“Otra vez. Otra vez. Pónmela otra vez” repetía Jorge desde sus tres años, insaciable. Me hacía ponerle una y otra vez la escena de la película de Toy story en la que Buzz y Buddy vuelan hasta caer al asiento del coche, y permanecía mudo con los ojos muy atentos cada vez que la veía, como si fuera la primera. Se enfadaba conmigo si notaba que me despistaba y reclamaba mi atención, sin entender que en mí no despertara el mismo interés verla por ventigésima vez. Después, invariablemente, se subía descalzo al asiento del sofá y saltaba hasta el suelo al grito de: “Hasta el infinito y más pallaaaaaaá”.
Cada tarde repetíamos la misma rutina. Yo cuidaba de él y de su hermano, de cinco años, mientras su madre daba clases en el turno nocturno de un instituto. Contábamos en voz alta lo que íbamos a hacer, siempre lo mismo. Yo, que por entonces estudiaba el último año de Maestra de Educación Infantil, sabía ya de la importancia de las rutinas y los hábitos para el desarrollo cognitivo en esta etapa, y también de cómo conocer lo que va a pasar les hace sentirse seguros. Así que nombrábamos con antelación nuestro plan: primero la siesta, luego la merienda, luego vamos al parque a jugar si no llueve, luego el baño, después la cena y finalmente un cuento y a la cama.
Un día, a la vuelta del parque mientras repasábamos la recopilación de acontecimientos habitual, el mayor se paró en seco en el portal de casa y haciendo aspavientos con las manos dijo en un tono entre aburrido y resabiado: “Y pronto será Navidad, y luego Semana Santa, y luego verano y luego otra vez Navidad, y así todo el rato”. Me asombró esa conclusión tan temprana. Con cinco años y ya remedaba la idea del eterno retorno de Nietzsche.
A pesar de saberlo con antelación, a pesar de necesitar saber lo que va a pasar para sentirse seguros, a pesar de todo, algunas tardes había rebelión. Y entonces ya no querían ir a casa después de jugar, o querían saltarse la cena, o el baño, o no querían ir a la cama cuando tocaba. En ese momento se formaba la guerra, que solía saldarse con algún berrinche y derrame de lágrimas difíciles de cortar por parte de alguno de ellos y algún grito por la mía, con el consiguiente sentimiento de culpa.
También las adultas necesitamos la rutina, necesitamos la seguridad de lo que va a pasar, que las cosas van a estar como las dejamos cuando lleguemos a casa, que nuestra casa sigue siendo estando en el mismo sitio, con todas nuestras cosas, incluidas las que queremos mantener y las que queremos tirar, que nuestros vínculos permanecen sin cambios, que mañana seguiremos teniendo trabajo. Y al mismo tiempo, compartimos el mismo impulso de la infancia de dinamitarlo todo de vez en cuando. Fantaseamos con mandarlo todo a la mierda. Cambiar de vida, abandonar el trabajo que nos gusta o que no nos gusta, pero que no nos concede todo el tiempo libre que quisiéramos, dejar de madrugar, romper los horarios que nos asfixian, cambiar de casa, de ciudad, cambiar de vida, probar a ser otras y soltar el personaje desde el que vivimos y que ya tenemos tan manido.
Pero en muchas ocasiones no controlamos lo que acontece, ya queramos caos u orden. En las últimas semanas no sé cuántas lenguas y otras tantas bocas se encargan de generar el caos en la isla de La Palma. La supuesta normalidad de sus habitantes, la seguridad de sus casas y sus trabajos se ha ido al carajo allí por donde pasa la lava. Algunos turistas graban desde los móviles la tragedia de las gentes de la Palma, buscando ver un acontecimiento único, escapar a su realidad a través del drama de las otras. Mientras, la población de allí trata de recomponer sus vidas con los trocitos que les ha dado tiempo a recoger en los quince minutos antes de que la lava se acerque y acabe engullendo sus casas. Esas pertenencias que ahora son tesoros. A algunas personas no les da tiempo a recoger nada.
La colada ya ha llegado al agua. Ahora La Palma aumentará de superficie ganando terreno al mar. Dentro de un tiempo, la isla podrá aprovecharse de las bondades para el cultivo que supone la arena volcánica. El drama de hoy, mañana será fertilidad. Y sobre las cenizas se dibujarán nuevas ilusiones, se establecerán otras isleñas que conformarán su día a día sobre las piedras que un día sepultaron el ayer.