Ya era un hombre: eso había dicho su padre el día de su decimocuarto cumpleaños al entregarle la escopeta. Su madre había llorado. De emoción, pensaba él. Y allí estaba, en su primera cacería, acechando entre los arbustos la presa que levantarían los perros. La culata en el hombro, el ojo en el punto de mira y el índice presto, como le había enseñado el abuelo. Los ladridos sonaban lejanos, la espera sería larga.
Era un hombre: Luisa, con sus curvas incipientes, su larguísimo pelo negro y su boca mordisqueando el lápiz caldeó su imaginación. Tuvo que soltar el arma para evitar mojar los pantalones recién estrenados.
De repente crujió la hojarasca y unos matorrales se movieron. La adrenalina inundó su cuerpo. Apuntó. Disparó. Se oyó un gemido. Una cesta rodó esparciendo setas por el camino y la adorada melena, teñida de sangre, se derramó sobre las piedras.
Era ella (los hombres no gritan): palideció (los hombres no lloran).
Se acercó temblando, descompuesto (los hombres no huyen): no respiraba.
Los hombres deben asumir su responsabilidad. Los hombres no tienen miedo: apoyó los cañones contra su propio pecho y, con un palo, accionó el gatillo.
Según todos los diarios, los protagonistas de la tragedia eran sólo niños.