúzos, búlgaros, alemanes, turcos, serbios, gitanos y judíos conviven en una superficie total de 33.851 kilómetros cuadrados. Durante el período soviético, se promovió un acercamiento ruso, para limitar la influencia rumana en sus ciudadanos. Más tarde, la perestroika de Mijaíl Gorbachov despertó posiciones encontradas entre ellos; para la “gente lista” fue buena, para las familias pobres, el mundo iba cuesta abajo. “El tiempo demostró que tenían razón los unos y los otros”[1]ȚÎBULEAC, Tatiana. 2021. El jardín de vidrio. Madrid: Impedimenta, página 193.
El moldavo es una variedad del rumano; aunque, durante una etapa, la política oficial soviética llegó a manifestar que nada tenían que ver el uno con el otro, estableciendo el alfabeto cirílico, distinguiéndolo así del latino –tomado desde 1860-. Es un buen ejemplo de que una lengua puede ser inventada de repente. Así, los habitantes de Besarabia tuvieron que adaptar no sólo su escritura, sino su pensamiento; pues el lenguaje, tal y como afirma Noam Chomsky, no resulta un mero instrumento de comunicación, sino un objeto cognitivo y biológico que emana de la mente humana. Para el abuelo de Tatiana Țîbuleac (Chisináu, 1978) supuso un letargo, una enfermedad, muriendo “con todas las letras latinas anudadas a él como un ramillete”[2]Ibíd., página 10; para sus padres, “una ruptura con todo lo que significaba dignidad, pertenencia, afirmación”[3]Ibíd., página 10. Ella, un día, descubrió que el idioma de todos sus cuentos y canciones infantiles era falso.
Lastochka, la voz de “El jardín de vidrio” (Țîbuleac, 2019), se aferra a ese dialecto como a un clavo ardiendo. Aprender ruso implica un esfuerzo titánico y los coscorrones en la frente que Tamara Pavlovna le propina sin piedad, ante una sucesión de errores imperdonables. ¿A qué puede aspirar una huérfana, rescatada de un orfanato por una anciana, que le proporciona techo, comida y un colegio en el que educarse? Renunciar al moldavo sería semejante a arrancarse la piel a tiras, como alejarse de su identidad. Sin saberlo, representa la nostalgia de una tierra prometida o, tal vez, el ansia de arraigo y raíz.
Los orígenes no se delimitan únicamente por las fronteras. Se extienden a lo cotidiano, también a lo superficial. Ahondan hasta lo más profundo, removiendo sangre, linaje y un inconsciente colectivo que no se detiene en la época en la que uno nace. Se remontan a un pasado indescifrable, pero también al más próximo y ausente. La pequeña Lastochka sobrevive al abandono de unos padres sin rostros, ni apellidos; y, “si hubiera sido capaz, lo habría transformado todo en Vosotros”[4]Ibíd., página 279, en aquellos que cortaron su cordón umbilical y la privaron del amor incondicional e instintivo –el único que se mantiene, a pesar de las traiciones, egoísmos y deslealtades-. Sus progenitores son y serán su ensoñación más recurrente, aunque ni siquiera sepa en qué lengua perdonarlos; porque muertos los habría querido más y ese rencor que resquebraja lo más puro de sí misma jamás habría sido tan amargo. Papá y mamá no serían palabras sin sentido, sino un refugio al que volver; la patria a la que uno pertenece.
“El jardín de vidrio” es un grito de catarsis y desesperación, una convulsión y una náusea.
Podría entenderse como una reconciliación con cuanto no se pudo llegar a ser, con lo imaginado; pero también, con esa idea de un Dios que no tiene nada de todopoderoso y, al contrario de lo esperado, mucho de descuidado e injusto. La crueldad como eje de los días, la generosidad concebida como deuda, el abuso normalizado y amordazado, la mansedumbre como evitación del castigo, el silencio, la incapacidad para el perdón y el sempiterno sentimiento de desamparo serán una carga demasiado pesada para una criatura cuya infancia y adolescencia estará marcada por la desdicha; para una mujer cuyo presente le ofrece soledad y una hija con los huesos de cristal.
Lastochka sale del hospicio, gracias a Tamara. Sin embargo, lejos de hallar la calma y recibir cariño, ésta la obliga a recoger botellas por toda la ciudad. Su único objetivo es amasar una fortuna, escapar de la miseria, aunque eso incluya la visión de un futuro de prosperidad para su hija adoptiva. “Su corazón quería oro, el mío, estrellas”[5]Ibíd., página 41 y los callos en las manos, la pus e hinchazón en los hombros ya siempre viajarán con ella. La vida de la muchacha no será fácil en un patio de vecinos donde se comparte intimidad y envidia, y un momento sociopolítico de guerras entre hermanos y reformas continuas. El contrabando, las discusiones, las mujeres gordas y torpes, la docilidad de los moldavos… repugnancia será lo único que podrá experimentar; ni siquiera, compasión, ni rabia.
Esta novela ha sido considerada uno de los grandes hallazgos actuales en el ámbito de las letras. De hecho, se hizo con el Premio de Literatura de la Unión Europea en 2019. La progresiva pérdida de la inocencia de la protagonista y lo efímero de su alegría, junto a la inconfundible prosa poética dura y contundente de la autora, hacen de ella –repleta de saltos temporales entre el ahora y los recuerdos- un importante testimonio de dolor y angustia. Podría compararse con una herida abierta que, a medida que el lector avanza en sus páginas, evoluciona en cicatriz. Tîbuleac reconoce que pensaba en todos sus miedos y problemas al escribirla, que sintió la necesidad de regresar y disculparse, de reparar y hacer las paces. En sus propias palabras, su segunda obra publicada contiene muy poca ficción. Cada uno de sus personajes vivió, de algún modo. No se trata de figuras metafóricas creadas a propósito, sino de personas reales traídas desde los lugares por donde ella transitó.
El universo femenino se erige como un pilar en su narrativa, también en este jardín propio. Su escritura no pretende juzgar, ni se regodea en modelos morales a imitar. La escritora moldava ama a las mujeres en todos sus estados y formas. “De todas aprendí algo, de todas mis mujeres algo”[6]Ibíd., página 87. Ambición, desinterés, resignación, belleza, explotación, violación, decisiones límites sobre su cuerpo, escarnio social, codicia, enfermedad… y tantos otros frentes.
Lastochka es un retrato y un conducto por el que volver o resurgir. Y este hecho convierte la lectura de “El jardín de vidrio” en un ejercicio de expresión y de aceptación del trauma. Hay que perdonar para escribir, asegura Tatiana Țîbuleac. Quien escribe deja su marca, se enfrenta con sitios, con gente y, también, con uno mismo.
Título: El jardín de vidrio |
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