Julieta se despereza. Un día más consigue despegar los párpados y que el latido de la vida espante la palidez de su rostro. Se incorpora para rehuir las sábanas frías, mortaja fallida que añade triunfante a su calendario. Regresa del viaje con la boca pastosa; el olor ácido, limón, le refresca la memoria. En el suelo están la cucharilla ennegrecida y la jeringuilla, y siente el vértigo de haber sido capaz una vez más. Desata la tira de caucho cuarteada que le ha irritado la piel del antebrazo. A su lado yace Romeo, el camarero del bar Verona. Recién llegadito de un poblacho minero de quién sabe dónde. Y virgen. Ni siquiera se había fumado nunca un canuto. Es una monada, su piel cobriza no parece acusar la mierda que se han metido en vena. Tiene también abiertos los ojos ya, así que le sonríe y se acerca para besarle en la boca. Pero se encuentra con unos labios fríos, definitivamente muertos. Y entonces ella, con total lucidez, busca un cuchillo y lo clava en su corazón, como si esa noche no mereciera otra cosa que un final de historia de amor eterno.
