Caen finas gotas de agua, monótonas. La lluvia, tan esperada y tan exasperante, ha llegado. Los paraguas relucen brillantes sobre las cabezas de cabellos pujados. Una mujer con sombrero negro, botas de agua, chubasquero amarillo y carrito morado le recuerda a una película noruega que ha visto el día anterior. En la parada, dos personas esperan sentadas en el banco, bajo la marquesina, a resguardo, la llegada del autobús. Se une en la espera, de pie, bajo el techado. Saca la tarjeta de bus del bolso, lo cierra y se lo cuelga a la espalda, con la dificultad de mantener entre las manos el paraguas que chorrea.
En diagonal a ella y sentado en el banco, su mirada se encuentra con un hombre con ralos pelos blancos que apenas le cubren la cabeza, peinados hacia atrás. Mira hacia abajo con un bastón tieso perpendicular al suelo sostenido por la mano derecha. La fuerza de sujeción del bastón contrasta con la mirada de derrota. A su lado, una joven muy rubia de pelo liso, vestida con ropa y zapatillas deportivas, toda de negro y un gorro de lana gris en la cabeza, escribe en una pequeña libreta. Sus ojos azul transparente engarzados a las páginas de la libreta en la que garabatea letras negras como hormigas con ávida rapidez. Con muda concentración. Escribe sentada con una pierna cruzada sobre la otra y la libreta apoyada sobre ellas, con todo su cuerpo entregado a la tarea de traducir lo que bulle en su cabeza y se traslada al papel. Llega a la marquesina una señora de pelo blanco corto y paso lento, arrastrado. La joven rubia sale por un momento de su trance y le cede el asiento a la señora de pelo corto blanco. De pie, junto a ella, ajena a todo y absorta en su tarea, vuelve a garabatear sin descanso llenando de vida las níveas páginas en incómoda postura. Acierta a leer algo en inglés. La mira, de soslayo, disimulando que la mira. Se imagina que es nueva en la ciudad. Que ha venido a estudiar. A esta ciudad llena de estudiantes y acontecimientos, de bellos paisajes y anécdotas singulares, a la que ella también llegó por primera vez hace ya muchos años. Y entiende que esa libreta está henchida de lo que están viviendo los ajos azul transparente.
Sin disimulo ahora, vuelve la cabeza para mirarla de frente. Busca ver su propio reflejo en la chica rubia de gorro gris. Pero no lo encuentra. Un agujero se abre en su pecho y entra un aire helador. Ya no dibuja sin descanso, con esa pasión, hormigas negras en páginas blancas, aunque lleva boli y libreta en su bolso. Hace tiempo que no siente esa urgencia. Tampoco le devuelve su imagen la piel tersa de la joven, a diferencia de su rostro, ya perpetrado por pequeñas arrugas alrededor de los ojos y de la comisura de los labios. O ese pelo despoblado de canas, en oposición al suyo, tan trufado de cabellos blancos cubiertos de tinte. Desvía la mirada al lado contrario hasta que llega su autobús y no ve más a la chica rubia de ojos azul transparente, que se queda esperando otro número bajo la marquesina.
A la tarde sale el sol y vuelve andando del trabajo, cambia el ánimo. Olvida la espera del bus por la mañana, refugiada de la lluvia bajo la marquesina. A la noche, sola en su cama, recuerda de nuevo a la chica rubia de la mañana y su escritura apasionada. Esta vez sí se reconoce reflejada en ella. No hoy. Hoy no. Pero sí ayer. Y quizá mañana. ¿Es posible aún que mañana sí? ¿O ya no?
¿Ya no será?
¿Ya no?