Si Trilling y yo hubiésemos sido amigos… es cierto que el uso del condicional nos sitúa en la comarca de la hipótesis. Pero no me queda más remedio que recurrir a ella, si es que decido, tal como parece, comenzar haciendo memoria de algo que nunca ocurrió. La sensación que muchos lectores deben haber obtenido de los escritos de Lionel Trilling es la de una sostenida reflexividad moral, una elegante gravedad de voz y conciencia. Y tienen razón, por supuesto. Si pudiese imaginar ahora una amistad con Trilling –vayamos, como decía, al ámbito de la hipótesis-, estoy convencido de que alternaría modos vacilantes y maneras serias. No sé si algunos de sus amigos más cercanos lo vieron así. Y a mí ya no me es posible saberlo. Pero he vuelto a pensar en este crítico y profesor –ahora que la editorial Página Indómita le hace un regalo inigualable al lector, gracias a su cuidadísima reedición de La imaginación liberal-, que, como muchas personas con grandes reservas de poder personal, mostraba su atención respondiendo a lo que creía que era el interés especial de los demás, y puede que en su forma rápida y tranquila reconociera que sus lectores, de alguna forma, tanteaban, aunque no siempre encontraban, un estilo de pensamiento menos gravoso; menos cargado intelectualmente de lo que las tradiciones y experiencias nos han dado a los que estudiamos no solo la crítica de la literatura sino, digámoslo así, la literatura de la crítica. En cualquier caso, si levanto un poco la vista de mi mesa de trabajo, veo en los estantes, no lejos, desde este mismo lugar en el que escribo, algunos de sus libros. Llevan conmigo gran parte de mi vida.
A menudo, yo mismo, incluso cuando soy consciente de que no es un término muy favorecido en la crítica norteamericana reciente, me encuentro, como Trilling, hablando del placer en literatura, de Freud y su célebre teoría, quizá porque, igual que al propio Trilling, ese viejo judío neoyorkino que encontró las claves del derecho a escribir mal y que tanto nos hizo y hace pensar, me repele la idea de un arte orientado solo al consumo y a la comodidad, al lujo: «Nuestra experiencia habitual es la de una obra que acabará teniendo autoridad sobre nosotros, consiste en comenzar nuestra relación con ella en desventaja consciente y luchar con ella hasta que consienta en bendecirnos»[1]TRILLING, Lionel. 1965. Beyond culture. New York: Viking Press, p. 71. Si yo hubiese sido amigo de Lionel Trilling –ya he dicho que un cierto imperativo de la memoria me movía a comenzar así- supongo que nos habríamos mostrado proclives, cada uno a su manera, a explicitar nuestro cierto malestar con un aspecto de la herencia del modernismo cultural. No me refiero solo a su historial público con respecto a la libertad política (importante en estos tiempos convulsos), sino también a su cierto desprecio hacia la vida común y la relación comprometida con los placeres de leer, escuchar o mirar.
Nunca pude decirle a Trilling o a su mujer, Diana, su máximo puntal y otra excelente crítica literaria, que, a mi juicio, casi ningún otro docente estadounidense del siglo pasado respondió con más viveza que él a las exigencias de complejidad, dificultad y ansiedad que planteaba el modernismo; sin embargo, fue precisamente esa respuesta la que le impulsó y le permitió mirar hacia un arte de candor sensual y transparencia despreocupada que no repudiaría los enredos del modernismo, sino que ahora descansaría a gusto con ellos, porque también contra ellos. Creo que ese impulso le llevó a pensar en un libro sobre Wordsworth, un poeta al que siempre había amado, pero sobre el que ahora podría escribir con más soltura. Porque Lionel Trilling, conforme avanzaba hacia el final de su vida y, con él, también sus textos, parecía moverse hacia una mayor sensibilidad ligera, una alegría, una relación directa con el poema o la ficción que iba en contra tanto de la tradición de la que procedía como de las modas que dominaban, y aún lo hacen, la vida literaria.
Solo sé de alguien, un antiguo profesor muy querido para mí, que pudo tratarlo, hacia el final, y que lo describía como alguien que hablaba de la literatura con un evidente brillo en los ojos, saltando de novela en novela, de literatura en literatura, hablando de los autores, aunque perteneciesen a siglos distintos, como verdaderos amigos. Mi hipótesis es que Trilling convirtió el arte de lo literario en una especie de palabra clave para su idea última de una literatura, a la vez mundana e inocente, liberada de esa presión moral de la que uno quiere escapar brevemente y por momentos. Trilling, en su rígida amabilidad, escribió siempre lo que pensaba, a buen seguro, que nadie más aprobaría, desde el laberinto dialéctico hasta el más puro éxtasis. Aunque voy a tener que escribir algunas palabras sobre política, quiero dejar claro que Trilling nunca fue, para mí, un teórico político, sino un crítico literario que trabajaba sobre todo en forma de ensayo breve, y que nunca escribió un tratado exhaustivo sobre los temas que le preocupaban. Por esto mismo, tal vez los plúmbeos teóricos políticos y sociales de nuestro tiempo, ab uno disce omnes, lo han dejado de lado. Quizá tenía demasiado que enseñarles sobre el papel de las artes en una sociedad liberal.
Es mi intención aquí apuntar solo las que, a mi juicio, son algunas de las claves principales del pensamiento de Trilling, expuesto a lo largo de varios, y substanciales, artículos de crítica literaria. Si él y yo hubiésemos sido amigos, repito, estoy convencido de que habría podido decírselo igual con mi voz grave y él haberlo respondido con su voz mucho más calmada. Como no formo parte –no sé si esto es, a estas alturas, algo positivo o un problema- de una sola escuela de pensamiento, sino que estoy hecho, en la medida en que me es posible y mis propias facultades mentales lo han permitido, de esa subespecie de escritor que Eliot y los suyos prescribieron, al insistir en que el poeta no era solo un pensador, sino que utilizaba ideas prefabricadas como molienda para su molino y que el éxito de lo escrito no dependía de su contenido, sino de los patrones de palabras e imágenes que constituían su forma. O puedo hacerlo como el propio Trilling –cuya escuela nace y muere en sí misma- si, como en este caso, escribo sobre él. A fin de cuentas, este profesor de Harvard y Columbia creía en la importancia primordial del contenido y se negaba a distinguir entre la inteligencia del artista y la de otros grandes hombres. Pensaba que el artista, en particular el novelista, mostraba la forma más compleja de inteligencia porque iba más lejos que otros pensadores al combinar lo general con lo particular, el pensamiento con el sentimiento, y al hacer surgir ideas de una masa de detalles contradictorios.
Así comienza su gran ensayo, Freud y la literatura: «La psicología freudiana es el único relato sistemático de la mente humana que, en cuanto a sutileza y complejidad, interés y poder trágico, merece estar al lado de la caótica masa de percepciones psicológicas que la literatura ha acumulado a lo largo de los siglos»[2]TRILLING, Lionel. 1953. The liberal imagination. New York: Doubleday Anchor Books, p. 44 (en adelante, todas las referencias serán a esta edición e irán consignadas entre paréntesis). ¿Cómo podría no estar cerca de Trilling, entonces? A diferencia de los popes del New Criticism, que hacían una distinción tajante entre formas creativas y no creativas de escritura, Trilling vio siempre un continuo a lo largo del cual una gran obra de psicología o historia o crítica mostraría más inteligencia e imaginación que un mal poema o una novela mediocre. Diría que estoy, en lo primordial, de acuerdo con él. En verdad, los mejores ensayos de Trilling son, como los de Eliot, Arnold, Wilson, Frye, Levin, Olson o Bloom (solo por citar aquellos escritos en lengua inglesa, pero podría reivindicar aquí, sin titubeos, la belleza de algunos textos, en Europa, de Pérez Gállego, Bardavío, Steiner, Calasso o del llorado Ordine), mucho más que meros comentarios sobre literatura: son obras literarias en sí mismas. La prosa distinguida, como un poema hermoso, sobrevive, por citar a Auden cuando despide a Yeats, «en el valle de su decir»[3]AUDEN, W.H. 1966. Collected poetry. New York: Random House, p. 50. Trilling tuvo siempre un público amplio, que incluía a muchas personas cuyo principal interés no era la literatura. Digamos que, por eso, escribe siempre como alguien que se dirige a otros sobre la urgencia de los asuntos humanos, siendo la literatura una parte importante de lo que habría que considerar con premura. No se trata de un técnico literario que se dirige a otros, sino que su crítica está inundada por los vivos sentidos de la historia y la política. A diferencia de los miembros del New Criticism, abiertamente apolíticos, Trilling era pura política (de una época en la que esta expresión servía en cualquiera de sus acepciones): un intelectual judío neoyorquino que en los primeros años treinta mantuvo una tenue relación con el Partido Comunista y luego rompió con él sin fisuras.
Pertenecía a la corriente principal del pensamiento político estadounidense y había atravesado la crisis política más importante de su generación. Por tanto, sus críticas se dirigen a los liberales, en un intento de examinar sus propios supuestos, tratando de modificar y definir el pensamiento liberal estadounidense. De igual manera, en lo que se refiere a cuestiones de gusto literario, tanto Trilling como los miembros del New Criticism tenían los mismos enemigos: la importación a la crítica de un igualitarismo democrático simplista que sobrevaloraba a los escritores que trataban en términos crudos o vagamente grandilocuentes a personas pobres e inarticuladas, al tiempo que condenaba como conservadores y aristocráticos a los escritores que retrataban, con precisión e ingenio, a aquellas acomodadas e inteligentes. Así, Henry James se convirtió en un puntal de referencia para ambas escuelas y también coincidieron en su apoyo a escritores del siglo XX como Eliot o Joyce. Vuelvo a repetir: ¿cómo podría estar yo, dado todo lo anterior, en desacuerdo con Trilling? Aunque, aparentemente, discrepaban sobre los escritores románticos y victorianos a los que Trilling, casi en solitario, apoyaba en una época en la que la literatura del siglo XIX yacía bajo una oscura nube de condena y olvido, el principal vínculo entre Trilling y los Nuevos Críticos era la deriva conservadora de su crítica.
En una época en la que, como escribe Trilling en La imaginación liberal, el liberalismo era «no sólo la tradición intelectual dominante, sino incluso la única [cuando] no había ideas conservadoras o reaccionarias en circulación general» (5), Trilling y los Nuevos Críticos obligaron a los liberales estadounidenses a poner a prueba sus suposiciones frente a un respetable corpus de pensamiento conservador. Ellos lo hicieron desde fuera del campo liberal, Trilling lo hizo desde dentro. Por eso pienso que su libro más importante e influyente, La imaginación liberal, no solo le distingue de la clase de críticos que se limitan a explicar el trabajo de otros, sino que lo sitúa en la esfera del homme de lettres, cuya obra es literatura por derecho propio. Lo es porque Trilling utiliza la crítica para resolver una crisis personal, la suya y la de un número reducido de intelectuales metropolitanos a los que se dirige con el pronombre nosotros, y, como siempre ocurre en literatura, es la historia personal la que tiene un significado más universal. Se trataba, como muy bien ha escrito Pérez Gállego de «incorporar todas las posibles experiencias culturales y humanísticas en una lectura, algo que luego ha tratado de imitar George Steiner […]. Sus preguntas eran de intensa fascinación. Hasta qué punto el arte declara la verdad. Qué valores morales depara la cultura actual. […] Cómo deslindar el plano político de una lectura poética. Estas metas se resolvían evitando cualquier oscuridad expositiva, alejándose de todo intento de crear un metalenguaje, como hará Harold Bloom, buscando la sinceridad más absoluta como arma de trabajo. […] Sin su figura el pensamiento americano hubiera perdido una voz cultural necesaria, que a veces parece caer en un comparatismo próximo a Harry Levin y otras lo sentimos próximo a la precisión erudita de Wimsatt»[4]PÉREZ GÁLLEGO, Cándido. 1988. Historia de la literatura norteamericana. Madrid: Taurus, p. 464.
Así se lo hubiese podido contar a Trilling, de haber sido amigos. Le hubiese podido agradecer su rechazo a esa mentalidad idealista que temía el poder y, por tanto, habría temido utilizarlo también para detener a Hitler y su genocidio sin una guerra. O más tarde, cuando el mundo libre se enfrentaba a los pérfidos edecanes del estalinismo, y él se adscribía a los que pensaron que era mejor utilizar el poder para detener la expansión comunista a tiempo y evitar así una Tercera Guerra Mundial. Una vez vio en el colectivismo el objetivo inevitable de la dirección liberal y, solo después, fue capaz de constatar lo alejado que estaba el pensamiento liberal de cualquier derecha o izquierda radical y totalitaria. Aquellos que se aferraron al viejo idealismo democrático y, durante los años de la Guerra Fría, identificaron los zigzags de la política exterior soviética con sus propios objetivos progresistas, fueron llamados estalinistas por sus oponentes. A ese liberalismo sin reconstruir dirige sus argumentos, sin duda, La imaginación liberal. Pero dije que no iba a escribir sobre política o que iba, al menos, a tratar de evitarlo, pues esta obra maestra del pensamiento norteamericano es, sobre todo, un libro de crítica literaria, y es en esos términos donde debe lidiarse nuestra cuestión.
En los dos primeros ensayos (sobre Dreiser y Anderson, respectivamente) y el cuarto (sobre La princesa Casamassima, de James), la cuestión estriba en variar, necesariamente, las preferencias literarias de Dreiser y Anderson a James por razones que no son, o no solo, o no todo, literarias. El libro de Trilling hace auspicioso el juicio literario, derivándolo de toda una serie de opciones morales y políticas y de una visión distintiva de la realidad. En la época en que escribía, James era condenado por los liberales como lo que, durante los venideros años sesenta, iba a considerarse literatura elitista: defender la eficacia de la mente y la voluntad para moldear y transformar la realidad, y elevar así la vida a su expresión más rica y noble. Pero «la creencia crónica americana», dice Trilling en su ensayo sobre Dreiser, es que «existe una oposición entre la realidad y la mente y que uno debe alistarse en el partido de la realidad […] material, dura, resistente, sin forma, impenetrable y desagradable» (21). El sentimiento, cuando se enfrenta a una realidad no mediada por los refinamientos y discriminaciones de la sociedad, la clase y los modales, produce una literatura a la vez demasiado dura y demasiado tierna, y siempre, por lo tanto, demasiado abstracta. «Cuando el sentimiento se entiende como respuesta o como terapia», dice Trilling, en su ensayo sobre Anderson, «el mundo deviene abstracto y vacío. El amor y la pasión, cuando son considerados, como en el caso de Anderson, como un medio de ataque contra el orden del mundo respetable, pueden urdir un mundo que en realidad carece de amor y pasión» (38).
Por eso se pregunta nuestro crítico acerca de lo extraño que resulta que, con todo el afecto que Anderson expresa por sus personajes, nosotros mismos nunca podamos amar a aquellos sobre los que escribe: «Pero, por supuesto, no amamos a las personas por su esencia o su alma, sino por […] ciertas relaciones específicas con las cosas y con otras personas, y por una continuidad fiable de la existencia: las amamos por estar ahí» (41). Es, pues, el contexto social lo que da solidez a los personajes de ficción. La falta de contexto social tiene un significado político, ya que sugiere la falta de respeto del autor por la sociedad. El contexto social y el sentido trágico son los criterios de Trilling para adoptar una postura adecuada en literatura y política. Se engloban bajo el epígrafe de realismo moral: la capacidad de sostener contradicciones morales y de basar una postura moral y política en las realidades del dinero, el poder, la clase social y en los impulsos malvados y agresivos del ser humano. El realismo moral implica la capacidad de un autor para ver las contradicciones morales de sus personajes y, aun así, amarlos. Una vez más, es Henry James la piedra de toque. En su brillante ensayo sobre La princesa Casamassima, Trilling cita, como contraste al simple optimismo humanitario de América, la observación de James: «Pero tengo la imaginación del desastre –y veo la vida como feroz y siniestra», algo a lo que Trilling añade: «Hoy en día sabemos que esa imaginación es una de las claves de la verdad» (67). Lo sabemos si hemos leído a Trilling y nos hemos dejado convencer por él, porque su imaginación trágica lleva a rechazar la búsqueda de la pureza y las soluciones sencillas en la literatura y la política.
En Freud y la literatura, Trilling nos dice que el padre del psicoanálisis habla del arte con desprecio como una «gratificación sustitutiva [y] una ilusión en contraste con la realidad» (51), pero que sus contribuciones a la literatura superan cualquiera de sus errores. Freud hace que la poesía sea autóctona de la constitución de la mente, mostrando en una era científica cómo seguimos pensando en imágenes. Y recupera el viejo sentido trágico con sus teorías de la compulsión de repetición, o la necesidad de repetir experiencias dolorosas, y el instinto de muerte, o el deseo de morir. De este modo, Freud, al igual que James, contrarresta el simple optimismo humanitario del liberalismo recibido. Ambos nos convierten en liberales en un nuevo sentido: liberales que reconocen la inevitabilidad del sufrimiento humano y no lo consideran una aberración que podría abolirse mediante el cambio social. Trilling se mueve en algo que se asemeja a una dirección conservadora porque, a la manera de Arnold, está corrigiendo la postura liberal dominante. En un entorno que solo fuese conservador, sin duda se habría desplazado en la dirección opuesta. Trilling también sigue a Arnold en la práctica de las más finas discriminaciones de juicio. Incluso su amado Freud es objeto de duras críticas antes de ser elogiado. En la trama típica de sus ensayos, Trilling expone una visión positiva y luego dice todo lo que se puede decir en contra, antes de volver al avance de su posición original. El lector espera, con gran suspense, para ver cómo hará el camino de vuelta a la posición original, y finalmente queda deslumbrado por la cantidad de ideas, libros, hombres y acontecimientos que ha recorrido en el camino, quizá porque, como se lee en El yo antagónico, «es propio de la literatura y no de la sociología el comprender […] las relaciones de las clases sociales americanas»[5]TRILLING, Lionel. 1974. El yo antagónico. Madrid: Taurus, p. 93. Esa es, entre otras, la labor de Trilling.
En una época de hiperespecialización como la nuestra, Lionel Trilling, nuestro miembro ilustre de los New York Intellectuals, de esa dispar escuela cuyos miembros, «reunidos en la periferia, unidos por sus exclusiones y hablando entre ellos, discutieron sobre el radicalismo y la literatura, el papel de los intelectuales y la subversión del modernismo. Judíos en la América gentil, radicales en un mundo de capitalismo corporativo liberal, intelectuales en una sociedad antiintelectual: formaron una comunidad intelectual al margen y avanzaron juntos hacia el centro»[6]BLOOM, Alexander. 1986. Prodigal sons. The New York Intellectuals & their world. New York, Oxford: Oxford University press, p. 318, ofreció algunos de los ensayos más clarificadores y sintetizadores de su época, pues reunían, en un pequeño compás, temas tan dispares y direcciones tan contradictorias como variada era la propia comunidad en la que se movía. Solo Henry James se libra de la crítica negativa, quizá porque ya estaba asediado por los demás. El tema de La princesa Casamassima –el arte frente a la acción moral y política- es, por sí solo, el esencial de La imaginación liberal. Hyacinth Robinson, el encuadernador revolucionario que se ha comprometido a cometer un asesinato por su célula anarquista, sufre un cambio de opinión cuando va a Venecia y recibe todo el impacto del gran arte. Como una suerte de San Jacinto –que salvó, frente al ataque de los mongoles, no ya el ostensorio, sino también la estatua de la Virgen- el protagonista de James se da cuenta de que «su visión de la miseria humana se corresponde con una visión del mundo elevada a la más rica y noble expresión. […] Los monumentos del arte y el saber y el gusto se han levantado sobre el poder coercitivo. Sin embargo, nunca antes había tenido una visión completa de lo que el espíritu humano puede lograr para hacer el mundo menos impracticable y la vida más tolerable. Descubre que está dispuesto a luchar por el arte –y por lo que el arte sugiere de gloriosa vida- contra la baja e incluso hostil estimación que sus amigos revolucionarios han hecho de él, y esto implica, por supuesto, cierta reconciliación con el poder coercitivo establecido» (87).
Hyacinth Robinson también se da cuenta de que el principio del igualitarismo democrático no puede importarse al ámbito del arte, que no se puede cortar un Tintoretto en pedazos y distribuirlo entre el pueblo. «Hyacinth reconoce», dice Trilling haciendo uno de sus comentarios favoritos, «que la civilización tiene un precio, y es muy alto» (88). Al final, Hyacinth, incapaz de ceder su lealtad ni a su obligación revolucionaria de asesinar ni a su obligación con el arte y la civilización, se da muerte. Para Trilling, sin embargo, no existe aquí dilema. Siempre está del lado del arte, incluso en contra de Freud. Cuando señala que es el artístico Hyacinth y no el político Muniment quien ha sido elegido para llevar a cabo el asesinato, está sugiriendo que es el artista quien más se acerca a la realidad, incluida la realidad política. También sugiere, al hablar del cambio de opinión de Hyacinth en Venecia, que no se puede tener una posición política adecuada hasta que no se haya contrastado la política con las complejidades del arte. La cuestión que Trilling no plantea es si tanta complejidad y fina discriminación hacen posible la acción política. La inmolación de Hyacinth implica que el arte y la política solo pueden combinarse fructíferamente en el terreno de la especulación.
En Arte y neurosis, Trilling vuelve a posicionarse del lado del arte. Discute la idea popular, derivada de Freud y avanzada con pericia, por Edmund Wilson, en La herida y el arco[7]Vid., WILSON, Edmund. 1965. The wound and the bow. New York: University Press, de que la neurosis del artista es responsable de su arte. «Cualquiera podría estar herido como lo estuvo Henry James», argumenta, «y sin embargo no tener su poder literario» (171). O más adelante: «Lo que seguramente no es neurótico, lo que de hecho no sugiere otra cosa que salud, es el poder del artista de utilizar su neurosis. Le da forma a sus fantasías, forma y referencia social» (172). Esto es importante en la línea de crítica de Trilling, algo que concluye con otro de sus típicas frases concisas: «Su esencia es irreductible. El arte es, como decimos, un don» (177). Una vez más, Trilling se enfrenta a gente de su propio bando –en este caso, los freudianos- para moverlos en una dirección conservadora. Hace gala de lo que Arnold llamaba imparcialidad o desinterés, el libre juego de la mente y el espíritu crítico[8]ARNOLD, Matthew. 1949. «The function of criticism at the present time», en TRILLING, Lionel (Ed.). The essential Matthew Arnold. London: Chatto & Windus, pp. 234-267. El de Trilling es incluso más relativista, porque es más histórico, que el de Arnold. Pero los mejores pasajes de Trilling, los que hacen aflorar todos los recursos de su estilo, combinan literatura e historia, situando el cambiante fenómeno literario en su no menos cambiante contexto histórico.
Consideremos, por ejemplo, este pasaje de La princesa Casamassima en el que Trilling encuadra la novela de James en la clase de novelas del siglo XIX sobre el joven de provincias que hace el bien en la ciudad: «Desde los últimos años del siglo XVIII hasta los primeros del XX, la estructura social de Occidente estaba peculiarmente preparada -podría decirse que diseñada- para cambios de fortuna que eran mágicos y románticos. El ethos de la clase alta era lo suficientemente fuerte como para hacer notable que un joven cruzara las fronteras, pero lo suficientemente débil como para permitir el cruce en casos excepcionales. Un muchacho ginebrino, vago y lacayo, se convierte en la admiración de la aristocracia francesa y Europa le permite manipular sus suposiciones en todos los ámbitos de la vida: Jean Jacques Rousseau es el padre de todos los Jóvenes de las Provincias, incluido el de Córcega» (70). O consideremos este pasaje de Las maneras, los hábitos y la novela, uno de los mejores ensayos, pienso, de un libro lleno de mejores ensayos. El pasaje nos lleva a la definición de Trilling de los modales como «el zumbido y la insinuación de una inferencia […] Es la parte de una cultura que se compone de expresiones de valor a medio pronunciar o sin pronunciar o indecibles» (201). Merece la pena consignar otra parte de ese colosal ensayo: «Cuando leemos los grandes monumentos formulados del pasado, nos damos cuenta de que los leemos sin el acompañamiento de algo que siempre acompaña a los monumentos formulados del presente. Se acalla la voz de la intención y la actividad multifacéticas, todo el zumbido de la implicación que siempre nos rodea en el presente, que nos llega de lo que nunca se enuncia del todo, que llega en el tono de los saludos y en el tono de las peleas, en la jerga y el humor y las canciones populares, en la forma de jugar de los niños, en el gesto que hace el camarero al dejar el plato, en la naturaleza de la propia comida que preferimos. Parte del encanto del pasado consiste en la tranquilidad: el gran zumbido distractor de las insinuaciones ha cesado y sólo nos queda lo que se ha expresado de forma completa y precisa. Y parte de la melancolía del pasado proviene de nuestro conocimiento de que el enorme zumbido no registrado de la implicación estuvo una vez ahí y no dejó rastro; sentimos que por ser evanescente es especialmente humano. Sentimos también que la verdad de los grandes monumentos conservados del pasado no aparece plenamente sin ella. A partir de cartas y diarios, de los rincones remotos e inconscientes de las propias grandes obras, intentamos adivinar cuál era el sonido de la implicación multifacética y qué significaba» (200-201).
Esto se opone al tipo de crítica representada por Frye, que trata la literatura como un sistema autónomo que elabora en ciclos no históricos su propia lógica interna. Las maneras, los hábitos y la novela ejemplifica el realismo moral que Trilling exige en política y literatura, y que encuentra su mejor expresión en la novela costumbrista, que extrae sus conclusiones morales de un escrutinio minucioso del dinero y la clase social. «La novela nace», observa con agudeza, «con la aparición del dinero como elemento social», lo que equivale a decir que «nace en respuesta al esnobismo», al «orgullo de estatus sin orgullo de función» (203). Incluso en el más espiritual de los novelistas, Dostoievski, toda situación, «por espiritual que sea, comienza con un punto de orgullo social y un cierto número de rublos. Los grandes novelistas sabían que los modales indican las intenciones más grandes del alma de los hombres, así como las más pequeñas. […] La novela es, entonces, una búsqueda de la realidad, el campo de su investigación es siempre el mundo social, el material de su análisis son siempre los modales como indicación de la dirección del alma humana» (206). Hemos cerrado el círculo desde Dreiser y Anderson, desde la noción igualitaria americana de que el alma es demasiado grandiosa para hablar de ella en términos sociales y que los modales son triviales: «Parece que los americanos tienen una especie de resistencia a mirar de cerca a la sociedad. Parecen creer que tocar con precisión la cuestión de las clases, tomar buena nota del esnobismo, es de alguna manera rebajarse a sí mismos» (207).
Una vez descrita la novela costumbrista, Trilling, de forma característica, invierte la dirección y anuncia su llamativa ausencia en Estados Unidos: «Henry James era el único que sabía que para escalar las alturas morales y estéticas de la novela había que utilizar la escalera de la observación social» (206). Trilling cita el famoso pasaje de James sobre la insuficiencia de las diferencias históricas y de clase en América para el despliegue de una variedad de modales. El resultado es que en nuestra ficción sustituimos cada vez más los modales por la abstracción y la ideología. «En la medida en que hablamos en alabanza del individuo, nos las hemos ingeniado para que nuestra literatura no contenga individuos» (209-210), porque los individuos, añadiría yo, se definen por los vínculos locales con el lugar, la familia y la clase que producen las distinciones de los modales. Trilling llega a la conclusión política de que la tendencia a la abstracción en nuestra ficción es paralela a una tendencia en nuestra sociedad que ha sido producida por el liberalismo, pero que amenaza al liberalismo y a la libertad del individuo. De las direcciones sociales hacia delante o hacia atrás, «todos nosotros sabemos», dice al final, «cuál queremos» (214). Con ese nosotros característico, Trilling se sitúa entre los liberales avanzados que son el blanco de su crítica: «Pero no basta con quererlo, ni siquiera con trabajar por ello: debemos quererlo y trabajar por ello con inteligencia. Lo que significa que debemos ser conscientes de los peligros que encierran nuestros deseos más generosos. Alguna paradoja de nuestra naturaleza nos lleva, una vez que hemos convertido a nuestros semejantes en objeto de nuestro interés ilustrado, a convertirlos en objeto de nuestra compasión, luego de nuestra sabiduría y, por último, de nuestra coerción» (214). Nuestro crítico resume aquí la idea política de todo el libro y demuestra cómo los liberales, cuando carecen de realismo moral y se entregan a abstracciones engreídas, pueden convertirse en estalinistas.
Los otros ensayos principales, El sentido del pasado, El arte y la fortuna y El significado de una idea literaria, defienden, como los anteriores, la importancia de la historia, la observación social y las ideas. En El arte y la fortuna, Trilling se pregunta si la novela está muerta ahora que las diferencias de clase de las que trata están desapareciendo, si es que alguna vez existieron en América. Predice que los grupos ideológicos pueden sustituir en el futuro a las clases sociales como fuente de diferencias en los modales. Su predicción, sin embargo, no se ha hecho realidad; además, contradice la implicación de Las maneras, los hábitos y la novela de que las ideologías son demasiado abstractas para producir las distinciones de modales que podrían delinear a los individuos genuinos. Las diferencias de modales en su propia novela, A mitad del camino (1947), surgen principalmente de las diferencias de clase, aunque las afectaciones bohemias de Emily Caldwell la marcan como perteneciente ideológicamente a los hedonistas años veinte, mientras que los otros personajes de clase media pertenecen ideológicamente a los izquierdistas años treinta. Así, leemos: «Creer es difícil y complicado. Tú lo crees, pero no quieres creerlo. […] No es que me haya considerado nunca un comunista, ni siquiera un compañero de viaje. Todo el mundo lo sabe. Pero aun así, ya sabes cómo se siente uno. Tengo que hablar contigo de esto. Nunca nada ha necesitado más reflexión. […] Hay algunas cosas, […] algunas ideas que no podemos abandonar. Tendremos que seleccionar con mucho cuidado»[9]TRILLING, Lionel. 1975. The middle of the journey. New York: Scribner & Sons, p. 231. Sus diferencias ideológicas no se reflejan en diferencias de modales.
La aprobación literaria y política de la novela costumbrista por parte de Trilling explica el creciente aprecio por Jane Austen que expresó en volúmenes posteriores. En su último año en Columbia impartió un curso dedicado enteramente a ella y su última obra publicada es un ensayo inacabado sobre la misma Austen, que apareció póstumamente en el suplemento literario del Times, en marzo de 1976. El pasaje que acabo de citar, que pertenece al final de Las maneras, los hábitos y la novela, compendia, a su manera, ese corpus de pensamiento, complejo y diverso, de que hacía gala Trilling. Aquel moralista, como le llama Nathan Scott, «sostuvo con elocuencia, en su obra, después de todos los costosos desórdenes de la primera mitad del siglo XX, que la gran esperanza secreta de la inteligencia liberal era, a menudo, la esperanza de que la vida del hombre en la política, es decir, en la historia, llegase a su fin. Y sugería que el creciente distanciamiento de la historia merecía ser considerado un signo de desesperación»[10]SCOTT, Nathan A. 1973. Three American moralists: Mailer, Bellow, Trilling. Notre Dame, London: University of Notre Dame Press, p. 6. Aquel que hablaba de la voluntad y de cómo se consideraba una persona del siglo XIX porque seguía creyendo en la eficacia de la voluntad en una época en la que pocos intelectuales lo hacían. Si había luchado contra el estalinismo, ¿por qué no luchar, también como crítico, contra cualquier sistema antitético a la voluntad y a las libertades individuales? La vinculación muestra la hermosa coherencia del pensamiento de Trilling y también en qué consiste su crítica: en que reprende al liberalismo para preservar sus principios liberales. El vínculo indica también el beneficio duradero de la crítica de Trilling. Porque en cada generación, y la nuestra no está, en absoluto, exenta, aparece algún sistema determinista que intenta negar la voluntad y la libertad individual; y mientras existan personas que busquen en la literatura un refugio contra ese ataque, –un poco à la San Jacinto, por qué no-, la crítica de Trilling estará ahí, como barbacana postrera de la libertas, para ayudarnos a extraer de la literatura la salvaguardia necesaria: quizá «el divorcio entre los ideales y la pasión e intereses», como él mismo escribiría más tarde[11]TRILLING, Lionel. 1982. Speaking of literature and society. Oxford, Melbourne: Oxford University Press, p. 90.
Si hubiésemos podido ser amigos, retomo el inicio, le habría insistido en que pienso que fue el creador de un lenguaje propio de la salida a la realidad, de un lenguaje propio, configurado como un himno, con ecos obvios de todos aquellos escritores que estudió y amó (desde Wordsworth, Austen, Dickens, Tolstói, James o Cather, hasta Freud, Wharton, Joyce, Bábel, Nabokov, Dos Passos u Orwell). Un lenguaje que proporciona la serenidad de haber alcanzado un punto exterior de plenitud, no teñida, sin embargo, de un optimismo persistente: «Debemos considerar significativo de nuestra circunstancia el hecho de que muchos de nosotros encontremos gratificante la idea de que la alienación ha de ser superada solo mediante la compleción de la alienación, y que la alienación completada no es una privación o deficiencia, sino una potencia. Tal vez precisamente porque el pensamiento se asiente con tanta facilidad, y lo haga sin lo que solía llamarse seriedad, podría parecer que ninguna expresión de desafección de la existencia social fue nunca tan desesperada como este afán por decir que la autenticidad del ser personal se logra a través de un aislamiento último y a través del poder que se presume que aporta. Las falsedades de una realidad social alienada se rechazan en favor de una movilidad psicopática ascendente hasta el punto de la divinidad, cada uno de nosotros devenido Cristo, pero sin ninguno de los inconvenientes de comprometerse a interceder, de ser un sacrificio, de razonar con rabinos, de hacer sermones, de tener discípulos, de ir a bodas y a funerales, de empezar algo y en cierto momento señalar que está terminado»[12]TRILLING, Lionel. 1972. Sincerity and authenticity. Cambridge, Massachusetts: Harvard University Press, pp. 171-172.
En fin, todo es cuestión de tiempo. Incluso, si yo lo hubiese tenido, habría sido, como creo haber dicho antes, amigo de Trilling. Al fin y al cabo, yo tampoco, cuando escribo, hago alarde de un solo método crítico. No sabría cómo y sospecho que, de intentarlo, sería una forma de colocarme un cendal sobre los ojos, quizá no opaco, pero tampoco transparente. No podría ver bien y pienso que ver [voir] se parece mucho, por lo menos en francés, a tener voz [voix]. Ahí está el placer ansioso de nuestro malestar cultural. Por leer lo que leemos y cómo lo leemos, no nos queda más remedio que reflexionar sobre el misterio de la personalidad humana de los autores. Hoy tengo que hacerlo sobre Trilling y ya no puedo decir mucho más. Quizá he dicho demasiado y no olvidemos que él no puede recibir estas palabras. De todas formas, en lo que respecta a Lionel Trilling, es su pensamiento el que se quedó conmigo después de haberlo leído. O mejor dicho, ahora que solo estoy empezando, en un mundo que se desmorona por sus propios yerros, a leerlo otra vez.
Título: La imaginación liberal |
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Referencias
↑1 | TRILLING, Lionel. 1965. Beyond culture. New York: Viking Press, p. 71 |
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↑2 | TRILLING, Lionel. 1953. The liberal imagination. New York: Doubleday Anchor Books, p. 44 (en adelante, todas las referencias serán a esta edición e irán consignadas entre paréntesis) |
↑3 | AUDEN, W.H. 1966. Collected poetry. New York: Random House, p. 50 |
↑4 | PÉREZ GÁLLEGO, Cándido. 1988. Historia de la literatura norteamericana. Madrid: Taurus, p. 464 |
↑5 | TRILLING, Lionel. 1974. El yo antagónico. Madrid: Taurus, p. 93 |
↑6 | BLOOM, Alexander. 1986. Prodigal sons. The New York Intellectuals & their world. New York, Oxford: Oxford University press, p. 318 |
↑7 | Vid., WILSON, Edmund. 1965. The wound and the bow. New York: University Press |
↑8 | ARNOLD, Matthew. 1949. «The function of criticism at the present time», en TRILLING, Lionel (Ed.). The essential Matthew Arnold. London: Chatto & Windus, pp. 234-267 |
↑9 | TRILLING, Lionel. 1975. The middle of the journey. New York: Scribner & Sons, p. 231 |
↑10 | SCOTT, Nathan A. 1973. Three American moralists: Mailer, Bellow, Trilling. Notre Dame, London: University of Notre Dame Press, p. 6 |
↑11 | TRILLING, Lionel. 1982. Speaking of literature and society. Oxford, Melbourne: Oxford University Press, p. 90 |
↑12 | TRILLING, Lionel. 1972. Sincerity and authenticity. Cambridge, Massachusetts: Harvard University Press, pp. 171-172 |