Por más que los mirase no hallaba imagen ni semejanza. Los hombrecillos de galleta me salían requemados, se les rompía alguna piernecita, acababan con la sonrisa de azúcar glas desdibujada. Más que harta, hice una bola prieta con la receta y la encesté en la basura. Y vi que era bueno.
Probé a hornear cerditos, vaquitas, ovejitas, con pasta de almendra. No había modo de distinguir aquellos mazacotes que dejarían perplejo al mismísimo Darwin. Y al día siguiente sucedió otro tanto con los seres marinos, que modelé con masa brisa, y los animales voladores, aunque había batido las claras a punto de nieve para dar ligereza al bizcocho de ángel.
Apagué el horno, saqué la labor y me puse a tejer claveles de lino blanco, a sembrar rosetones de ganchillo en los estantes. Logré hallar sosiego hasta que empezó el aguacero. Pasó una tarde, pasó una mañana, y las aguas mezcladas con barro se colaron por debajo del umbral. Nada que una fregona empuñada con mano firme no pudiera solucionar. Ni siquiera el apagón logró sumir mi cocina en el caos y las tinieblas; no tuve más que decir: hágase la luz, y encender las velas. El séptimo día, descansé.