Esa es una manera de comenzarlo todo. O qué quiere Péguy, a secas. Y supongo que, en el fondo, la respuesta sería ajustarse a una voz, nacida del modo más espontáneo de la inquietud espiritual de un joven, que se encuentra, al fin, en la obra del hombre maduro. Que se entrega, por eso y primero que nada, a los vínculos con otras voces y renace con la conversión católica del poeta, poco antes de morir. Una oración de este plus que vif, rogativa de intercesión, que es la oración católica por excelencia. La poesía existe cuando la forma revela el sentido, cuando es imposible separar forma y contenido. La prosa de Péguy, que puede leerse en voz baja, tascando vocablos, es incluso, diría, la matriz de su poesía, y no al revés, pues, por ella, se nos permite escuchar un pensamiento en ciernes. El sentido del texto y su movimiento se vuelven inseparables. Porque la voz de Péguy es una voz dada. Y dada por un hombre. Por aquel que besa a Charlotte, su mujer, antes de partir al frente y que se reunirá con el Altísimo durante la fatídica batalla del Marne. El hombre que es hijo y puede ser hermano y aún padre. No es la escritura, no es solo un estilo, ni siquiera un personaje que conocemos cuando «Madame Gervaise entra»[1]PÉGUY, Charles. 2008. Los Tres Misterios. Madrid: Encuentro, p. 229 (en adelante, todas las referencias serán a esta edición e irán consignadas entre paréntesis). Es alguien que, desde el principio, se anuncia. Sabemos que va a aparecer. Jeanne está ahí. Juana, la campesina de Domrémy-la-Pucelle. Al final del Misterio anterior, el de la Caridad de Juana de Arco, leíamos: «Madame Gervaise había salido. Pero vuelve a entrar antes de que haya habido tiempo de bajar el telón» (223).
Esa niña todavía tiene cosas que decir y luego, más adelante, se dirigirá, a menudo explícitamente, en este segundo Misterio, a su hijo, con toda la dulzura y firmeza de una madre. Con el amor incondicional que quizás sólo las madres han conocido en esta vida terrena por sus hijos, a semejanza del Padre por sus criaturas. Madame Gervaise es la voz elegida y será la autora real. Madre de todos los hijos, ya que ninguno tiene. Una vocación, dedicada a esa maternidad virginal de los que se resuelven a dejar atrás el mundo, como si fuera el mejor de los mundos posibles, para abrazarlo. Decir Péguy es hacerlo sobre una experiencia de amor. Una experiencia de confianza. Se trata de bajar los brazos, de renunciar. Porque si uno intenta añadir algo más al texto, lo pierde. La voz de Péguy es la de un acontecimiento que, al revelarse como trascendente, nos deja percibir la acción de Dios, y por eso acaba siendo palabra escrita. Una voz que, como afirmará Ricoeur, «incita al lector, al oyente, a comprenderse a sí mismo ante el texto y a desenvolver, en imaginación y en simpatía, el sí mismo capaz de habitar ese mundo desplegando en él sus posibles más propios. En ese sentido, el lenguaje religioso es un lenguaje poético»[2]RICOEUR, Paul. 2008. Fe y filosofía. Problemas del lenguaje religioso. Buenos Aires: Prometeo, pp. 103-104. Si uno intenta arrastrar este texto, esta palabra, a alguna parte, se escapa, pero si todo lo que hace es leerlo, entonces es el texto el que nos arrastra, el texto el que sonríe. Bajo su enigmático título se esconde una oda magnífica a la Esperanza, la segunda de las virtudes teologales. Con gran audacia, pero también con profunda humildad, Péguy se hace portavoz de Dios –la palabra de Dios resuena en todo el Misterio[3]CHABANON, Albert. 1947. La poétique de Charles Péguy. Paris: Robert Laffont, p. 231-, de un Dios que contempla su creación con bondad y que se asombra ante el espíritu y la alegría de la esperanza, personificada en una niña rebelde. El estilo de Péguy es, por momentos, áspero y terrenal, pero también marítimo y lo mismo silvestre, donde las palabras forman olas, como el viento sobre el trigo. Canta al trabajo humano, pero también al descanso bajo el cielo estrellado. Canta a los rigores de la vida, pero también a su belleza. Canta a la enfermedad, al llanto… pero también a la infancia, a la risa, a la esperanza más pura. Pienso en el venerable Thomas Merton, sentado en la oscuridad, esperando, pues «la única respuesta es una fe perfecta, una esperanza exultante, transformada por un amor absolutamente espiritual a Cristo que es puro don suyo, pero que nosotros podemos disponernos a recibirlo con fortaleza, humildad, paciencia y, sobre todo, con simple fidelidad a su voluntad en todas las circunstancias de nuestra vida ordinaria»[4]MERTON, Thomas. 2006. Escritos esenciales. Santander: Sal Terrae, p. 211.
Así esperamos, así aguarda Péguy, con un estilo que no solo es depurado, sino también juvenil y descarado: se atreve con casi todo, sutilmente, sin caer en el envanecimiento ni en la ostentación estilística. Eso es lo que lo hace tan intemporal, y uno no puede olvidar que lo mejor del patrimonio literario de la Francia de los siglos XIX y XX se debe, en gran parte, a sus católicos. No se entendería la cultura sin Léon Bloy, Paul Bourget, Maurice Barrès, Francis Jammes, Paul Claudel, Max Jacob, François Mauriac, Georges Bernanos, Gabriel Marcel, Julien Green, Pierre Boutang, Michel de Saint Pierre y, más adelante, Christian Bobin o Sylvie Germain. Todo eso aun cuando sabemos que faltan aquí decenas de nombres. De todas formas, en lo que respecta a Péguy, su estilo, aunque lo situemos en medio de todas estas voces, no es solo un estilo. Su espiritualidad, encarnada en lo más profundo del género humano, hace de su obra una fuente vigorizante en la que sumergirse. Las raíces de Péguy están firmemente plantadas en la tierra. There are more things on earth and in heaven, Horatio. Su poesía vive y tiene un aliento extraordinario, jamás barroco o exagerado, como el de los románticos, sino uno que resuena a verdad, que nos reclama tomar la vida con calma, sin prisas. A lo mejor, como dice Finkielkraut (que ha colocado al poeta a la altura del pensamiento de un Nietzsche o un Heidegger), porque, en el caso de Péguy, si se escribe es «para despertar de todos los sueños, para descender del cielo a la tierra, de la inmortalidad a la finitud y la muerte, y del futuro radiante al aquí y ahora concretos»[5]FINKIELKRAUT, Alain. 1992. Le Mécontemporain. Péguy, lecteur du monde moderne. Paris: Gallimard, p. 130 (las cursivas son nuestras).
De hecho, la poesía de Péguy, el incontemporáneo, es tan hermosa que uno se olvida de que es prosa. Sus palabras, cuidadosamente elegidas y sin embargo tan naturales, son extraordinarias, «como si nos cogiesen de la mano. Así todo lo que hacemos, cuanto el mundo hace lo hace por la pequeña esperanza» (247). Supongo que, como muchos, yo mismo llegué a Péguy a través de la poesía, porque pienso que es a través de ella como se puede entrar de lleno en la literatura, hacerlo hasta el final. Las palabras, aptas y concisas, rara vez se desbordan ni se derraman; tiene cada una su lugar perfecto. Aquí no hay cháchara, ni frases inútiles. No importa lo que uno haya leído antes o si piensa, incluso, que nada puede destronarlo, pues pocas son las cosas, y no prevalecen, antes escritas, y tan hermosas, sobre la esperanza, comparadas con El misterio del pórtico de la segunda virtud: «Qué grande tiene que ser mi gracia y la fuerza de mi gracia para que esa pequeña esperanza, vacilante al soplo del pecado, temblorosa a todos los vientos, ansiosa al menor soplo, sea tan invariable, se mantenga tan fiel, tan recta, tan pura; e invencible, e inmortal, e inextinguible» (233). Este largo poema –o canto, prosa poética, oración inspirada, encantamiento, fulgor- al reunir verdad y belleza, congrega, también y por tanto, ética y estética. Péguy trata de alcanzar aquello a lo que la oración debería conducirnos: una puerta hacia lo Sagrado. Sus palabras, construidas en frases cortas, con flechas rectas y precisas, un vocabulario impregnado de humildad y múltiples repeticiones fascinantes, nos conmueven por su fervor y su sencillez. Destila un entusiasmo y una alegría infantiles; una cierta inocencia, muy alejada de cualquier imagen de martirio o dolorosa crucifixión. Para Péguy, el milagro de la fe es algo feliz, «milagro de milagros, lo imperecedero es salvado de perecer sólo por lo perecedero y lo eterno es mantenido, es alimentado eternamente por lo temporal» (287). De las tres virtudes teologales, la esperanza es, para Péguy, «la más difícil, quizá la única difícil, y sin duda la más agradable a Dios» (235). La esperanza, simbolizada por una niña, guía las otras dos virtudes: la fe y la caridad. Tiene todas las cualidades de la infancia: la fuerza del entusiasmo, una relación directa con lo absoluto y el deseo de crecer. Este texto, dirigido al alma infantil que un puñado de seres defienden y salvaguardan, recuerda el camino de la joven Teresa de Lisieux. Creer en la bondad de Dios, en sus múltiples gracias, incluso en medio de la desesperación. Porque todo comienza con la esperanza de una venida, con el existir de una Revelación. Leemos en Guardini: «Al decir que existe tal Revelación y nos afecta, se afirma algo fundamental para la existencia humana: que el mundo es así, que la Revelación es posible; que ésta tuvo lugar y ahora está en la historia como algo real. […] Además de realidad, tiene una esencia, significa algo, y este significado expresa algo, lo dice, lo comunica. Algo religioso, por cierto. Cuanto más lejos llega nuestra mirada retrospectiva a través de la historia, tanto más fuerte resulta esa conciencia. Parece que el hombre primitivo pudo orientarse en el mundo merced a esa conciencia […], algo que despertaba en él sentimientos de veneración, lo orientaba, lo dotaba de sentido; algo misterioso-divino, tomada esta palabra en todas sus acepciones. […] Las distintas vivencias de veneración y contentamiento, pero también de soledad, de inquietud ante la naturaleza, tal como se expresan, por ejemplo, en la poesía o en la música»[6]GUARDINI, Romano. 1997. La existencia del cristiano. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, p. 435.
No escasean las tribulaciones, más aún en hora difícil, como lo era la suya (y como en gran medida, a la vista de lo que acontece hoy en el mundo, es también la nuestra). De hecho, Péguy escribió sus tres misterios en medio de una cierta desesperación, como recuerda el teólogo belga Charles Moeller en su monumental Literatura del siglo XX y Cristianismo. Fue gracias a la filosofía de Bergson que Péguy pudo comprender la esencial caducidad de todo lo visible, de ahí lo ineluctable de su conversión al Dios encarnado, una vez entendido también que Dios se había encarnado en lo temporal para eternizarlo y que esa encarnación no era sólo la de Cristo en un momento del tiempo, sino «el advenimiento pascual, la venida que señorea todos los tiempos»[7]MOELLER, Charles. 1960. Literatura del siglo XX y Cristianismo IV. La Esperanza en Dios nuestro Padre. Madrid: Gredos, pp. 637-638. También un esclarecedor ensayo de André Robinet nos acerca a un Péguy que se renueva gracias a Bergson, aunque no podamos concordar con él cuando lo sitúa sólo del lado de la razón, diferenciándole así de Jaurès, al que ubica, igual que Pascal, del lado de la mística[8]ROBINET, André. 1968. Péguy entre Jaurès, Bergson et l’Église. Paris: Seghers, p. 121 . En todo caso, si algo significa el nombre Péguy es una esperanza y confianza puestas en un intento por restaurar, para el futuro, las dos místicas, la cristiana y la republicana. Que florezcan de nuevo, y al mismo tiempo, como parte del mismo movimiento fermentador. Por eso pienso que decir Péguy es no olvidar una escritura que es, a la vez, largo poema místico y espléndida declamación espiritual sobre una virtud a la que habremos de decirle capital. Quien lee a Péguy es, como pronuncia Mujica, «alguien en quien la espera se le abre alma en la carne»[9]MUJICA, Hugo. 2006. Poesía completa 1983-2004. Buenos Aires: Seix Barral, p. 433. Mujica, Péguy… ambos poetas, a los que separa más de un siglo, muestran que todo consiste en dejarse llevar, en conducirse. Los dos estilos son una escuela de entrega. Hay que dejarse llevar por el propio texto y por lo que puede producir en uno. Decir Péguy es como decir Mujica, esto es, ser conducidos hacia el lenguaje de los místicos. Todo ello se desprende de la exterioridad de sus poemas, que nos hablan de la espera y la Revelación, del silencio y la llama que oscila, sin jamás flaquear del todo. Vamos hacia el silencio originario, «ese gran silencio que había en el mundo antes del comienzo del reino del hombre. […] Ese gran silencio que habrá después del fin del reino del hombre» (357). La poética de Péguy remite a las huellas del lenguaje místico en su afinidad con el lenguaje poético. Algo que lo acerca también a Ernesto Cardenal y esa unión con la Trascendencia que representa en su hermosísimo tratado místico, Vida en el amor, tan cercano, a mi juicio, al muy noble San Juan de la Cruz, y donde el nicaragüense parece unirse a los misterios del propio Péguy. Lo apofático constituye, después de todo, el más vívido de los silencios: «La palabra de Dios (el Verbo) es una palabra que sólo se nos revela en el silencio»[10]CARDENAL, Ernesto. 1997. Vida en el amor. Madrid: Trotta, p. 26. Una lectio, la de Cardenal, que nos revela, en su incontemporaneidad à la Péguy, que «el fondo del alma es infinito y no se puede llenar con nada sino con Dios»[11]Ibíd., p. 44. Vida en el amor… digamos, entonces, si vamos a hablar de El misterio del pórtico de la segunda virtud que, como ha visto muy bien Octavio Paz, «el acto poético surge también del asombro y el poeta diviniza como el místico y ama como el amante»[12]PAZ, Octavio. 1972. El arco y la lira. México: Fondo de Cultura Económica, p. 141.
En este acto poético, el decir del poeta es un acto que no constituye, al menos originariamente, una interpretación, sino una revelación de nuestra propia condición. Puede, es verdad, que una primera lectura nos exija no detenernos demasiado, que no meditemos ni saboreemos tal o cual pasaje, sino que nos dejemos llevar por el texto. Hagámoslo así, conducidos por el aliento y la fuerza poética y mística de estas páginas. Tiempo habrá de volver a él, para meditar o examinar, para obtener de él algún otro provecho espiritual diferente. Péguy utiliza palabras sencillas para decir con claridad solo lo que quiere decir. Pero sus pocas y sencillas voces, que nos cobijan bajo el Pórtico, convierten su obra en un libro para no ignorar jamás a Dios. Difícil esperanza, porque es algo muy distinto del optimismo dichoso e irracional, que Bernanos ya ha aclarado que no nace de Dios, sino de una peligrosa ilusión. Péguy asegura que no dejamos de ser cristianos, que ni siquiera dejamos necesariamente de esperar, cuando nos falta la esperanza. Porque la esperanza es otra cosa –también- que la espera. Sus palabras son bien conocidas: describe la esperanza como esa «niñita de nada» (234) que camina entre sus dos hermanas mayores, la fe y la caridad. Y esa es, sin duda, la clave de bóveda. Los niños son los que nos hacen avanzar, los que nos obligan a hacerlo, los que todo lo perpetúan. Y la esperanza está ahí, en la seguridad que necesitamos para avanzar, para no estancarnos, y en la confianza en el mañana, en la perpetuación.
Un niño tiene esperanza porque espera en sus padres, confía en ellos. Y no tiene mejor opción porque sus padres son los que más y mejor pueden hacer por él, y nosotros debemos ser como ellos en nuestra relación con el Padre. Pero el hijo es también la esperanza de sus padres, que confían en él, en lo que lleva dentro, y que no pueden hacer otra cosa porque su existencia, que no depende enteramente de ellos, debe tener sentido. Así pues, en su legítima preocupación brota la muy necesaria esperanza. Sabemos que la esperanza es un encuentro. Cuando el poeta escribe que «Dios necesita de nosotros» (307), nos está diciendo que ha puesto su esperanza en nosotros. Somos libres como criaturas y, en particular, libres para depositar nuestra esperanza donde queramos. Sin embargo, es digno y correcto encomendarla a Dios, pero Dios no nos obliga a hacerlo. Por eso, si ponemos en Él nuestra esperanza, es en el ejercicio de nuestra libertad: «Dios se ha dignado esperar en nosotros. Esperar que nosotros» (297), y es precisamente esta situación incómoda, esta situación de servidumbre, la que reclama a cambio gratitud, la del que ama. La esperanza es el impulso de un hijo que sabe que puede confiar en su padre, y en su Padre que sabe que no le abandonará. Es, pues, un movimiento de Dios hacia nosotros, que nos corresponde devolverle, en libertad: un encuentro, una concurrencia necesaria, cuando nuestras voluntades humanas ya no bastan para satisfacer necesidades.
Y necesaria asimismo porque, tal como mantiene Von Balthasar, la esperanza cristiana se basa en el hecho ineludible que Dios quiere que todos los seres humanos se salven. De hecho, Von Balthasar, al considerar la obra de Péguy, señala que la incorporación del cristiano, mediante la oración, en esa rectitud final de la respuesta cristiana a la Palabra de Dios, acomodación final en la alianza de Dios con el mundo en Jesucristo, es tanto más eficaz cuanto que se esfuerza por modelar su vida como imitación e imagen conforme a la naturaleza y a los mandamientos de la Iglesia[13]BALTHASAR, Hans Urs Von. 1985. Gloria. Una estética teológica I: La percepción de la forma. Madrid: Encuentro, p. 320. Las intuiciones de Péguy, aunque no se trate de un teólogo dado a la compartimentación, se habían completado en un avance hacia «una teología plenaria de la esperanza […] Es lo que observamos en dos obras, que en realidad constituyen una sola, los Mystères de la esperanza y de los Santos Inocentes, conclusión y colofón de su teología y, por tanto, de su estética. Todo confluye en el principio Esperanza»[14]BALTHASAR, Hans Urs Von. 2000. Gloria. Una estética teológica III: Estilos laicales. Dante, Juan de la Cruz, Pascal, Hamann, Solov’ëv, Hopkins, Péguy. Madrid: Encuentro, p. 487.
Entonces, esta segunda virtud está en el lugar que le corresponde, allí donde sólo Dios sabe lo que es bueno hacer, y donde sólo Él puede actuar, a pesar de nuestros actos de caridad y de nuestra fe. «El que no duerme es infiel a la Esperanza. Y es la mayor infidelidad. Porque es la infidelidad a la mayor Fe» (347), porque sigue queriendo actuar en todas direcciones, y no quiere dejar que Dios haga su obra. Y, sin embargo, si existe una forma absoluta de amor a Dios es la de abandonarse a la esperanza en Él, para perfeccionar lo hecho; allí donde termina nuestro poder, del mismo modo que un niño no puede hacer gran cosa sin sus padres y pone en ellos su esperanza. Es esta esperanza la que toma el relevo cuando llegamos a nuestros límites, cuando ya no podemos hacer nada. Pero hace mucho más que ir más lejos que nosotros: va más lejos que cualquier otra cosa, porque es el momento en el que Dios entra en escena, el momento en que sólo Él es capaz y sólo Él es legítimo. Desde ese momento, esperamos que algo se dirija a nosotros. Tengo que jugar con la lengua de Péguy, estirarla un poco más. Je le dis ledit Dieu. Le digo el susodicho Dios. Veamos ahora, de nuevo, cómo escribe Ricoeur: «¿No es la espera de una interpelación lo que mueve esa preocupación por el objeto? Finalmente, lo que está implícito en esta espera es una confianza en el lenguaje; es la creencia de que el lenguaje que lleva los símbolos es menos hablado por los hombres que hablado a los hombres, que los hombres han nacido en el seno del lenguaje, en medio de la luz del Logos que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. […] Esta espera, esta confianza, esta creencia»[15]RICOEUR, Paul. 1990. Freud: una interpretación de la cultura. México: Siglo XXI, p. 30. Le digo el susodicho Dios. Otro juego: espero el mástil [J’espére l’espar] que lo sostenga todo. Y es así, en la esperanza, donde la caridad abunda de forma más perfecta: por la esperanza, la caridad es guiada hacia las periferias del rebaño, y aún más lejos, hacia la oveja perdida, aquella por la que nuestros corazones humanos ya no tienen la menor esperanza. La esperanza nos lleva adonde jamás soñaríamos ir por nuestra cuenta, porque no tenemos fuerzas.
Solo unas pocas palabras más, ahora, a cuenta de Péguy. Puede que nos extrañe, al abrir El pórtico del misterio de la segunda virtud, que sea Madame Gervaise la única que habla, y que, en contraposición a los misterios anteriores, ya no lo haga como personaje dramático determinado por su edad, su condición religiosa y su papel (ficticio) en la vocación de la futura Juana de Arco. Estos elementos han sido borrados. Solo queda su condición de hija mayor con respecto a Jeannette, a la que llama su niña. Péguy elige que Dios hable a través de la voz de una mujer, que siempre se expresa en femenino. Madame Gervaise tiene ahora un estatuto profético, un dice Dios que puntúa su discurso, que se expresa en un lenguaje a la vez coloquial y poético. Quien entra en escena en El Pórtico, y a quien se confía el discurso de Dios, ya no es una monja, no una misionera. Son muchas voces –ah, siempre las tan eliotianas many voices– las que necesitan de un solo cuerpo: María, la multitud, Jesús, Dios, el leñador. Muchas voces que han destituido a los personajes, como ocurría al final de El misterio de la caridad en Juana de Arco.
Voces que abren el camino a un misterio para la Modernidad, manteniendo en un segundo plano la dimensión religiosa y cristiana de la palabra: «Nada es tan sencillo como la palabra de Dios […] Tres o cuatro misterios» (292), pero dándole un lugar de honor y toda su resonancia como acontecimiento teatral, carnal relevo de lo espiritual, actualización de una Palabra que, de otro modo, caería descarnada: «Milagro de milagros, hija mía, misterio de misterios. / Porque Jesucristo se hizo nuestro hermano carnal / porque pronunció temporal y carnalmente las palabras eternas, / in monte, en la montaña, / se nos ha dado a nosotros débiles, / depende de nosotros, débiles y carnales, / el hacer vivir y alimentar y conservar vivas en el tiempo / esas palabras pronunciadas vivas en el tiempo» (283-284). Tiempo de la representación, carne del actor. El misterio, pues, es el de una encarnación del Verbo que pasa por el poema y la voz, por el cuerpo y las palabras, para realizarse y resonar en lo más profundo de nuestra humanidad a través del teatro: «Misterio de misterios, se nos ha otorgado ese privilegio, / ese privilegio increíble, exorbitante, / de conservar vivas las palabras de vida, / de alimentar con nuestra sangre, con nuestra carne, con nuestro corazón / esas palabras que sin nosotros caerían descarnadas» (284). La pregunta del inicio nos la hacemos ahora, una vez más, porque no puedo olvidar que si escribo qué quiere decir Péguy, o qué quiere Péguy, en el fondo es porque escribo para servir a aquello sobre lo que escribo. Ese es el primer eslabón entre el visitante y el maestro.
Esa locura jocosa, esa inclinación inexpugnable del Hombre a considerar que, pase lo que pase, mañana será mejor que hoy. ¿Resolver para qué? Jamás. Jamás, me digo siempre, aquí y fuera de estas líneas. En un camino largo, difícil y lleno de pruebas hacia la santidad del Hombre, este libro será, al menos, el estímulo que nos ayude a dar un paso adelante y admirar la belleza pura y simple de la existencia. Porque quien deja hablar a Dios, como lo hace Péguy, trasciende la humanidad y se entrega al tiempo todo. Tenemos ante nosotros una teología de la esperanza en un lenguaje no teológico, eligiendo en su lugar el lenguaje simbólico de la poesía, que arrincona cualquier esbozo de un posible jansenismo que solo se esfuerza en poner énfasis en la depravación humana, en su severidad y desesperanza. Péguy abre el camino a la verdadera alegría. Así que, si todavía me pregunto, como al principio, qué quiere decir Péguy, tendré quizá que responder que, tal vez, lo que quiere decir implica escuchar la voz que nos habla con el corazón de un niño, lleno de pureza. Porque la esperanza, en efecto, es la infancia: el leñador que trabaja en el bosque piensa en sus hijos, que un día le sustituirán, y así se conmueve ese hombre rudo: la visión sensible de los niños se transforma entonces en una evocación interior, el sueño, tan a menudo retomado por Péguy, de su propia infancia perdida y de la infancia del mundo. Tema que alcanzará más tarde su plenitud en Eva: «Y la sangre que sobre el Calvario / de una cuádruple llaga y de una herida en el costado / no era en la penumbra y la suave luz / más que la malla de amor de un niño blanco y rosado»[16]PÉGUY, Charles. 2004. Eva. Madrid: Encuentro, p. 285. Todos los niños son videntes, deben ser exploradores, y, por tanto, poetas. Nous sommes tous sur le front: si Péguy el poeta escribió este libro, como digo, en tiempos que venteaban a guerra, yo me digo ahora que fue previendo, este Péguy vidente, las tragedias terribles que se cernían[17]PÉGUY, Charles. 2014. El frente está en todas partes. Granada: Nuevo Inicio, igual que antes lo había hecho contra el dinero y los excesos del desarrollo del mundo moderno[18]PÉGUY, Charles. 1973. El dinero. Madrid: Narcea.
De todas formas, no importa que se arrostre, a cada tanto, el pesimismo, pues las palabras más bellas de Dios, alojadas en nuestros corazones, son las tres Parábolas de la Esperanza: la de la oveja perdida, la de la moneda encontrada y la del niño perdido. Y Péguy no cesa de exaltar la maravillosa grandeza de la criatura, a la que le es dada coronar o defraudar la espera divina. Así, Dios concede al hombre –mantengo que, en especial, al más pequeño- un puesto de honor. Bajo la transposición poética, es fácil reconocer en este poema los temas esenciales de la mística. Péguy les da una nota personal: su orgullo ingenuo se exalta al pensar que el hombre es capaz de hacer esperar a Dios y, por otra parte, se puede decir que esta obra marca la culminación del nacionalismo místico francés, que se remonta a los orígenes de la monarquía. Es de admirar la facilidad con la que Péguy da a los dogmas más complejos del cristianismo el giro más familiar sin alterarlos. Quizá porque, como apunta, con su habitual acierto, el profesor Javier del Prado en su introducción a Los Tres Misterios, en Péguy no existe la palabra de un farsante de salón ni se paga tributo a ninguna de las figuras que pudieran transformarlo todo en pretensión intelectual o juego popular, sino que asume, dice, «la Palabra de Dios, tal como es» (54). Péguy no filosofa ni moraliza, huye de las advertencias sin ofrecer recetas ligeras; sólo propone una terapia radical: la esperanza. Incluso en tiempos de guerra. Se dice que el muy católico general de Gaulle, entonces enfrentado a las tragedias de otra contienda, llamaba al Pórtico su poema favorito. Dado su tema, no es difícil entender por qué.
Como los profetas bíblicos, Péguy discierne la presencia de Dios en las experiencias humanas concretas. Para él, la esperanza brota de su lectura de la Creación, donde Dios habla, transformando la angustia en compasión, el fracaso en abandono creativo, la angustia en ternura. Péguy es el escriba de Dios, y el mensaje de Dios no es otro que la esperanza, justo lo que a Dios le parece realmente sorprendente. Que veamos todo lo que sucede hoy a nuestro alrededor y sigamos esperando que el mañana sea mejor. La fe y la caridad son relativamente fáciles y sencillas. La esperanza es mucho más difícil, porque la tentación de perderla se cierne constantemente sobre nosotros. La fe ve lo que es, en tiempo y eternidad; la esperanza ve lo que todavía no es y lo que será, en tiempo y eternidad. La caridad ama lo que es, en tiempo y eternidad; la esperanza ama lo que todavía no es y lo que será, en tiempo y en eternidad. Péguy presenta la esperanza como algo a la vez natural y sobrenatural, temporal y eterno, terrenal y espiritual, mortal e inmortal. Es una llama vacilante, diminuta, débil, pero no puede ser apagada, siquiera por el hálito sombrío de la muerte misma. Esa pequeña llama atravesará las tinieblas de lo eterno. Por eso pienso que la muerte de Péguy no fue más que la conclusión del acto arriesgadísimo que corrió nuestro poeta al condenarse para salvar a los otros.
Así lo cree también Graham Greene[19]GREENE, Graham. 1969. Collected essays. New York: Viking Press, p. 132, cuando lo compara con Léon Bloy. Un elogio que, por otra parte, hallará su máxima expresión al final de la extraordinaria Brighton Rock, donde, tras el suicidio de Pinkie, el asesino, Péguy será recordado por un anciano sacerdote de la siguiente manera: «Había una vez un hombre en Francia (tú nunca has oído hablar de él, muchacha), que tenía tus mismas ideas. Era bueno, caritativo y honrado, [y] decían que, a pesar de todo, era… en fin, un santo. Creo que murió en lo que llamamos pecado mortal… No estoy seguro… Fue en la guerra… Quizá. […] Tú no puedes concebir, chiquilla, ni yo, ni nadie, los misterios inconmesurables de la gracia de Dios»[20]GREENE, Graham. 1968. Brighton Rock. Harmondsworth: Penguin, pp. 248-249. Se impone ya la sacra conversazione y, aunque puede que algunos se preocupen porque, en nuestros días, tal vez ahora sí el final de una época, pareciera que el día de la esperanza está siendo devorado por la noche del fanatismo, la guerra y la sinrazón, que lo hace por todos lados, en su espacio, tiempo y aura, las palabras de Péguy en El Misterio de los Santos Inocentes no pueden dejar de escucharse: «Sólo por mi pequeña esperanza existirá la eternidad. / Y existirá la Beatitud. / Y existirá el Paraíso. Y el cielo y todo» (425). Le dejo al lector, entonces, la tarea de redescubrir este tesoro, tanto si necesita consuelo como si sólo, tan apenas, una perla rara y bella. En una época de crisis, materialismo exacerbado y pérdida de sentido como la que vivimos, en la que Dios es un recuerdo lejano para algunos, que se abandonan a todo tipo de espiritualidades dudosas, es urgente tomarse el tiempo de leer este canto de esperanza y escuchar lo que Péguy nos ofreció hace más de un siglo. Las canciones más esperanzadoras son las más bellas, y yo conozco algunas inmortales. Si, como ha apuntado Merton, «la noche mística no es noche simplemente, ausencia de luz. Es una noche santificada por la presencia de una luz invisible […] en la que nuestro fuego sacramental visible que arde en la noche es sólo un testigo»[21]MERTON, Thomas. 1998. El hombre nuevo. Buenos Aires: Lumen, p. 185, debemos, pues, entonar en este instante el fiat voluntas tua, que es como decir también, sin titubeos y pese a todo, fiat lux.
Título: El pórtico del misterio de la segunda virtud |
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Referencias
↑1 | PÉGUY, Charles. 2008. Los Tres Misterios. Madrid: Encuentro, p. 229 (en adelante, todas las referencias serán a esta edición e irán consignadas entre paréntesis) |
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↑2 | RICOEUR, Paul. 2008. Fe y filosofía. Problemas del lenguaje religioso. Buenos Aires: Prometeo, pp. 103-104 |
↑3 | CHABANON, Albert. 1947. La poétique de Charles Péguy. Paris: Robert Laffont, p. 231 |
↑4 | MERTON, Thomas. 2006. Escritos esenciales. Santander: Sal Terrae, p. 211 |
↑5 | FINKIELKRAUT, Alain. 1992. Le Mécontemporain. Péguy, lecteur du monde moderne. Paris: Gallimard, p. 130 (las cursivas son nuestras) |
↑6 | GUARDINI, Romano. 1997. La existencia del cristiano. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, p. 435 |
↑7 | MOELLER, Charles. 1960. Literatura del siglo XX y Cristianismo IV. La Esperanza en Dios nuestro Padre. Madrid: Gredos, pp. 637-638 |
↑8 | ROBINET, André. 1968. Péguy entre Jaurès, Bergson et l’Église. Paris: Seghers, p. 121 |
↑9 | MUJICA, Hugo. 2006. Poesía completa 1983-2004. Buenos Aires: Seix Barral, p. 433 |
↑10 | CARDENAL, Ernesto. 1997. Vida en el amor. Madrid: Trotta, p. 26 |
↑11 | Ibíd., p. 44 |
↑12 | PAZ, Octavio. 1972. El arco y la lira. México: Fondo de Cultura Económica, p. 141 |
↑13 | BALTHASAR, Hans Urs Von. 1985. Gloria. Una estética teológica I: La percepción de la forma. Madrid: Encuentro, p. 320 |
↑14 | BALTHASAR, Hans Urs Von. 2000. Gloria. Una estética teológica III: Estilos laicales. Dante, Juan de la Cruz, Pascal, Hamann, Solov’ëv, Hopkins, Péguy. Madrid: Encuentro, p. 487 |
↑15 | RICOEUR, Paul. 1990. Freud: una interpretación de la cultura. México: Siglo XXI, p. 30 |
↑16 | PÉGUY, Charles. 2004. Eva. Madrid: Encuentro, p. 285 |
↑17 | PÉGUY, Charles. 2014. El frente está en todas partes. Granada: Nuevo Inicio |
↑18 | PÉGUY, Charles. 1973. El dinero. Madrid: Narcea |
↑19 | GREENE, Graham. 1969. Collected essays. New York: Viking Press, p. 132 |
↑20 | GREENE, Graham. 1968. Brighton Rock. Harmondsworth: Penguin, pp. 248-249 |
↑21 | MERTON, Thomas. 1998. El hombre nuevo. Buenos Aires: Lumen, p. 185 |