Soy culpable de haber sido indulgente con mis propias ensoñaciones. Incluso antes de que se decretara esta cuarentena, que tanto dura, el mundo se había envuelto, para mí, en un fino velo de irrealidad. No sé la causa de esta tendencia mía: qué miedo interno la motiva, qué pavor profundo reclama de mí este distanciamiento mental. El caso es que, en medio de mis pesadas lecciones, con filas y filas de alumnos mirándome, yo me permitía reflexionar sobre la historia del universo vivo, sobre la primera Nada, los saurios gigantes, las tribus de homínidos poblando la Tierra, la aparición de las civilizaciones urbanas. Recorría una a una las cimas de esta magna aventura, mientras evocaba los nombres de los científicos que fueron responsables de su escritura; nombres, todos ellos, perfectamente queridos por mí: Einstein, Darwin, Weber, el propio Marx. Durante unos breves instantes compactaba este saber en mi cabeza, y era entonces cuando todo colapsaba, cuando mi cerebro no podía tolerar tanta realidad y experimentaba el universo, la historia, la vida misma, la Nada, como una gran fantasía. Una narración tan sólo. De pronto, nada era real. Sumergido en un mar de perplejidad, me asomaba al mundo de la superficie y no lo reconocía. Mi conciencia abría incluso las puertas a especulaciones vanas acerca de máquinas y seres del futuro que, con oscuros propósitos, habían inducido este sueño perfecto a la humanidad.
* * *
De todas estas cosas quería hablar contigo, padre, durante esa comida que no tuvimos, en ese restaurante que no escogimos. La cuarentena lo impidió. Iba a ser una ocasión especial. Tú mismo dijiste —y estoy de acuerdo contigo— que hace más de quince años que no hablamos. Hasta ahora teníamos la costumbre de vernos los domingos, cuando María y yo os visitábamos con las niñas; entonces, alrededor de la mesa, conversábamos sobre nuestro día a día y asuntos de actualidad. Por suerte no existe la enemistad entre nosotros. En realidad, el silencio al que te referiste se extiende por otras profundidades, por otros estratos, allí donde el tiempo parece haberse parado, hace frío y no fluyen las corrientes.
Aunque ese silencio se prolongue durante más de quince años, creo que no debería durar un día más. Por medio de esta pandemia, el tiempo de tu paternidad y de la mía se ha entrecruzado extrañamente con el tiempo de la humanidad. Empero: por mucho que se den las condiciones para que sobre esos dos planos se imponga el mismo silencio, no debemos dejar que así sea. Al fin y al cabo, sacar del silencio a un padre y a un hijo es un milagro tan grande como el que hizo posible la vida en la Tierra. Y, aunque sea de forma precaria, debemos seguir tirando de ese hilo, pues no hay otro en el vacío. Es el mismo hilo —estoy convencido de ello— que nos conecta con la primera bacteria —con la “niebla letárgica” que cantaba Whitman— pero también con las revoluciones más puras de la humanidad; es el mismo hilo que compone, también, el tapiz del que hablan los científicos, aquél que sólo se teje estirando ciegamente y sin diseño, con fijación animal, pues no hay patrón que la vida no desborde. En ese mismo intento, podremos morir una y mil veces, como murieron y seguirán muriendo miles de humanos, millones de especies; pero otros yoes y túes sobrevivirán y proseguirán el camino.
Ni que decir tiene que esta pandemia ha reforzado mi sentimiento de irrealidad. ¿Cómo no sentir que todo lo que nos rodea es un sueño, si de un día para otro pasé de entrar y salir libremente por las puertas de mi facultad, de conversar en aulas y caferías, a estar recluido en mi hogar? El primer día de cuarentena se pareció menos a la jornada que lo precedió de lo que la vigilia se parece al sueño. Y fue inevitable que, en el intervalo, los dos mundos se devaluaran y perdieran consistencia. Como te dije ayer por teléfono, no hubo peor día que el primero. Pero en seguida mi ánimo mejoró sensiblemente, sostenido por la incansable demanda de mis hijas. Hoy las cosas han cambiado y sé que pronto la universidad será un sueño y mi familia, la única realidad. Aquel mundo se deshilacha al mismo ritmo que el tapiz que viste mi casa se vuelve más denso y aguerrido. Son tan altos y anchos los muros del patio que a veces me asomo a la calle porque siento que la empiezo a olvidar. Y sospecho que, cuando llegue el momento, lo difícil será sacarme de nuevo, hacerme volver a las clases, separarme de María, Gabriela y Valentina. Tendrán que llamar otra vez al ejército. Si algo me alegra estas jornadas de encierro es imaginar que mis hijas las recordarán como unas de las más felices, cuando pudieron pasar con sus padres cada instante del día. (Las recordarán, claro está, como recuerdan las cosas los niños, siempre en tiempo presente, como aquello que les deja crecer fuertes y llenos de vida.)
Padre, ¿qué cuadro estamos componiendo estos días, entre todos? ¿Qué tapiz estáis tejiendo vosotros, tú y mi madre, recluidos en casa, ordenando las estancias, las distancias, las noches y los días? ¿Y qué tapiz estoy tejiendo yo, con mi familia, cuando convertimos nuestro comedor en una escuela, en un teatro, en un taller para las niñas? A todos nos conecta el mismo hilo. Ya no cuento el tiempo desde que volví del trabajo, ni cuánto resta para que volvamos al mundo de afuera. Nada de eso importa ya. La clausura se ha convertido en una forma de vida que, como tal, carece de principio o de final. Con los números de contagios escalando hasta los balcones, sólo pido —y agradezco— poder seguir en cuarentena, estar a salvo, que lo esté María, que lo estén mis hijas, que lo esté mi hermana, que lo estéis vosotros. Que lo estemos todos. Que nos dejen aguantar hasta el final, como estatuas embaladas, confinadas en un sótano.
Han bastado dos semanas de aislamiento para darme cuenta de que lo único que ansío es poder destejer parcialmente mi pasado y empezar a coser de nuevo mi vida, desde otros parámetros. Tejamos también nosotros, padre, olvidemos los nudos que nos han oprimido las gargantas durante años. Intentémoslo al menos: creemos nuevos diálogos. A estas alturas, creo que las razones de nuestro prolongado silencio no las podemos conocer. Son vías muertas, galaxias vacías, variantes fallidas en la larga evolución de las especies, avances que no tuvieron continuidad porque otros desafíos reclamaron más energías. Hablo en primera persona del singular: eran tantos los frentes que tenía abiertos a los veinticinco años que no me sentí capaz de canalizar esas contiendas a nuestro lenguaje compartido. Hacerlo hubiese reclamado de mí la misma energía que trataba de ahorrar. Ni siquiera entendía bien mis propios problemas. En esas circunstancias, forzar su traducción hubiese desatado, a la larga, conflictos más destructivos todavía. Poco a poco los dos comprendimos que ese conflicto no se tenía que dar. Hibernamos nuestras conversaciones. Nuestros paseos por el campo quedaron recluidos en una primavera perenne que lentamente se fue congelando, como esos escenarios pintorescos que quedan encerrados en una bola de cristal. Su silencio fue también el nuestro. A veces volvimos a agitar esas escenas, con violencia incluso; pero era obvio que las perturbaciones, restringidas como estaban al interior de una esfera, no tenían consecuencias. Aunque nos asomásemos a ellos de cuando en cuando, nos conformamos con dejar en paz esos recuerdos. Ahí seguimos los dos, las figuritas de un padre y de su hijo, paseando entre algarrobos y naranjos. Inmunes a todo. A salvo de todo, incluso de ti y de mí. En una cuarentena perfecta.
Está bien así.
Valencia, del 19 al 23 de marzo de 2020