El sonido de su voz me deja un sabor amargo en el paladar. Y no en sentido figurado; dicen los médicos que la causa es un desorden neuronal. Las voces de tono grave, las percibo saladas y las agudas en exceso me resultan ácidas. Pensé que la suya, equilibrada, con tonos de almendra y café, sería fácil de soportar. No contaba con esa persistencia cansina que ha acabado por convertirla en algo desagradable. La dejo sollozar indiferente, sorprendido por lo dulce que suena. Casi resulta empalagosa cuando se combina con el crujido de la viga de la que cuelga. Su último suspiro obra en mí un inesperado efecto terapéutico. Debo de estar curado porque no le encuentro sabor. Lo escucho con mis ojos.