
Pedro Sánchez «a la fuerza ahorcan», se había convertido en un auténtico superviviente. Porque es más que obvio que en un mundo donde el contrato social ha quedado volatilizado y donde, de forma mayoritaria en las urnas, la sociedad ha renunciado al bien común para centrarlo todo en el individuo, pretender encauzar un gobierno progresista con tintes socialdemócratas, denostados desde hace décadas, se hace una tarea ciertamente difícil.
Además, en aras de conformar una mayoría parlamentaria, si es necesario el concurso de un partido tan aferrado a la ortodoxia liberal como Junts, la cosa acaba haciéndose casi imposible por mucho que se pretenda satisfacer su ego nacionalista, tal como resultaba previsible ya desde la misma noche electoral.
En una vuelta de tuerca más, el principal sustento y artífice de las medidas más progresistas tomadas por el gobierno desde que de una forma u otra empezaran a cabalgar juntos, la izquierda a la izquierda del PSOE se ha acabado diluyendo entre sus infinitas cuitas personales, lo que confiere todavía más a la tarea un esfuerzo hercúleo.
Y si, para colmo, te topas por el medio con una pandemia sin precedentes en un siglo, un volcán, una crisis energética e inflacionaria sin límites, una DANA de consecuencias catastróficas, todo ello en un contexto histórico donde occidente está marcado por claras tendencias libertarias y anti sistema al grito de «la justicia social es una aberración y los impuestos un robo», entonces ya la cosa alcanza tintes épicos.
Por eso, en ese mismo contexto, que la mácula de la corrupción haya vuelto a aparecer sobre primeros espadas de la cúpula del partido socialista va a resultar o tiene todas las papeletas para serlo, la puntilla del gobierno de Pedro Sánchez.
Pase lo que en otro tiempo hubieran sido menudencias que hubieran resultado desapercibidas para todos como las habituales marrullerías en la gestión de una cátedra universitaria como la de la esposa del presidente; un enchufe más entre colegas como el del ex presidente de la diputación de Badajoz y el hermano de Pedro Sánchez cuando este era un don nadie o que, menos aún, a nadie se le hubiera pasado por la cabeza encausar a un fiscal general del estado por, al fin y al cabo, desmentir un bulo.
Pero que personas tan significativas como las que se presupone son la mano derecha del presidente en su partido y de manera reiterada hayan metido «presuntamente también», la mano en la caja, no puede hacer más que hacer saltar por los aires una legislatura ya de por si casi insostenible.
Tolerancia cero

Tolerancia cero frente a la corrupción es una expresión tan manida como inútil, solo cara a la galería tal como vemos muy especialmente en un PP y un PSOE cuya posición hegemónica en la política española les hace acumular un caso tras otro de forma permanente y en todos los ámbitos de la misma.
Una desmedida tipología de aforamientos y el desvío intencionado de toda atención sobre los corruptores -las grandes empresas ligadas a la licitación pública-, haciendo recaer el peso de la culpa en los corrompidos, terminan siendo el mejor caldo de cultivo para que el delito se perpetúe mientras los primeros se marchan de rositas y los segundos caen presos de la avaricia.
Una herencia envenenada del régimen franquista donde la corrupción estaba tan extendida como arraigada en todos los órganos de la administración, el ejército y las grandes empresas, como tan bien inmortalizó Berlanga en «La escopeta nacional», lo que acabó generando una cultura popular del «sin factura» y más tarde «sin IVA».
Ni PP, ni PSOE en todos estos años de democracia han querido enfrentarse con firmeza a esta situación y de «aquellos barros, estos lodos». Por eso, la empírica vuelve a poner en evidencia que cuando cualquiera de ambos partidos supera más de una legislatura los casos de corrupción en la cosa pública empiezan a «aflorar como las setas».
Aunque no es menos cierto que con una diferencia sustancial: mientras ello apenas si repercute en el electorado de derechas, en el caso del de izquierdas lo acaba alejando sensiblemente de las urnas.
La alternativa

En medio de una legislatura imposible desde el primer día y la continua tarea de acoso y derribo perpetrada por la oposición desde ese mismo momento, para muchos, quizá sea necesario que se acaben sentando en el gobierno de la nación tipos como Núñez Feijóo, Abascal y la propia Ayuso, a los que sus casos de corrupción calan en menor medida entre su enfervorecido electorado, para que la sociedad despierte abrumada por el destello aterrador de lo que podría llamarse «fascismo 2.0».
Pero a la vista de lo que está sucediendo en todo nuestro entorno y en la otra orilla del Atlántico con un Trump desatado y centenares de millones de seguidores en el mundo, la realidad es que semejante escenario no puede traer nada bueno.
Parece cada vez más evidente que lo que estamos presenciando tanto en España como en el resto del mundo es el final de una era, el fin del modelo capitalista sepultado por el éxito de su versión más extrema. El cuándo y el cómo es lo que queda por ver así como sus devastadoras consecuencias una vez saltado por los aires el contrato social dado tras la II Segunda Guerra Mundial, tal como decíamos al principio.
¿Una guerra civil en EE.UU.? ¿Un conflicto generalizado en Oriente Medio? ¿Una guerra China-EE.UU? ¿Rusia expandiéndose por el este de Europa? O simplemente una sucesión de estados autoritarios donde la democracia acabe siendo un vestigio del pasado y los que piensan diferente y los que menos tienen sean condenados.