
Hicieron falta dos inviernos y una primavera para desempolvar ese vestido de tu vida anterior. Se había quedado al fondo del armario, olvidado, hecho un guiñapo. Lo rescatas para vestirlo de nuevo. Como si fueras la misma. Aunque ya no lo seas.
Durante un tiempo fuiste animal herido. Una nube negra sobre la cabeza. Un nudo en el estómago. Un tiempo largo lleno de sombras. Lleno de miedos. Aún no se han desvanecido del todo, pero hablan bajito, casi no los escuchas. Desde entonces, las células de tu cuerpo han cambiado, has mudado la piel, has cumplido años, son otras las palabras que te definen, han cambiado tus relaciones… desde que dejaste el traje de aquella que eras. Tu cuerpo ahora es otro. Tu cuerpo esconde una bala.
Lo limpias, le quitas las arrugas, lo dejas reluciente. Lo miras. “No está mal”, te dices. Un vestido sencillo, de corte recto y juvenil. ¡Te quedaba tan bien! “Ya puedes volver a usarlo”, te dicen. Has recuperado tu talla. “Verás que bien te queda”. Y tú coges el vestido y metes primero la cabeza, después los brazos. Abrochas la cremallera. Te miras al espejo… No te reconoces. Contemplas tu imagen con extrañeza, como si vieras a esa antigua tú por un agujerito. Ella, tan segura en su propia vida. Tú, tan alejada. Reestrenando traje y sintiéndote perdida en él. Se te clavan las costuras, te roza la tela.
Quizá solo se trate de volver a hacerte a la hechura. Sortear las aristas sin aflicción. Lucirlo de nuevo con garbo. Hasta sentirlo como un guante. Ponértelo una y otra vez. Hasta que te mimetices con él, y te creas, al fin, que vuelves a ser la misma. Por repetición. Hasta el hastío.
Sin embargo, ahora tú solo quieres quitarte ese vestido y quedarte desnuda, sin nada, ser solo piel. Y que la piel se vuelva transparente. Hacerte invisible y desaparecer…