Discute con su mano izquierda sobre diplomacia y con su mano derecha sobre la apretada agenda del día. Se ha levantado a contrapié. El espejo no le da los buenos días con una sonrisa, sino que le regala un ceño tormentoso, un herpes labial y un enfado recién pintado en la mirada. Abre el grifo de la ducha y el agua, quizá asustada, decide no salir por los agujeritos. El alicatado se estremece con el eco de su maldición: un azulejo está a punto de caerse, pero, por miedo a hacerse añicos de una patada, se aferra a la pared con toda la fuerza del cemento que le queda. Con el portazo de salida, toda la casa suspira de alivio.
Esquiva un pastelito canino en la acera mordiéndose la lengua, llega por los pelos al autobús sin tener que correr demasiado, logra un asiento. Trata de contar hasta cien, de respirar profundo y de dejar la mente en blanco. Nota que el ceño se desdibuja y el mal humor se le ablanda. El herpes durará unos días.
Cierra los ojos sólo un segundo. O eso cree él.
Cuando los abre de nuevo se descoloca: no está en el autobús, ni en la oficina, ni en su casa. No sabe qué día es ni por qué una niña desconocida le mira fijamente con adoración. Su mano izquierda sujeta una pelota y su mano derecha acaricia a un perro expectante. Se levanta de un salto y un charco le revela que su rostro luce una radiante sonrisa, felicidad y los labios intactos. El sol derrama luz en una ducha cálida sobre su cuerpo y la hierba brillante, arrullada por la brisa, susurra una bienvenida.
Incrédulo, parpadea.
Y entonces aparecen las rejas y la oscuridad de una celda, el olor a humanidad, su mano izquierda crispada y la derecha aferrando un cuenco vacío. No hay espejo, ni charcos, pero siente la barba rozándole el pecho, la piel sucia y acartonada y la boca seca. Un hombre desgastado y aterrador le observa con desprecio desde el camastro gris que ocupa la pared de enfrente.
Esta vez se tapa los ojos desesperado.
Su mano izquierda remolonea sin atreverse a destaparlos. Su mano derecha, sobre el corazón, parece querer sujetar los latidos desenfrenados. Tantea con el pie la realidad que pisa en ese instante. Trata de relajarse. Cuando mira por fin, descubre que sólo existe un espacio vacío y flexible, como un útero de silicona que puede moldear a su antojo. Piensa en su casa y su trabajo, en esa niña y el perro del parque, en la celda húmeda. En la realidad y la relatividad. Y decide acurrucarse y hacerse pequeño para meditar, para escoger de nuevo, para planificar mejor, para dibujarse una sonrisa permanente que el mundo le devuelva cada mañana.
Trata de imaginar otra existencia.
Deja de discutir con su mano izquierda y confía en su diplomacia. No sobrecarga de tareas a su valiosa mano derecha. A ambas las enseña a acariciar y jugar. Saluda cada día como una página en blanco, con el rostro distendido y sonriente. Barre de su vida el estrés con sus virus y vicios asociados y entrega su curiosidad a cosas como niños, perros, hierba o sol.
Por fin ha abierto los ojos.