Solo quedábamos Greta, ella, yo y el maldito monstruo que la mantenía postrada en la cama. Siempre he detestado los hospitales. Su olor, el verde de las paredes y las tristes razones por las que sueles estar allí.
Las visitas no habían dejado de llegar intermitentemente durante toda la tarde, pero por fin se habían ido todos. Les propuse a sus padres que se fueran a comer algo, Greta y yo nos quedaríamos con ella. Me senté en el sillón que había estado ocupando su madre hasta ahora, al lado de la cama. Greta estaba junto a la ventana, con los brazos cruzados sujetándose la barbilla, fingiendo prestar mucha atención a la tercera edición del telediario. Apoyé mi cabeza sobre el respaldo del sillón y me giré para observarla. Mientras dormía, sus escuálidos brazos descansaban a ambos lados de la cama. Sus uñas, que siempre solían lucir, largas y perfectamente limadas, los colores más extravagantes que uno pudiera imaginar, estaban ahora cortadas al ras de sus dedos, con un aspecto enfermizo. El resto de su cuerpo apenas se intuía bajo las sábanas. La oscura sombra que bordeaba sus ojos, hundidos, le añadía una veintena de años.
De repente me invadió un sentimiento de culpa. Hasta entonces solo había sentido rabia, rabia hacia ella por no darse cuenta del daño que se estaba haciendo. Cientos de veces había deseado cogerla por sus frágiles hombros y zarandearla, sacudirle esos pensamientos destructivos que la consumían y la hacían obsesionarse con su físico. Pero ahora solo siento culpa. Quizás no hicimos lo suficiente, a lo mejor no supimos entenderla.
Sin darme cuenta, los ojos se me habían llenado de lágrimas y sentí la mirada de Greta clavada en nosotras, había dejado de escuchar las noticias. A los pocos segundos, se encontraba arrodillada a mi lado, cogiéndonos la mano a las dos. Tratando de convencerse a sí misma, susurró:
-Hemos hecho cuanto estuvo en nuestras manos para detenerlo. Si nos rendimos nosotras, ella también lo hará.

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