Toni Morrison no fue sólo la primera afroamericana que ganó el Premio Nobel de Literatura, sino también alguien que se atrevió a desenmascarar el gran sueño americano con sus obras. Antes de que en 1953 se graduara en Filología Inglesa, vivió una infancia pobre, fue empleada doméstica en su adolescencia y escuchó con atención a una abuela que le contaba historias sobre antepasados y supersticiones. Más tarde, divorciada y con dos hijos, empezó a escribir a lápiz y de madrugada, costumbre que no desecharía a pesar de los años, las buenas críticas y el éxito.
Hablar de Ojos Azules (1970) es hacerlo de Pecola, de Shirley Temple y de todos los niños prodigios que se convierten en juguetes rotos en manos de los adultos; de la miseria, la soledad, las caléndulas, el otoño, las uñas y las caras sucias, los malos tratos, el invierno, del color púrpura y del color “carne”; también, de los helados y de la abrupta manera en que nos llega a las niñas la menstruación, la primavera, la supremacía y la desigualdad, el colegio, las conversaciones mansamente revoltosas de los mayores, del verano y la flor que a todos nos brota alguna vez en el pecho.
A Pecola todas las vallas publicitarias le corroboran que es fea, que su piel oscura nació con el estigma de la inferioridad porque “el mundo entero se había puesto de acuerdo en que una muñeca de piel rosada, cabello amarillo y ojos azules era lo que toda niña consideraba un tesoro”[1]MORRISON, Toni. 2001. Ojos azules. Barcelona: Penguin Random House Grupo Editorial, p. 28. Lo único que posee es la esperanza de que, rezando cada noche, suceda el milagro y sus iris se transformen en el cobalto líquido de todos los océanos del planeta; dos zafiros, dos diamantes, dos aguamarinas, dos lapislázulis preñados de un encanto arrebatador, dos topacios que le den una segunda oportunidad para nacer. No obstante, atrapada en sus propias restricciones, “sólo vería lo que tenía delante: los ojos de las demás personas”[2]Ibíd., p. 61. Y esto, de manera inevitable, la conducirá a la autoaversión racial, a relacionar la pigmentación de su tez con la miseria propia y la de toda su estirpe, a una subsistencia repleta de carencias y anhelos que la abocarán a un fracaso rotundo donde no tengan cabida los sueños, porque hasta ellos se perfuman con fragancias que eligen e imponen otros, con el látigo que lastima al que sólo puede contemplarlos a través de un escaparate.
¿Quién es George Floyd? ¿Alguien conoce a Addie Marie Collins, a Carole Robertson, a Cynthia Wesley o a Denise McNair? ¿Cuántos murieron en Detroit en la madrugada del 23 de julio de 1967? Pecola sí estaba allí y, si pudiera contestar a mis preguntas, lo haría sin titubear.
Su día a día se sitúa en una existencia periférica, al margen de la vida de aquellos que poseen una bonita casa de madera blanca y un porche adornado con violetas y rosas, que se mantiene alumbrado durante el atardecer, con sus acogedoras hamacas de mimbre, su columpio bajo el árbol y un césped verde, recién cortado. Nuestra protagonista seguirá vagando por esos callejones de ayer y de hoy, mientras los derechos de unos y de otros sólo sean iguales en panfletos, leyes y discursos, y no se asienten en las oxidadas estructuras sociopolíticas, económicas y éticas de un mundo que el ser humano maneja a su antojo, destruyendo –siempre que haga falta- átomos de humanidad a cambio de ambición y poder.
Morrison también abordó en esta novela aspectos de la condición de género; de la desventaja y la subordinación a las que hemos estado sometidas las mujeres por los siglos de los siglos, amén. Uno de los elementos más perniciosos y que persiste aún en la actualidad es el concepto de belleza femenina impuesto (que no siempre lo decide el sexo opuesto). Éste ha ido transfigurándose según épocas, culturas y circunstancias variadas, como guerras mundiales, conquistas y colonizaciones, religiones, tendencias exóticas y modas que mueven mercados a lo largo y ancho del planeta. Todas hemos pretendido ser la Venus de Willendorf, de Milo, de Rubens o Botticelli, o la del espejo, y hemos imitado a Gilda quitándonos un guante imaginario. Nos fijamos en las cejas y pestañas que lucen las actrices sin preocuparnos demasiado por su última interpretación en la gran pantalla, en cómo posan las instagramers y en sus vientres planos tras el parto. Nos tatuamos en algún lugar muy accesible de nuestra mente la palabra perfección y forjamos, sin darnos cuenta, barrotes metálicos cuyos resquicios no siempre son lo suficientemente amplios como para dejar pasar el aire fresco de la naturalidad, de la aceptación, de la plenitud. No juzguemos a Pecola por encapricharse de unos ojos azules; esa ornamentada jaula constriñe también nuestra mirada.
Aunque no en sentido literal, sino figurado, Pecola es asesinada por cada uno de nosotros, ya que asistimos a los acontecimientos de su vida como observadores pasivos, igual que lo haríamos ante una noticia del telediario. Quizás, la experiencia final como lector dependa de cuánto nos involucremos en la historia y del lado en que nos posicionemos con respecto a cada personaje y suceso. Resulta muy difícil asumir los distintos roles que nos plantea la autora y será una ardua tarea adoptar múltiples perspectivas. Sólo si logramos despojarnos de lo que somos, entraremos en el mundo de Pecola y entonces, sólo entonces, podremos afirmar que conocemos todas las aristas e intenciones que Toni Morrison hilvanó en esta inolvidable obra de la literatura.
“El ser amado nunca se ve recompensado. Sólo el amante posee su don de amor”[3]Ibíd., p. 253 y eso es precisamente lo que busca sin cesar esta niña anónima: alguien que la mire hacia adentro y la despoje de un vacío enquistado en el ramillete de venas de sus congéneres. Pecola vive y está esperando en la esquina de nuestra calle.
Título: Ojos azules |
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