Atreverse con un monólogo es enfrentarse al espejo y mantener la mirada; introducir la mano en la oscuridad del otro lado, a través de una pantalla donde un primer plano puede ser demoledor. Las pausas y los silencios, tan elocuentes como los párrafos cargados de adjetivos y perífrasis verbales, se vuelven nexos entre pasado y presente, se ofrecen como hombros donde llorar todas las lágrimas orgullosas y descansar el desánimo de los momentos callados. El monólogo no admite imitaciones, ni apuntadores que nos susurren la frase que corresponde tras un olvido. Despacha al reparto para hacernos protagonistas, concentra las luces en nuestro rostro o en la pluma del autor. Tiene la dificultad de la vida y la enorme ventaja de aquellos que practican el lenguaje egocéntrico más allá de la infancia, de ese estadio de tránsito que describió Vygotski.
Hace unos días, finalicé la lectura de un monólogo sin argumento, ni desenlace. Feroz y desgarrador, sobrecogedor y tierno, a partes iguales. Claro, que también podríamos decir que se trata de un ensayo filosófico, de un diario íntimo, de unas memorias sin línea del tiempo que marque hechos concretos. En su prólogo, José Manuel Caballero Bonald destaca que en él “escribir y vivir se superponen y complementan”[1]UMBRAL, Francisco. 2022. Mortal y rosa. Barcelona: Planeta, p. 10, como un híbrido inclasificable, donde poesía y prosa se confabulan; un texto literario que trasciende la introspección y la mera narrativa.
“Mortal y rosa”, escrita por Francisco Umbral y publicada por primera vez en 1975, adquirió una notoria relevancia en su ya prolífica trayectoria literaria. Con reminiscencias de Pedro Salinas en su título, el autor evoca la muerte de su hijo de seis años, entre otros muchos temas. “Pincho” falleció por una enfermedad, la leucemia, y esta desgracia constituyó un punto de inflexión en su vida y en su profesión. Bénédicte de Buron-Brun, profesora, traductora y gran conocedora de su obra, asegura en uno de los documentales sobre Umbral que el lirismo de este libro le permitió sobrevivir a un dolor inimaginable para quienes no hayan pasado por él.
Francisco Umbral (1932-2007) nació en Madrid, pero creció en Laguna de Duero y en Valladolid. Se dedicó al periodismo y a escribir relatos, novelas, ensayos, poesía y un amplio etcétera. Original en su estilo y fecundo en términos creativos, cuenta con más de un centenar de publicaciones, entre las que figura su primer compendio de relatos, “Tamouré” (1965). También, son muy señaladas las novelas “Travesía de Madrid” (1966), “El Giocondo” (1970), “Capital del dolor” (1996) y “El socialista sentimental” (2000). Del mismo modo, debemos señalar sus ensayos “Larra, anatomía de un dandy” (1965) y “Mis mujeres” (1976), como aquellos acerca de Lorca, Valle-Inclán, Lord Byron, Miguel Delibes o Cela. Entre memorias y diarios, no podemos olvidar “Memorias de un niño de derechas” (1972), “Diario de un snob” (1973), “La noche que llegué al Café Gijón” (1977), “El hijo de Greta Garbo” (1982), “Amado siglo XX” (2007) y “Carta a mi mujer” (2008). En 1975 consiguió el Premio Nadal por “Las ninfas” y, más tarde, el Premio González Ruano de Periodismo (1980) por su artículo “El trienio”. En 1996 es Premio Príncipe de Asturias de las Letras, en 1997 el Ministerio de Cultura le otorga el Premio Nacional de las Letras Españolas por el conjunto de su obra y obtuvo el Premio Cervantes en el año 2000. Falleció en Boadilla del Monte a los setenta y cinco años.
Al adentrarnos en “Mortal y rosa” sentiremos una cierta desorientación, a pesar de la clara perspectiva autobiográfica.
El autor utiliza la técnica del mosaico, que a priori resulta muy atractiva, ya que las pequeñas teselas nos llevan a componer un puzle y su proceso nos arrastra como el caudal de un río. Sin embargo, cada pieza es una excusa para la introspección y la catarsis humana, universal. Es precisamente ésta, la universalidad, una de las características de esta novela, ya que habla de sí mismo para irrumpir en el otro; el otro como tú y como yo, como el antepasado y el que aún no ha nacido, como la naturaleza de la que un día surgimos y a la que retornaremos, como los recuerdos y el delirio, como “un remolino de luz y carne”[2]Ibíd., p. 27, como la eternidad y el revés del tiempo, como la poesía y la filosofía.
Alude al niño, a la infancia, no sólo para evocar al hijo desaparecido, sino al estallido de la vida; a la consecuencia de crecer y alcanzar la adultez, que nos distancia de la pureza a través del pensamiento, del orden, de la reflexión. En ese tránsito comenzamos a tomar “conciencia de débito”[3]Ibíd., p. 66, a sentir culpa, a perfeccionar una lucidez mediocre y a desechar el desvarío de la fantasía. Nos apremia echar anclas, poseer cosas o personas, anudarnos a los días, a las estaciones que nos traerán festividades o eventos. “En la quietud de las fotos se ve mejor la movilidad de su vida”[4]Ibíd., p. 171, porque nada vuelve a ser, aunque siga siendo. El niño se desvanece en el adulto, la niñez se atenúa en las velas que soplamos cada cumpleaños.
“Mortal y rosa” es la lucha entre Tánatos y Eros. Tánatos, obediente, cumple el destino que dictan las Moiras. Será el encargado de perpetuar nuestro último gesto. Eros, amor y pulsión primigenia, amante del alma, nos arranca las espinas cuando nos sangran las ganas y despierta entre maleza, para que continuemos el camino.
Francisco Umbral fue tachado de irreverente, arrogante, vanidoso y chulesco, entre otros apelativos, y muchos lo recordarán únicamente por el episodio que protagonizó en un programa de televisión, al reivindicar que había ido para hablar de su libro. No es extraño que estas muestras públicas puedan alejarnos de él, pero no hemos de obviar que las personas estamos hechas de contradicciones. “Mortal y rosa” es prueba de ello.
Título: Mortal y rosa |
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