No hay otra fórmula posible, para comenzar, que la literatura misma en tanto que lenguaje. En otras palabras, un lenguaje que es ya proposición de algo más, en el sentido de que ese algo, la idea en sí, resulta ajeno al mundo. En el sentido de que es imaginario. Un lenguaje que, en un primer momento, supone una fábula. Pero, además, si el lenguaje, como sabemos, no es más que el acto y el hecho del ser hablante, implicaría reconocer que el acto de dicción y el hecho del universo son, en todos los sentidos, del único y mismo ser. Entonces, este universo que se dice allí, ¿qué es, sino toda relación excluida con lo que, por esta voz del ser hablante, por este mismo acto, es relegado y olvidado, está ausente del mundo?
Este universo que no es el mundo, o que lo es sólo a través de este ser, y que habremos de llamar fábula de la literatura, sólo puede ser, en tanto que discurso, un acto que se hace, una identificación que es identidad. Quisiera afinar esto y decir que el lenguaje es un universo fabuloso a través del que el ser literario se identifica. Ahora vayamos más lejos. Digamos enseguida que Cumbres Borrascosas es una novela fabulosa en el sentido de que encarna una fábula de la que es producto, pero también por el hecho de que jamás deja de generar fábulas, como todo gran texto que se resiste a ser interpretado. Una de las características de estas grandes obras, como lo son también las de Shakespeare, Proust o Joyce, es no sólo dejar de generar lecturas que relativicen la propia obra, sino, al mismo tiempo, celebrarlas, seguir soñándolas.
De este modo, podríamos hallarnos ante, quizás, «una novela y una obra literaria de terror en sí misma […] relato sobre la vida y las pasiones humanas en agonía y conflicto […] no un mero eco gótico, sino una tensa expresión de la estremecedora reacción del hombre ante lo desconocido», tal como apunta Lovecraft[1]LOVECRAFT, Howard Phillips. 1985. «Supernatural Horror in Literature», en Omnibus 2. Dagon and other Macabre Tales. London: Grafton, p. 453, «la transgresión trágica de la ley», en feliz idea de Bataille[2]BATAILLE, Georges. 1971. La literatura y el mal. Madrid: Taurus, p. 39, una Bildungsroman feminista, construida en torno a una caída central, es decir, el paso de una niña de la inocencia a la experiencia, «culturalmente inevitable», para Gilbert y Gubar[3]GILBERT, Sandra, Susan GUBAR. 1984. The Madwoman in the attic: The woman writer and the nineteenth-century literary imagination. New Haven: Yale University, p. 382, o incluso, según las peculiares tesis marxistas de Eagleton, habría que pensar a Heathcliff como la representación de una forma turbulenta de agresión capitalista que debe ser civilizada históricamente[4]EAGLETON, Terry. 2005. Myths of power: A Marxist study of the Brontës. London: Palgrave Macmillan, p. 115. Estaremos, entonces, muy cerca de Barthes, cuando mantiene, escribiendo sobre Proust, que se ha establecido «un tema de investigación […] cuyo carácter, a la vez estatutario e histórico, consiste precisamente en que son espacios (galaxias) infinitamente explorables; lo cual traslada el trabajo crítico […] hacia la simple producción de una escritura suplementaria, cuyo texto tutor (la novela proustiana), si llegáramos a escribir nuestra investigación, no sería más que un pre-texto»[5]BARTHES, Roland. 1994. El susurro del lenguaje. Más allá de la palabra y de la escritura. Buenos Aires: Paidós, p. 322.
Esta escritura adicional se basa en la intuición de que Cumbres Borrascosas, a la vez casa y título, es en efecto un espacio infinitamente explorable. Lugar de misterio y personaje por derecho propio, desde un principio este edificio no deja de fascinar al lector que, como Lockwood, mentor de la escritura, hombre cerradura, duro como la madera, se niega a entender lo que parece obvio y fuerza su entrada en la casa y en la novela. A veces, fascinados por las dos grandes figuras de Heathcliff y Cathy, lo olvidamos, pero la granja del páramo es, en efecto, un crisol, una casa en llamas atormentada por el sonido del viento y el exceso de alturas, frente a la cual se opone Thrushcross Grange.
Si he empezado diciendo que no hay otra fórmula posible que la literatura misma en tanto que lenguaje, es porque pienso que Cumbres Borrascosas se puede examinar, de nuevo, a través de los datos pictóricos y visuales. Me interesa, en particular, su íncipit, pues, si bien durante mucho tiempo se ha considerado la imagen desde el punto de vista del lenguaje, llegando a veces a asimilarla a un discurso, a identificar las marcas de una sintaxis de lo visible, lo que yo propongo consiste en invertir el planteamiento y ver de qué manera los datos de la estética visual y artística pueden arrojar luz adicional sobre el texto literario. Supongamos que un cierto tipo de ἔκφρασιϛ arquitectónica participase en la puesta en escena del misterio del texto y todo ello, desde las primeras páginas, no sólo pondrá en marcha la ficción, sino que definirá el código de lectura y planteará la novela como lugar de un misterio que pertenece al orden de la diégesis, el de una práctica poética.
Como sabemos, Emily Brontë no sólo fue una gran novelista y acuarelista, sino también una arquitecta literaria, como nos recuerda Virginia Woolf: «No le bastó a Emily Brontë con escribir unos cuantos poemas, con proferir un grito, con expresar un credo [sino que] tuvo que emprender una tarea más laboriosa y más ingrata […] hacer frente a la realidad de otras existencias, luchar con el mecanismo de las cosas externas, levantar, con forma reconocible, granjas y casas y reproducir las palabras de unos hombres y mujeres que existían con independencia de ella»[6]WOOLF, Virginia. 1953. The common reader. New York: Harcourt, Brace & World, p. 164. Así pues, Emily Brontë es también una constructora de edificios y existencias, y el objetivo es ver cómo se pone todo esto en palabras, examinar su función como actor de la novela por derecho propio. Al mismo tiempo que su anatomía se revela, al mismo tiempo se oculta, ya que el misterio del santuario es el tema de toda la novela.
Una vez más, se articulan así las modalidades de la traducción entre espacio y texto, tiempo y espacio. También hemos de plantear la relación de la arquitectura con el tiempo, cuestionando la propuesta que hará Lessing acerca de separar las artes del tiempo y las artes del espacio[7]LESSING, G.E. 1977. Laocoonte o sobre las fronteras de la poesía y la pintura. Madrid: Editora Nacional. Porque el tiempo, como almacén de imágenes, también desempeña el papel de arquitecto de la memoria que en él tiene lugar. Estamos ante una multitud de lugares potenciales entre los que nos vemos obligados a elegir. Observemos estos lugares considerados como parte del pasado, que aparecen y desaparecen bajo los espacios ahuecados por la memoria, y encontraremos en Cumbres Borrascosas un efecto de trampantojo, que vela y revela el secreto desde el principio y ahueca la arquitectura de un espacio laberíntico cuyo significado completo ni Lockwood ni el lector pueden captar.
Estamos pues antes del tiempo, antes del espacio. La novela se abre, como sabemos, con una declaración premonitoria y una fecha: «1801. Regreso en estos momentos de una visita al dueño de mi casa. Tengo para mí que ese vecino solitario me dará más de un motivo de preocupación»[8]La edición que hemos utilizado para este trabajo es:
BRONTË, Emily. 2003. Wuthering Heights. New York: W. W. Norton & Company, p. 3 (en adelante, todas las citas, extraídas de esta edición, serán consignadas entre paréntesis). Esta es la fecha de la primera entrada en el diario de Lockwood, a la que se añade otra fecha, septiembre de 1802, en el último capítulo. Una tercera fecha, 1500, inscrita en el frontón de la novela y de la casa –perdida en un desorden decorativo, pero divisada por Lockwood-, también desempeña un papel. Todo transcurre pues en un año y también en treinta, como sabemos, en una vertiginosa línea de cresta temporal. Y más allá, las tres fechas claramente indicadas, en una progresión regular de cero a dos, nos hablan de tres siglos. Es difícil para el lector encontrar el camino a través de un laberinto temporal en el que Lockwood, perdido él mismo en su ceguera, parece sostener el hilo. Desde el principio, tiempo y espacio nos sitúan en una encrucijada, en el cronotopo del umbral.
Lo narrativo y lo descriptivo tejen la textura de la obra y, llevados al nivel del mito, el paisaje y la arquitectura adoptan entonces una forma humana. Cumbres Borrascosas es Heathcliff, como parecen indicar la onomástica y la toponimia, ya que la paronomasia alturas/brezo se basa en un doble paralelismo semántico: alturas [heights] corresponde a acantilado [cliff] y borrasca [wuthering] al brezal circundante [heath]. La magia de Brontë consiste aquí en tirar del paralelismo hacia una sinestesia sonido/visión, ya que el paradigma de la altura se articula la primera vez sobre un indicio sonoro (el rugido del viento) y la segunda sobre un indicio coloreado (el púrpura del brezo). La altura del páramo, el sonido del viento y el color se anudan en una experiencia de pura sinestesia. Del mismo modo que el progreso de Lockwood hacia el interior se detiene, el tiempo descriptivo que, desde el principio, parece suspender el movimiento de la narración, se injerta en el descriptivo del tiempo. Este ejercicio es paradójico, ya que consiste en describir un espacio. El lector informado sabe, sin embargo, que el tiempo es uno de los componentes principales de Cumbres Borrascosas.
El movimiento al principio del texto sigue el avance de Lockwood desde el exterior hacia el interior. A esta progresión se oponen diversas formas de reticencia. Empezando por Heathcliff, cuya actitud deja claro que no desea dejar entrar al extraño: «sus desconfiados ojos negros se hundieron bajo sus cejas […] sus dedos anidaron con aprensión en su chaleco» (3). En la página siguiente, sin embargo, la casa se describe en idénticos términos metonímicos: «Por fortuna, el arquitecto había tenido cuidado de construirla con solidez: las estrechas ventanas están recortadas en la pared y sus bordes los defienden las salientes piedras angulares» (4). La retirada de la vista y los dedos de Heathcliff se corresponde con la de las ventanas, y la dureza de la bienvenida del propietario está representada por las asperezas protectoras de las esquinas de la pared.
A la primera pregunta de Lockwood sobre la identidad de su interlocutor, Heathcliff responde sólo con un movimiento de cabeza. Reservará sus primeras palabras para reafirmar, con marcada hostilidad, que «Thrushcross Grange es mía […] comprenderá que a nadie le hubiera permitido que me molestase sobre ella, si yo creyese que me incomodaba. Pase usted» (3). Pero Lockwood, de nuevo fiel a los indicadores onomásticos, se niega a entender el mensaje: «Masculló aquel pase usted entre dientes, como si quisiera darme a entender que me fuese al diablo», así como la hostilidad mostrada por los objetos: «Ni siquiera la verja sobre la que se inclinaba reveló movimiento alguno de simpatía hacia las palabras». El antropomorfismo que había hecho de la arquitectura de la casa un ser de resistencia no cesará a partir de ahora. Todo el paisaje –árboles, plantas, objetos y animales- está dotado de unas intenciones que rozan lo mágico, mientras que el propietario ha perdido la voluntad de vivir y su único deseo futuro es la muerte. Incluso el caballo de Lockwood empuja la valla con el pecho, obligando a Heathcliff a quitar la cadena. La entrada de narrador y lector en el espacio ficticio, como retorno de fuerzas reprimidas, no podría significarse mejor.
El paisaje circundante lo modelan cada una de las deformaciones climáticas y la fuerza del viento, invisible pero manifiesto en sus efectos: los árboles retorcidos y las zarzas demacradas, «cuyas hojas, como si implorasen al sol, se dirigían todas en un mismo sentido» (4), poseen un marchamo antropomórfico subrayado por la comparación del narrador. Frente a una naturaleza tan hostil, sólo faltaba un pequeño movimiento para cumplir este rito de paso: me refiero a Lockwood, que desafía los signos antagónicos que aparecen a su alrededor, no sin hacer una pausa, esencial para el lector. Antes de cruzar el umbral, Lockwood se detiene a contemplar las imágenes que dice admirar. Se trata de «tallas grotescas que se prodigaban por la fachada, sobre todo, en torno a la puerta principal, […] una breña de grifos desvencijados e indecorosos chiquillos» (4), y podría decirse que también una jungla, pues el término que usa Brontë, wilderness, articula tanto el lado salvaje y no domesticado de la casa de Cumbres Borrascosas y su dueña, con la animalidad y el salvajismo de los grifos, animal fabuloso, mitad águila y mitad león, que pertenece al bestiario medieval. Al igual que el texto literario, es imaginario. Los indecorosos chiquillos que completan la pintura en relieve evocan querubines que exhibiesen su desnudez, y las esculturas grotescas nos remiten a una estética medieval más que a la estética barroca de lo grotesco.
Como sabemos, la estética de lo sublime y lo gótico en la literatura desempeñará un gran papel en la arquitectura medieval. La fachada compuesta está más cerca de lo sublime que de lo bello, si nos atenemos a las categorías de Burke. Aquí se mezclan varios tiempos: el de la referencia al gótico medieval y el de la escritura gótica. De manera que, mediante el uso de la estética visual, los términos tallas grotescas, así como la referencia a los grifos y a los indecorosos chiquillos, nos permiten visualizar la casa. Lo pictórico informa al texto en el doble sentido de proporcionar información y darle forma, en una operación de monstruosidad, vinculada aquí a la monstruosidad de las figuras detalladas. En palabras de Jean-Luc Nancy: «La diferencia entre texto e imagen es obvia. El texto presenta significados, la imagen presenta formas. Cada uno muestra algo: lo mismo y algo más. […] Ambos muestran lo que es mostrar: manifestar, revelar, poner a la vista, destacar, indicar, señalar, producir. […] una por otra mostrativa y monstruosa. Un monstruo es el signo de un prodigio. La imagen y el texto son prodigios el uno para el otro»[9]NANCY, Jean-Luc. 2005. The ground of the image. New York: Fordham University Press, pp. 63-64.
Las categorías artísticas de lo sublime y lo grotesco inscritas en la fachada de la casa lo están también en el frontón del texto, en su íncipit.
La fachada se erige como un frontispicio que hay que descifrar, una advertencia al lector sobre el género o los géneros arquitectónicos (y literarios) a los que pertenece la casa de las Cumbres. Como en el Medievo, se trata de un libro en el que intervienen las historias, la memoria y el tiempo. Si no se sabe leer, y ahora pienso en Schapiro, se puede intentar comprender una imagen siempre que esté vinculada a una historia ya conocida[10]SCHAPIRO, Meyer. 1999. Palabras, escritos e imágenes. Semiótica del lenguaje. Madrid: Ediciones Encuentro. Pero dos pistas en el frontón, ocultas entre la maraña de grifos y chiquillos desnudos, llaman la atención de Lockwood, que se convierte en detective antes de tiempo. Se trata de una fecha: «detecté la fecha 1500 y el nombre Hareton Earnshaw» (4). Ese es el nombre del primer propietario y fundador de la familia, tiene derecho a pensar el lector. He aquí, pues, el origen de la casa y de la familia, una vez más vinculado en la empedrada página que da la bienvenida al visitante, debidamente fechada y firmada. La alianza metonímica entre Heathcliff y Wuthering Heights, antes mencionada, se interpone como en una filigrana y contradice la declaración de propiedad. Ahora, cuando Lockwood está a punto de hacer algunos comentarios y exigir una breve historia del lugar, su taciturno anfitrión le empuja a elegir: debe entrar o salir. El resto es historia.
Lo que también nos dice el texto es que, en este punto de la novela, y esto sólo es válido para una primera lectura, las imágenes no son suficientes para quienes carecen de referentes. Sin embargo, para quien haya releído la obra, todo queda mucho más claro. El nombre que figura en el frontón es el del primer y último ocupante de la granja, el joven Earnshaw. La fachada desmiente así las afirmaciones de Heathcliff y muestra el expolio para quienes posean el código de descifrado. Aquí se concentra toda la historia de la novela, su principio y su final, y las numerosas decoraciones y esculturas no logran ocultar los datos que se remontan al origen del linaje. La fachada de la casa, objeto del umbral y la pausa descriptiva de Lockwood, revela las cuestiones del uso de lo visual en el texto: una imagen, una representación artística en un texto tiene una función que no es sólo decorativa, sino ilustrativa. Esto tenemos que pensarlo. La palabra ilustración, pues, indica la finalidad a la que obedece la imagen: se trata, en todos los casos, de dar a ver, de manifestar bajo una especie concreta, un objeto, un fenómeno, un acontecimiento, un pensamiento que, en condiciones normales de aprehensión o de lectura, escaparía a toda captación sensible, al menos inmediata. No se trata sólo de dotar a la novela de un excedente estético que la sature, sino de producir un acontecimiento, en el sentido de que algo sucede en ese momento en el texto y en la narración, como lo demuestra el fotograma congelado (si se me permite este anacronismo) del personaje al que golpea una acumulación de signos, percibidos como algo que hay que interpretar. Pérez Gállego lo llama, con acierto, un extraño festival de valores crípticos, pues no hay mayor emblema literario que su propia escritura[11]PÉREZ GÁLLEGO, Cándido. 1978. Temática de la literatura inglesa. Zaragoza: Librería General, p. 338.
Lockwood deja entrever al lector una aparición anterior a la del fantasma de Cathy, que tendrá lugar unas páginas más adelante. La fachada está encriptada, un mensaje secreto está codificado en ella, y se trata, en efecto, de un secreto cuyo desciframiento corresponderá a Lockwood en el curso de su búsqueda hermenéutica. Podríamos estar aquí ante los ecos de ciertas obras de Henry James o ante la mismísima carta robada de Poe. El trabajo de la iconografía adopta, pues, la apariencia de una investigación policial, en la que cada imagen se presenta como un enigma que hay que resolver. En esta búsqueda, el investigador no se detendrá necesariamente en la capa más superficial del significado, sino que puede verse tentado a llevar sus investigaciones más allá, hasta detectar detrás del significado manifiesto un significado oculto. Esto es lo que hará Lockwood cuando detecte las señales y aún así se niegue a verlas con claridad. Y también lo que desencadenará el famoso episodio de la pesadilla en la cama de Cathy, cuando Lockwood se duerme allí, después de haber descifrado los caracteres trazados por ella en los márgenes del libro sagrado. Será víctima del efecto de saturación de un texto sobrecargado con un segundo texto, inscrito en los espacios en blanco del Libro, desflorando así el margen y derramando la sangre, más tarde, al herir al fantasma que aparece en la ventana.
La descripción de la fachada de la casa, cuyo secreto guarda Heathcliff, es el resultado de un afecto que atestigua los poderes de la imagen, poderes que pertenecen a la percepción, a la sensación, hasta el punto de provocar una congelación temporal de otras acciones desde que Lockwood se detiene a admirar. El poder y la impotencia de la imagen, si no se poseen los referentes, siguen siendo denotables y no interpretables. Porque la imagen sólo puede ser leída, cuando es narrativa y representa la historia, por quien la conoce. La advertencia inscrita en la piedra de la fachada no es tenida en cuenta por Lockwood que, para no disgustar a su casero, se apresura a entrar para inspeccionar lo que él llama penetralium. Entonces, penetrar la casa se asemeja a la violación del santuario, interpretación desencadenada al final del párrafo descriptivo: «no deseaba agravar su impaciencia, antes de inspeccionar el penetralium» (4). Esta entrada en el lugar santo denota con justicia el carácter sacro de la casa, constituida como santuario, como relicario que contiene los venerados restos de un difunto.
La visita comienza por el salón familiar, donde se entra directamente, sin pasar por un pasillo introductorio. Es innegable, como en la novela en la que entramos in medias res, que una habitación a la que todo el mundo llama la casa nos sitúa ante un lugar tautológico donde interior y exterior poseen el mismo nombre. Lockwood señala que esta sala suele incluir tanto la cocina como una pequeña sala de estar pero que, en las Cumbres, la cocina está forzosamente retirada por completo a otro cuarto, ya que los sonidos auxiliares proceden del interior más profundo del edificio. Un lugar abandonado a las actividades ligadas a la preparación de alimentos y a la perpetuación de la vida (no hay señales de cocción alguna en la enorme chimenea) y desde el que se puede ver el techo, ya que nada oculta que «toda su anatomía quedaba al descubierto para los ojos curiosos, excepto donde la ocultaba un armazón de madera cargado de tortas de avena y patas de ternera, piernas de cordero y jamones» (4).
El segundo término que llama la atención del lector, anatomía, indica lo humanizada que está la casa, lo estrecho que es el vínculo entre el edificio y sus ocupantes. Los utensilios de cocina revelan la feminidad de la casa, mientras que el cese de las actividades culinarias en el salón demuestra que la ocupante femenina de esta casa ha desaparecido y las tareas relacionadas con los alimentos han emigrado a regiones interiores. Es a Cathy, cuya ausencia recorre la habitación, a quien Lockwood encuentra in absentia, después de haber conocido al amo de la casa. Heathcliff, cuyo aspecto armoniza con el del edificio, interpreta la formidable figura del guardián, ayudado por los perros que vigilan bajo la vitrina de porcelana: «En un arco bajo la cómoda, reposaba una enorme perra pointer de color rojo hígado rodeada de un enjambre de cachorros chillones, y otros perros rondaban otros por otros rincones» (4). La presencia de perros, asociada a la vida, animal pululante e instintivo, pero también a sombras fantasmales, infernales y ominosas, supone una amenaza para Lockwood, que pronto se verá atacado por ellas.
Lo que nos dice el pasaje es que hay que buscar para llegar a la verdad de la casa, explorar su anatomía hasta el techado, más allá de los cadáveres de los animales muertos. Al mismo tiempo, Lockwood deviene hermeneuta, tal como sugiere el léxico en el íncipit que hemos citado antes. Por lo tanto, Lockwood se ocupa de lo que se oculta bajo el caparazón exterior del cuerpo, disecciona la anatomía de la casa para desentrañar su misterio. Su diario será un relato de inquisición y disección, y no dejará rincón sin explorar. Cuenta, para ello, con la ayuda de Nellie, su doble femenino. La pareja mítica formada por Cathy y Heathcliff será contestada, por supuesto, por la más viable y ordinaria de Catherine y Hareton, pero también por Nellie y Lockwood, los dos narradores que comparten la tarea del recuerdo. Como si, necesariamente, en esta novela, al igual que la casa tiene una doble cara, interior y exterior, lo femenino y lo masculino tuvieran que trabajar codo con codo.
Es evidente, además, que en el íncipit pasamos del mundo masculino al femenino, de la mirada renuente del cuidador a la ausente dueña de la casa, de la estructura externa de la granja fortificada de Heathcliff a la arquitectura interior, matricial y mórbida. Es decir, desde el vientre materno hasta la habitación y el hipogeo. La habitación –lugar de jolgorio antiguo y apagado, del que la vida se ha retirado a la cocina de atrás, de donde proceden los ruidos familiares y domésticos- alberga sillas cuya estructura primitiva nos recuerda que la historia que Lockwood está a punto de contarnos con la ayuda de Nellie tiene tres siglos. Es cuestión de archivos y recuerdos, de un mito original que tendremos que ir a recuperar de los infiernos mismos en aras de reescribirlo. En medio, entre el exterior y el interior, está la barrera de la fachada, como si fuese una figura en la alfombra que hay que ser capaces de descifrar. La desnudez de los niños se hace eco también de la desnudez anatómica de la casa, reforzando aún más la idea de una correspondencia simétrica entre el exterior masculino y el interior femenino, entre la desnudez exterior de la envoltura del cuerpo y la arquitectura secreta del interior.
Estamos ante una lectura anacrónica. Para descifrar correctamente la fachada que anuncia el final de la novela y proporciona las claves de la codificación de la escritura novelesca, es necesario haber leído ya la obra. Esto plantea la cuestión de la lectura como experiencia de la anacronía, porque la lectura supone siempre algo anacrónico, al igual que la visión de un cuadro, en cuanto está terminada. La necesidad de una relectura que nos permita captar la historia es una oscilación entre dos visiones –pasada y presente-, la superposición de dos visiones diferentes de una misma escena: la primera, la de una construcción mental memorizada, la segunda, la de la visión que el espectador tiene ante sus ojos. Por lo tanto, la relectura del libro es doblemente anacrónica, ya que implica rehacer la experiencia de la primera lectura, que a su vez ya está desincronizada con el momento en que la obra fue escrita y publicada.
Son también estos tiempos múltiples los que nos muestran la fachada de las Cumbres, pues la arquitectura es también siempre un anacronismo, un enganche en el tiempo, una permanencia que da testimonio de obras pasadas. Presente, resuena con los ausentes que han pasado por ella. Testimonio de una época pasada que crea una ilusión porque está ahí, ofrecida al espectador, habitada y habitable, al tiempo que testimonia un proyecto, una estética, un acontecimiento pasado y un futuro por venir. Es un memento mori, hagamos lo que hagamos, pues la arquitectura está llena de los vacíos y los huecos de quienes la han perseguido, empezando por quien la diseñó, amó o la hizo construir. La fachada de las Cumbres re/des/vela la fecha de su levantamiento y el nombre de su propietario fundador a cualquiera que se tome el tiempo de discernirlos entre el enjambre de niños impúdicos (como la verdad) y grifos, cuyo estado ruinoso lleva la marca visible del tiempo. Un frontispicio, una advertencia al lector, articula ese vacío y esa plenitud indescifrables para quien no haya hecho ya el viaje de la lectura, iniciado en el misterio de la violencia infernal de las Cumbres. Al mismo tiempo, marcada por los tres siglos de su existencia, ofrece, en su desciframiento por Lockwood, su futuro, que es el presente de la novela (el ciclo de un año: 1801-1802) e indica la multiplicidad de otros futuros, los de las lecturas por venir, incluida esta que hago yo. Ante la imagen, Lockwood marca una época, enfrentado a su mortalidad y a la labor del recuerdo. Pienso en Didi-Hubermann, cuando escribe que «siempre, ante la imagen, estamos ante el tiempo […] ante una imagen –tan antigua como sea–, el presente no cesa jamás de reconfigurarse […]. Ante una imagen –tan reciente, tan contemporánea como sea–, el pasado no cesa nunca de reconfigurarse, dado que esta imagen sólo deviene pensable en una construcción de la memoria, cuando no de la obsesión. […] ante una imagen, tenemos humildemente que reconocer lo siguiente: que probablemente ella nos sobrevivirá, que ante ella somos el elemento frágil, el elemento de paso, y que ante nosotros ella es el elemento del futuro, el elemento de la duración. La imagen a menudo tiene más de memoria y más de porvenir que el ser que la mira»[12]DIDI-HUBERMANN, Georges. 2006. Ante el tiempo. Historia del arte y anacronismo. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, pp. 11-12. También la descripción que Lockwood hace de la casa es una reconstrucción a posteriori, realizada a la vuelta de su visita, y no in situ. Es un recuerdo, ya, de una emoción pasada. El lector contempla así a Lockwood, que escribe y escenifica el momento de detenerse en el umbral para detallar la imagen de la fachada. Obsérvense los tres momentos ligados al desciframiento en juego: el de la lectura que sigue los movimientos de la escritura del diario, a su vez posterior a la aventura de leer una fachada.
Como una envoltura construida alrededor de los personajes e inscrita en la cubierta del libro, Cumbres Borrascosas es un mausoleo omnipresente, un cascarón vaciado de su principal ocupante, cuyas huellas Lockwood debe encontrar en la cripta. Se trata de darle una forma, la del diario, para que con cada lectura interminable resucite y también el tiempo se añada al tiempo cada vez en capas más finas e imperceptibles. Only through time time is conquered. La de Emily Brontë es, pues, una novela de doble temporalidad, de doble historia, con una narrativa tan abundante como los temas de la fachada y los objetos acumulados en la cocina. La descripción del espacio es, en efecto, el tiempo: el del texto, el de la narración de Lockwood. Pero también es tiempo representado para ser leído, si se poseen, claro, las claves del anacronismo. Cumbres Borrascosas dramatiza un anacronismo, como una crónica para quienes, en su tiempo, sepan leerla. Como toda gran novela que destroza viejos paradigmas y propone otros nuevos, es un anacronismo en su propio tiempo, anuncia formas futuras, al tiempo que recicla las viejas formas de lo gótico y lo sobrenatural en un romanticismo renovado.
El paso de la representación de la arquitectura a la página de texto efectúa la transición de un espacio tridimensional al de las dos dimensiones de la página. Emily Brontë resuelve el problema tratando la fachada como una página historiada. Se trata de leerlo en el sentido de descifrarlo. El interior de la casa es otra cuestión. Para explorar su anatomía, debemos aventurarnos en un espacio tridimensional. Y esto ocupa buena parte de la novela. La descripción de la arquitectura interior de las Cumbres, entretejida en la narración, será objeto de una lenta, episódica iniciación por parte de Lockwood y el lector. Hasta que, en una de sus últimas visitas a la casa, tenemos que contentarnos con permanecer fuera, contemplando una conmovedora escena entre Catherine y Hareton, a través de una ventana abierta: la escena en la que Catherine le enseña a leer y pronunciar correctamente las palabras. A partir de la incapacidad para leer los signos de la fachada y, en particular, el significado del nombre de Hareton Earnshaw, Lockwood ha llegado a tener las claves del misterio. Así, puede ver al postrer representante del apellido, el heredero homónimo del primer propietario, ocupado en descifrar los signos bajo la supervisión de la segunda Catherine. El resultado es un efecto de trampantojo onomástico, en el que identidades y personajes se superponen como motivos pictóricos intercalados entre paredes lisas y vacías. Mientras tanto, se han desplegado el tiempo de la narración (con su perfil zigzagueante) y el de la lectura, más lineal, aunque interrumpido a cada tanto. No es ni el mismo narrador ni el mismo lector quien llega a la última página. Ya no saldremos incólumes de esta novela extraordinaria. La temporalidad ha encontrado su lugar y la primera visualización de la fachada historiada se ha vuelto anacrónica. Así se asombra Lockwood cuando, al final de la novela, se pregunta «cómo podía alguien figurarse un sueño intranquilo para los durmientes de aquella tierra tranquila» (258). ¿No hace falta una imaginación desbordante para crear semejante tumulto de pasiones, tamaño disfrute del lenguaje y la imagen?
A través de la estética de lo visual se describe la fachada de la casa. Lo artístico informa al texto. Las categorías visuales de lo sublime y lo grotesco, de la estética aplicada al texto, proporcionan el código de lectura. Aquí, el enfoque artístico, como para otros el enfoque psicoanalítico, es un medio de dar cuenta del texto literario, de variar el punto de vista, de poner en juego, de otra manera, el código hermenéutico. Supongamos que aplicando los puntos de referencia y análisis de la pintura (la arquitectura y, por extensión, las demás artes) al texto literario, podremos devolver a este último lo que la pintura había tomado prestado de él. Porque, como sabemos, el ut pictura poesis horaciano se convierte rápidamente, en una inversión paradójica, en una suerte de ut poesis pictura. Así, las modalidades pictóricas de perspectiva, encuadre, color, procesos como la anamorfosis o el trampantojo, y las referencias a la mirada y la visión, permiten invertir la relación crítica y hacer de lo pictórico una herramienta activa donde antes era el sistema de lenguaje el que daba cuenta de la pintura o de las demás artes.
Esto lo ha visto claramente Genette cuando intenta captar el alcance de la actividad literaria en Proust. Si todo está justificado y necesario no es porque «lo que dificulta la escritura sea difícil, sino facticio e inútil. Es Proust quien habla así. Hay una página bastante famosa en la Búsqueda del tiempo perdido, donde aparece tal inversión en la apreciación del valor de la obra de arte. Se trata en principio de pintura, pero en la época de la muerte del escritor Bergotte, y es evidente que […] Proust piensa también en literatura, Bergotte visita una exposición por última vez, y antes de llegar a la famosa Vista de Delft, Proust escribe: Pasó ante varios cuadros y sintió la impresión de la sequedad y de la inutilidad de un arte tan falso que no valía el aire y el sol de un palazzo de Venecia o de una simple casa a la orilla del mar. […] De repente, Bergotte se encuentra ante el cuadro de Vermeer y experimenta una evidente sensación del arte justificado. Y piensa en su trabajo, y se dice a sí mismo: esto es lo que debería haber hecho. Pero es demasiado tarde y muere. El momento de la justificación del arte es también el momento en que la obra entra en agonía, es decir, cuando […] entabla una lucha contra la muerte, pues su valor se funde con el de la vida, las corrientes de aire y de sol junto al mar, o en cualquier otra parte»[13]GENETTE, Gérard. 1980. «La question de l’écriture», en GENETTE, Gérard, Tzvetan TODOROV (eds.). Recherche de Proust. París: Seuil, p. 11.
A través de la pintura, Proust aborda cuestiones estéticas, como una obviedad que golpease al artista fracasado. Hay aquí una cuestión de vida o muerte. Una necesidad. Lo que el texto de Emily Brontë, lo que Emily supo, es que ante una obra perteneciente al género de la poesía muda, por evocar el aforismo de Simónides, se desencadena un discurso que produce una pintura parlante. Lockwood, confrontado con la fachada y luego introducido en su equivalente interior, el penetralium sagrado, es presa de un imp, de un diablillo de la descripción. Es importante que nos preguntemos aquí no sólo qué tipo de discurso se produce, sino también frente a qué obra, así como el funcionamiento de la relación entre las artes hermanas. Como si la escritora no pudiera evitar sentir la emulación de la pintura, como hizo Virginia Woolf, rivalizando con su hermana Vanessa. Hay aquí una idea de investigación que evoca el inicio de esta otra conversación, consistente en analizar el discurso de los escritores sobre el arte para elaborar una tipología de discursos sobre la obra. Esto es lo que Barthes previó en relación con Twombly: «Quizás habría que precisar que los sujetos que miran la tela son diversos y que de los tipos de sujeto depende el discurso que (interiormente) mantienen ante el objeto mirado; […] naturalmente, todos esos Sujetos pueden estar hablando, por así decirlo, a la vez, ante una tela de Twombly (dicho de paso, la estética, en cuanto disciplina, podría ser la ciencia que estudia, no la obra en sí, sino la obra tal como el espectador, o el lector, la hace hablar en su interior»[14]BARTHES, Roland. 1986. Lo obvio y lo obtuso. Imágenes, gestos, voces. Barcelona: Paidós, p. 194. Así se declinan los temas todos: el de la cultura y especialidad, el del placer y la memoria, y, por último, el de la producción. Aquí está Barthes, que elabora un discurso, un lenguaje, sobre el arte de Twombly: «el acontecimiento gráfico […] permite a la hoja de papel o a la tela existir, significar, gozar» y, consciente de que no podría siquiera imitarlo, confiesa su impotencia, ya que «todo el conjunto está misteriosamente dirigido»[15]Ibíd.,p. 196. Una sana emulación entre las artes hermanas, que termina con un reconocimiento de fracaso por parte de quien había pasado de los signos a la cámara lúcida.
Hasta aquí hemos llegado, a puerto arribamos. La fachada que vela y desvela su pasado, y conjuga el presente con su futuro, constituye un hito en la imagen del dios Terminus, de esos términos erigidos para celebrar a los muertos a lo largo de un camino sagrado. El tiempo de la imagen es el del pasado, restituido por la narración de Lockwood. Pero, además, los muertos resucitan con cada lectura. Esto es lo que ve un pastor lloroso: «Ahí abajo están Heathcliff y una mujer […] y no me atrevo a pasar, porque quieren cogerme», y Lockwood, aunque igual de intranquilo, concluye: «Es seguro que los fantasmas le venían de pensar, mientras cruzaba el páramo, en las tonterías que había oído repetir a sus padres y compañeros. Aun así, ahora no me gusta mucho estar ahí fuera, en la oscuridad, y menos aún quedarme solo en esta casa lúgubre» (257).
El poder de la narración convoca imágenes que dan origen a nuevas historias. Cuando está oscuro en el páramo, los fantasmas siguen caminando. Las cumbres acaban por asustar a Lockwood que, sin embargo, se cree la encarnación de la razón, y muestran cómo la arquitectura es testigo de la inscripción del sujeto desgarrado en la encrucijada del espacio y del tiempo, donde el destino humano se convierte en una historia, como el dibujo a pluma de Leonardo que inscribe al hombre y sus dimensiones en un círculo perfecto. El de una humanidad renacida, precisamente.
Título: Cumbres Borrascosas |
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Referencias
↑1 | LOVECRAFT, Howard Phillips. 1985. «Supernatural Horror in Literature», en Omnibus 2. Dagon and other Macabre Tales. London: Grafton, p. 453 |
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↑2 | BATAILLE, Georges. 1971. La literatura y el mal. Madrid: Taurus, p. 39 |
↑3 | GILBERT, Sandra, Susan GUBAR. 1984. The Madwoman in the attic: The woman writer and the nineteenth-century literary imagination. New Haven: Yale University, p. 382 |
↑4 | EAGLETON, Terry. 2005. Myths of power: A Marxist study of the Brontës. London: Palgrave Macmillan, p. 115 |
↑5 | BARTHES, Roland. 1994. El susurro del lenguaje. Más allá de la palabra y de la escritura. Buenos Aires: Paidós, p. 322 |
↑6 | WOOLF, Virginia. 1953. The common reader. New York: Harcourt, Brace & World, p. 164 |
↑7 | LESSING, G.E. 1977. Laocoonte o sobre las fronteras de la poesía y la pintura. Madrid: Editora Nacional |
↑8 | La edición que hemos utilizado para este trabajo es:
BRONTË, Emily. 2003. Wuthering Heights. New York: W. W. Norton & Company, p. 3 (en adelante, todas las citas, extraídas de esta edición, serán consignadas entre paréntesis) |
↑9 | NANCY, Jean-Luc. 2005. The ground of the image. New York: Fordham University Press, pp. 63-64 |
↑10 | SCHAPIRO, Meyer. 1999. Palabras, escritos e imágenes. Semiótica del lenguaje. Madrid: Ediciones Encuentro |
↑11 | PÉREZ GÁLLEGO, Cándido. 1978. Temática de la literatura inglesa. Zaragoza: Librería General, p. 338 |
↑12 | DIDI-HUBERMANN, Georges. 2006. Ante el tiempo. Historia del arte y anacronismo. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, pp. 11-12 |
↑13 | GENETTE, Gérard. 1980. «La question de l’écriture», en GENETTE, Gérard, Tzvetan TODOROV (eds.). Recherche de Proust. París: Seuil, p. 11 |
↑14 | BARTHES, Roland. 1986. Lo obvio y lo obtuso. Imágenes, gestos, voces. Barcelona: Paidós, p. 194 |
↑15 | Ibíd.,p. 196 |