AUBENQUE, Pierre: Problemas aristotélicos. Lenguaje, dialéctica y hermenéutica. Encuentro, Madrid, 2021.
Hay una especie de seriedad en el hecho de recorrer a quién debemos y por qué. Porque es asunto serio volver a andar por donde ya anduvimos, también porque la gratitud no es todo lo que queda del pensamiento, pero sí su condición necesaria. Y esto de tal manera que, según se estrecha la punta del tiempo delante de nosotros, más importa hacer la propia memoria. Si me acerco al bachillerato, como que la filosofía del Estagirita apenas si era una estación de descanso de acto y potencia, un relevo entre la desmesura lírica de Platón y la arquitectónica de Tomás. No voy a culpar a mi profesor por ello, sino al programa y a los tiempos. Tampoco mejoraría este aspecto con mi primer desembarco filosófico, aunque en este caso, y voy a ahorrarme nombres, algo de culpa sí que tenía un desalentador maestro. Para el curioso a menudo es fácil hallar fortuna, y esa fue la de leer hace ya muchos años un libro que, como El problema del ser en Aristóteles, de Pierre Aubenque[1]AUBENQUE, Pierre: El problema del ser en Aristóteles. Taurus, Madrid, 1974., traducido por Vidal Peña, otro de los nombres imprescindibles de mi formación, libraba la intriga de la filosofía de la engañosa rutina con la que se me había hurtado. Ocurrió, seguro, en el instante oportuno, cuando también me sentía más concernido por el análisis lingüístico, acaso porque la fortaleza filológica de Aubenque crece mejor bajo una solicitación contemporánea.
En el libro que ahora comentamos, Problemas aristotélicos, y que como nos anuncia Diego Ruiz de Assín, es una colección de siete estudios, que va desde 1960 a 1991, creo que el lector podría hallar satisfacciones muy parecidas a las que yo hallé en la que, sin ninguna duda, es su obra mayor. El primer capítulo nos pone ante la cuestión del lenguaje, un poco como respuesta a la enormidad con la que Brunschvicg la emprende contra el filósofo, a quien acusa de un racionalismo sustancialista psicológicamente infantil. He aquí la respuesta de Aubenque: «La exageración misma de este juicio lo hace hoy sospechoso. Estamos menos dispuestos de lo que se estaba en la época de Brunschvicg a reprochar a una filosofía su interés por el lenguaje. Pero sobre todo este juicio negativo presupone que Aristóteles haya quedado prisionero del lenguaje, en particular de la lengua griega. En realidad, Aristóteles no se contenta con hablar la lengua de sus antepasados, habla sobre ella. (…) Al convertirse en tema para la investigación, el lenguaje deja de ser simple horizonte del pensamiento y de la experiencia. Pierde su carácter constituyente para devenir objeto constituido. Deja de ser elemento del pensamiento para devenir el instrumento -en griego, órganon- del pensamiento, instrumento que se encuentra en cuanto tal «desacralizado» y deviene manipulable a voluntad para todas las necesidades que el hombre le asigne. Nos gustaría esbozar aquí algunas etapas de esta desacralización y de esta tecnificación del lenguaje que se realiza con Aristóteles, esta mutación que en cierto modo hace pasar el lenguaje del estado teológico al estado positivo, si bien remite al mismo tiempo a otro estudio el examen de las imposibilidades que se oponen a la completa realización de tal proyecto, imposibilidades cuya descripción minuciosa constituye buena parte de la metafísica aristotélica.»[2]AUBENQUE, Pierre: Problemas aristotélicos. Lenguaje, dialéctica y hermenéutica. Encuentro, Madrid, 2021, pp. 41-42. [En adelante citado con en el número de página entre paréntesis]. Desde luego, a esta última cuestión dedicará, como bien recuerda el autor, entre otras páginas, toda la primera parte de El problema del ser, puesto que el saber sin nombre, el saber buscado, puede que sea también el saber incumplido, irresuelto. Esta larga cita sólo se comprende bien, primero, si nos damos cuenta que viene desde antiguo, y que cuando Aristóteles la lleva hacia el lenguaje, en absoluto ignora todo lo que está involucrado en dicha vuelta. ¿Cómo de antiguo? Pues por ejemplo desde Parménides, si escuchamos a Hans-Georg Gadamer: «El interés crítico de Aristóteles responde a la incongruencia interna del poema didáctico de Parménides, que junto a la verdad del único ser puso también la imagen del mundo de la opinión humana dominada por opuestos. Aristóteles interpreta esta incongruencia como expresión de la congruencia objetiva del problema de la fisis, y mediante este rodeo se las compone también, en apariencia, con la filosofía eleática en su interpretación de la historia. Pero él sabe muy bien que al menos Parménides no se refiere al uno a la manera de los «fisiólogos» en el sentido de hyle, sino a que el logos aspira al uno. Esto significa, sin embargo, que el problema ontológico del ser de lo ente, al que da respuesta la metafísica de Aristóteles mediante la teoría de la sustancia y de las categorías, ya está latente en la problemática «arcaica» de Parménides.»[3]GADAMER, Hans-Georg: Sobre la prehistoria de la metafísica. Hermida, Paracuellos del Jarama, 2019, pp. 55-57.
En este sentido, podemos ver, a través de una brillante monografía de Miguel Martí Sánchez, El problema de la unidad en Aristóteles, cómo el análisis sirve de freno a la casi inevitable conversión hipostática de lo uno, to hen, τo ἓν, si dejamos sin retocar la especulación tardía de Platón. No es casualidad que Martí se considere heredero también de Aubenque, cuando a partir de la lectura atenta del libro X de la Metafísica, muestra que «en cuanto a la situación hermenéutica se ha hablado de un origen aporético de la henología aristotélica. Esto significa que la especulación aristotélica de la unidad está inserta en una tradición precedente, la cual ya había pensado sobre esos mismos temas (vgr. la unidad y la multiplicidad, la permanencia y el cambio, la apariencia y la realidad).»[4]MARTÍ SÁNCHEZ, Miguel: El problema de la unidad en Aristóteles. Una investigación sobre la henología aristotélica. Eunsa, Pamplona, 2020, p. 275. A Pierre Aubenque no se le escapa en absoluto en contexto en el que ha de formarse este antiguo giro lingüístico: «Si Aristóteles erige el lenguaje, la palabra articulada, en diferencia específica de la especie humana, es sin duda debido a que pertenecía a una civilización de la palabra. En la Atenas de la época clásica, los asuntos de la ciudad eran debatidos, sometidos a deliberación, ante la Asamblea del pueblo. Pero ya en Homero vemos deliberar (βουλεύειν) al Consejo de ancianos, la βουλή. Desarrollar los pros y los contras acerca de una cuestión determinada, oír los argumentos en liza, responder a la palabra de otro no reduciéndola al silencio, sino por medio de otra palabra, resolver los conflictos humanos por los diálogos antes que por las armas, buscar convencer antes que vencer, buscar la mediación antes que la supresión de la contradictoria o del contradictor: tal es una de las experiencias más fundamentales de la antigua Grecia y posiblemente aquello de máxima actualidad que todavía puede enseñarnos.» (p. 42). Ese pasado, que todavía nos solicita desde una perspectiva política, es el que autorizaría el peso de la virtud aristotélica por excelencia, que es la prudencia, la frónesis (φρόνησις), a cuyo estudio ha dedicado precisamente Aubenque la que tal vez sea su segunda obra más importante. De hecho, el fronimós, el prudente, sería un heredero disminuido del filósofo rey platónico para nuestro pensador.[5]AUBENQUE, Pierre: La prudence chez Aristote. Presses Universitaires de France, Paris, 2021, p. 41. Como que el diálogo, la dialéctica, se han desvinculado de la teoría de las ideas platónica, y han retornado en cierto modo al origen socrático, que era dialógico y no inscrito en una ontología que, como la de Platón, Aristóteles juzga deficiente. Mas esa disminución es también una universalización, debido al agregado de una constante antropológica, como la que especifica Javier Aguirre, un brillante discípulo de Aubenque, cercano a nosotros, en su monografía Dialéctica y filosofía primera: «Ya en la primera frase del libro I de la Metafísica, Aristóteles expresa con claridad el punto de partida del desarrollo de su investigación, al afirmar que todos los hombres por naturaleza tienen deseos de saber, donde anthropoi hace referencia al ser humano en general, y no al polités o ciudadano de la polis. A juicio del filósofo, todos los hombres poseen una disposición para el conocimiento, que a diferencia del resto de los seres vivos, es una disposición natural, propia de la naturaleza humana. La afirmación de Aristóteles no es en absoluto banal, habida cuenta de que el sistema de la polis se estructura en gran medida en torno a pares de contrarios irreductibles: griegos frente a bárbaros, libres frente a esclavos, ciudadanos frente a extranjeros y hombres frente a mujeres. En este sentido, es llamativo que un convencido defensor del sistema político como Aristóteles proclame la idea de la universalidad de saber, una universalidad en la que quedarían disueltas las diferencias entre aquellos pares de opuestos.»[6]AGUIRRE, Javier: Dialéctica y filosofía primera. Lectura de la Metafísica de Aristóteles. Prensas de la Universidad de Zaragoza, Zaragoza, 2015, p. 15.
Ahora bien, este saber, sobre el que Aguirre muestra su origen dialéctico, de tal manera que la metafísica misma sería su mejor articulación, pasando por las tres fases de la aporía paralizante, de la diaporía que la atraviesa, y de la euporía que la resuelve, cuando lo hace, es situado por Aubenque (p. 96) en un diminuendo de la dialéctica platónica como visión sinóptica. Y esto nos lleva de nuevo al problema de si existe algo entre la multiplicidad anómica y lo uno. Puede que lo común sea su nombre, no como imposición dogmática ni como impostura, sino en tanto que producto. Ese intersticio de lo común, que se traduce por la medida y lo medio, por la conquista del propio límite, es acaso lo que nos hace, a la vez, más necesario y más impensado a Aristóteles, puesto que nuestra polis es la de la desmesura, eso que a veces el marxismo llamó la subsunción real del capital. Pero esto, aun cuando la cuestión de nuestros deseos y de nuestra virtud política o crematística, no sean irrelevantes, hay que juzgarlo en términos oportunos, como trasfondo medio oculto de eso que llamamos metafísica, y que en caso contrario, resulta al mismo tiempo banal y demasiado imperativo. Es lo que Víctor Gómez-Pin determina como una exigencia de orden, que no borra la diferencia sino que se nutre de ella: «La disposición ordenada del todo, su existencia en tanto mundo, anima la crítica de la teoría expuesta por Platón en el Timeo, donde se postula un movimiento desordenado previo al nacimiento del kósmos. Frente a ella, la teoría de Aristóteles pretende reflejar la disposición misma que rige el universo. La objeción fundamental dirigida a las doctrinas cosmológicas de Platón y de otros filósofos, así como a sus teorías del movimiento se expresa, por lo demás, en estos términos: «Para ellos el desorden es conforme a la naturaleza, el orden y el mundo son contrarios a la naturaleza». Y si tal es el error de Platón, el de Parménides consiste en hacer pura y simplemente abstracción del problema del orden por su aseveración de una unicidad absoluta que, al hacer imposible toda alteridad, excluye todo principio y con ello toda multiplicidad coherente que de él proviniera.»[7]GÓMEZ-PIN, Víctor: El orden aristotélico. Ariel, Barcelona, 1984, p. 32.En efecto, el escenario de esta contienda es cosmológico, lo que supone por parte de Aristóteles una ampliación llamativa del registro conversacional con respecto a la restricción que, al parecer, solía imponer Sócrates. Este orden no surge, pues, ex nihilo, sino que se va haciendo a través de una diaporética, de una travesía de los problemas, de la que el ya mencionado Javier Aguire, a partir de una minuciosa hermenéutica de los libros B y K 1-2 de la Metafísica, proporciona la visión más pausada, desde eso que Aristóteles consideraba lo más difícil, pero también lo más necesario, y que nos llevaría al ente, a lo uno y a la sustancia o οὑσἱα.[8]AGUIRRE SANTOS, Javier: La aporía en Aristóteles Libros B y K 1-2 de la Metafísica. Dykinson, Madrid, 2007. Esta lectura parsimoniosa se nos da contrastada por la perspectiva amplia de Teresa Oñate, quien con su De camino al ser, hace la introducción o estudio preliminar, es verdad que sin ahorrarse alguna crítica al propio Aubenque, quien así aparecería como el representante de una cierta hermeneusis anómala, y como desvinculada de la nueva koiné seguida por la larga línea que va de Heidegger a Vattimo, pasando por el urbanizador Gadamer. Esa rareza o anomalía es la que estas páginas pretenden modestamente valorar de nuevo, dado su esfuerzo por describir los procesos del pensamiento solitario por analogía con la deliberación y el diálogo (p. 42).
Afirma Aubenque, en una nota anexa al primer largo capítulo, que también juzgo el más importante de la colección, que Aristóteles, al introducir con las categorías los diferentes significados de la palabra «ser», lo que pretende es reglar o administrar la equivocidad por medios exclusivamente lingüísticos, y que, en cambio, «no presenta en ninguna parte las categorías como propiedades de las cosas o como leyes del pensamiento. Habría pues que renunciar a imputar a Aristóteles una pretendida «inconsciencia» de las relaciones de la ontología al lenguaje.» (p. 60). Sin embargo, y contra Benveniste, y por lo tanto indirectamente contra Trendelenburg, sería absurdo suponer que el Estagirita se considere clauso en un mero cerco gramatical griego: «Es verdad que Aristóteles no reconoce la particularidad de la lengua que habla y que la ambigüedad de la palabra ser, tanto como el papel del verbo ser como cópula en la proposición, nunca se le aparecieron como hechos lingüísticos contingentes -lo que sí son para los lingüistas de hoy en día-. La elección en la que se quiere encerrar a Aristóteles: «hecho lingüístico» o «condiciones generales y permanentes del pensamiento» habría carecido pues de sentido para él». (ibídem). A esta misma cuestión dedicará el segundo capítulo, donde vuelve a matizar su punto de vista, sin atenuar la distancia con respecto a nosotros desde la que el filósofo griego habla: «La cuestión de las relaciones entre el pensamiento y el lenguaje cristalizó en la Antigüedad en torno a la noción de categoría. Esta expresión designa a partir de Aristóteles los conceptos generales que organizan la percepción y la comprensión que tenemos de las cosas y del mundo. En efecto, tales conceptos se presentan a Aristóteles como categorías objetivas del ser y no como categorías subjetivas del pensamiento. Pero esta oposición no es tan tajante como parece, puesto que las categorías son, en primer lugar y antes de nada, categorías del lenguaje. Así pues, cabe preguntarse hoy, con los progresos de la filología y de la lingüística comparada, si las categorías son estructuras universales de todo pensamiento, universales por cuanto reflejan de manera objetiva la realidad, o sí están ligadas a particularidades contingentes, tanto sintácticas como semánticas, de un sistema lingüístico determinado.» (p. 63) En este punto hace una síntesis muy perspicaz de una interrogación, ¿qué son en verdad las categorías?, que tiene su origen ya en los comentaristas antiguos, y que Venanzio Raspa ha analizado con sumo cuidado en su desarrollo durante el siglo XIX, a partir de Trendelenburg, y en un contexto de retorno a Aristóteles que tiene mucho de revuelta contra el predominio hegeliano.[9]RASPA, Venanzio: Origine e significato delle categorie di Aristotele. Il dibattito nell’Ottocento. Quodilibet, Macerata, 2020. Esa intersección entre lenguaje, realidad, y pensamiento, da lugar a una importante casuística interpretativa, en la que la importancia de las aportaciones no tiene tanto que ver con la verdad o falsedad de las mismas, ya que el tema es controvertible sine die, como con la ambición con la que redescubren la riqueza del planteamiento aristotélico. En algunos casos, como en el de la lectura abiertamente ontológica de Franz Brentano,[10]BRENTANO, Franz: Sobre los múltiples significados del ente en Aristóteles. Encuentro, Madrid, 2007. su verdadera importancia no reside en su lugar dentro del debate categorial mismo, sino por su influencia manifiesta en la primera formación de Heidegger, como lo sería también su estudio sobre un Pseudo Scoto. Se debe al mismo Venanzio Raspa una muy cuidada edición del libro de Otto Apelt dedicado a las categorías, de tal manera que, a mi juicio, los puntos más altos de la polémica estarían al principio (Trendelenburg) y al final de la misma (Apelt). La tesis que cierra el recorrido hecho por Raspa, suena bien audaz todavía en boca de Apelt: «Aristóteles se ha unido evidentemente ya bastante rápido al claro conocimiento de que el concepto de ser en sí, en su significado más general, es un concepto completamente desnudo y privado de objeto, que debe recibir su contenido sólo mediante las correspondientes determinaciones particulares, como sustancia, realidad, verdad y similares. Él sabe, y nos lo dice claramente, que el ὄν, tomado exclusivamente en sí, no posee propiamente ningún objeto que le corresponda, pero se asoma a la vida solamente en o con las categorías, en un cierto sentido como una sombra que las acompaña y que no puede ser en verdad aislada y considerada como algo autónomo.»[11]APELT, Otto: La dottrina delle categorie di Aristote. Quodlibet, Macerata, 2020, p. 105. Qué lejos de esta lectura de Apelt está Brentano, quien habla del ser como un género, y de las categorías como Seinsweisen (modos de ser), pero también de Aristóteles, pues la plurivocidad aristotélica resulta laminada en esta univocidad ontológica, para la que Brentano resucita la noción tomista de analogia entis, de la que como nos recuerda el mismo Aubenque en Faut-il deconstruire la métaphysique?, el teólogo protestante Karl Barth decía que es una invención diabólica.[12]AUBENQUE, Pierre: Faut-il déconstruire la métaphysique? Presses Universitaires de France, Paris, 2009, p. 32.
Esta última mención, se trata de un texto breve pero muy interesante y denso de Pierre Aubenque, me conduce también a mí al final de mi ensayo. La figura de Aubenque resplandece de manera cierta en su facilidad para aceptar que en Aristóteles a menudo hallamos todavía las mejores preguntas, este es el sentido de su metafísica aporética, aunque no es verdad que hallemos además todas las respuestas. Como que a este aristotelista insigne no le duele en particular lo que hay de irresuelto, de inconcluso, de lábil o contingente en el pensamiento de Aristóteles. No es un edificio, aunque se hayan construido algunos tan sólidos en su nombre como el de Tomás de Aquino, y por eso mismo tan susceptibles de derribo. Se trata más bien de una conversación y esta es, de suyo, interminable. Dice Aubenque que la deconstrucción llega tarde a la metafísica porque esta ya nace deconstruida. La metafísica efectiva, aporética y dialéctica en su desarrollo es la primera empresa histórica de deconstrucción de las creencias, de las presuntas certidumbres y saberes. En este recorrido Aubenque parte de Étienne Gilson, esto es, de lo menos parecido a la heterodoxia, y va modulando hasta llegar a la Destruktion o Abbau de Heidegger o a la différance de Jacques Derrida. Y esto me lleva a otro recuerdo, a otra noticia de mí mismo en la que ya me aparezco como otro, como un otro, según el juego del tiempo. Derrida no ha escrito demasiado sobre Aristóteles, es verdad, puesto que hay demasiado en su textura de neoplatónico. Pero lo poco que ha escrito ha sido, alguna vez, esencial. Me refiero a Tiempo y presencia (Ousía y Grammé), que sería un capítulo de Márgenes de la filosofía, pero que yo leí bastante antes en un apretada traducción chilena.[13]DERRIDA, Jacques: Tiempo y presencia (Ousía y Grammé). Editorial Universitaria, Santiago de Chile, 1971. Esta nota sobre una nota a pie de página de Ser y tiempo, que exploraba la noción aristotélica de tiempo, me enseñó dos cosas al mismo tiempo: que era posible leer de otra manera a Aristóteles y, no menos importante, que incluso era posible leer de otra manera al mismo Heidegger, ya que las aproximaciones escolásticas al primero me resultaban con frecuencia tan insípidas como insuficientes las aproximaciones existencialistas de Jean-Paul Sartre. Por eso quería concluir con este ensayo de Pierre Aubenque sobre la deconstrucción. Es lo adecuado para nuestra doble gratitud.
Título: Problemas Aristotélicos: Lenguaje, dialéctica y hermenéutica |
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Referencias
↑1 | AUBENQUE, Pierre: El problema del ser en Aristóteles. Taurus, Madrid, 1974. |
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↑2 | AUBENQUE, Pierre: Problemas aristotélicos. Lenguaje, dialéctica y hermenéutica. Encuentro, Madrid, 2021, pp. 41-42. [En adelante citado con en el número de página entre paréntesis]. |
↑3 | GADAMER, Hans-Georg: Sobre la prehistoria de la metafísica. Hermida, Paracuellos del Jarama, 2019, pp. 55-57. |
↑4 | MARTÍ SÁNCHEZ, Miguel: El problema de la unidad en Aristóteles. Una investigación sobre la henología aristotélica. Eunsa, Pamplona, 2020, p. 275. |
↑5 | AUBENQUE, Pierre: La prudence chez Aristote. Presses Universitaires de France, Paris, 2021, p. 41. |
↑6 | AGUIRRE, Javier: Dialéctica y filosofía primera. Lectura de la Metafísica de Aristóteles. Prensas de la Universidad de Zaragoza, Zaragoza, 2015, p. 15. |
↑7 | GÓMEZ-PIN, Víctor: El orden aristotélico. Ariel, Barcelona, 1984, p. 32. |
↑8 | AGUIRRE SANTOS, Javier: La aporía en Aristóteles Libros B y K 1-2 de la Metafísica. Dykinson, Madrid, 2007. |
↑9 | RASPA, Venanzio: Origine e significato delle categorie di Aristotele. Il dibattito nell’Ottocento. Quodilibet, Macerata, 2020. |
↑10 | BRENTANO, Franz: Sobre los múltiples significados del ente en Aristóteles. Encuentro, Madrid, 2007. |
↑11 | APELT, Otto: La dottrina delle categorie di Aristote. Quodlibet, Macerata, 2020, p. 105. |
↑12 | AUBENQUE, Pierre: Faut-il déconstruire la métaphysique? Presses Universitaires de France, Paris, 2009, p. 32. |
↑13 | DERRIDA, Jacques: Tiempo y presencia (Ousía y Grammé). Editorial Universitaria, Santiago de Chile, 1971. |