Un día en el interminable mar blanco de sal, un plácido sueño para reparar fuerzas para lo que aún me queda: otros dos días más de intensos paisajes, de imágenes que se te quedan grabadas en la retina y clavadas en el corazón para acompañarte siempre. Sud Lípez, allá vamos.
Creo que nunca olvidaré el momento en el que llegamos a la primera laguna, la laguna Cañapa, dibujada entre los cerros con sus maravillosos flamencos rosas descansando al otro lado. Creo que no olvidaré tampoco como agarré la cámara y con decisión decidí ir a acercarme a ellos, poquito a poquito, sigilosamente. Como se hundió tímidamente mi pie en el lodo y cómo acabó finalmente cubierto de barro hasta los tobillos, dejándome el resto del día con los zapatos mojados tratando de sacarlos por la ventanilla para que se secaran . Y recuerdo lo poco que me importó y la emoción de ese momento, tratando de avanzar entre el fangoso lodo con la cámara en la mano sonriendo de mejilla a mejilla y disparando sin parar consiguiendo estas hermosas fotos.
Después de la laguna Cañapa, de perder en el lodo mi gorro y embarrarme hasta los tobillos, la laguna Hedionda. No hace falta que os preguntéis por qué le llaman así. Flamencos de cerca (sin necesidad de meterse en el lodo). También unas vicuñas, animales hermosos, que habían venido en grupo a beber y que se alejan juntas montaña abajo.
Pero aún queda más. Otras dos lagunas y finalmente la perla del día: la laguna Colorada, ahí, frente a mis ojos, gigante, con todos los colores en sus aguas, desde rojo intenso hasta blanco, pasando por amarillo, ocre, verde y naranja. Las montañas a su alrededor, los miles de flamencos en sus orillas, sobrevolando el agua a cada tanto, tres especies distintas, conviviendo en el mismo espacio. Los ojos se marean, tratan de abarcarlo todo, en conjunto y en detalle, en todos eso miles de detalles que forman ese puzzle que parece irreal, un lugar de cuento, un cuadro que pintar. Y el viento pegandote fuerte en el rostro, zumbando en tus oídos, las manos frías. Estás ahí y es maravilloso.
Como remate del día unas frías pero fascinantes estrellas. Finalmente el sueño, que no dura mucho. Un error en el despertador, nos quita a todos el sueño y nos hace esperar en la cama hasta dar finalmente las 4, hora de salir de las abrigadas mantas hacia el insoportable frío y ponernos por fin en marcha. Con el cuerpo encogido subimos al jeep, los dedos de los pies duelen de frío, las manos pierden movilidad. Estamos practicamente a 5000 metros de altura en la fría noche del altiplano en Bolivia. Más vale que los geisers que vamos a ver merezcan la pena, porque este maldito frío es como un cuchillo que nos deja a todos sin habla concentrados en nosotros mismos.
Y llegamos a los geisers después de un camino prácticamente a oscuras. Y están ahí con sus gases y su olor a sulfato que se te mete por los orificios nasales como un mosquito incomodo que no quiere salir.
Una visita rápida, de vuelta al jeep. Parada a desayunar, una laguna más, la laguna Verde que hoy no está verde por este máldito viento pero es hermosa igual. Y finalmente lo mejor del día, un baño en las aguas termales. Un poco de calor, la sonrisa de nuevo en la boca y el habla en todo su apogeo. Estamos todos contentos y listos para lo que venga de nuevo.
Y lo que viene es la vuelta al Jeep y el camino de regreso hasta Uyuni, con aún un par de paradas más. Todos vamos un poco en silencio, estamos cansados pero estamos contentos. Sacamos la cámara aún un par de veces más, capturando los paisajes, capturando el momento.
Falta aún el cementerio de trenes, donde nos columpiamos por un rato, saltamos de vagón en vagón y exploramos. Unas últimas fotos de grupo, para cuando la memoria ya no recuerde los rostros, los nombres o el color. Una prueba de este momento, una prueba de esta coincidencia, de esta experiencia y de este compartir, de la complicidad que hemos podido compartir en estos terrenos dibujados a todo color y con total imaginación. Hasta nunca o hasta la próxima; «así es la vida».