III
Mientras pedaleaba por el último tramo de mi camino hacia el trabajo, no podía evitar acordarme de aquella otra construcción que apareció un buen día en las proximidades del cementerio de la capital. La levantó con sus manos un hombre africano. Hasta que las autoridades la derribaron, pude distinguir sus contornos desde el coche, cuando visitaba con mi familia el jardín zoológico, que se extendía por un solar adjunto. A diferencia del artista de la rotonda, éste sí alcanzó las páginas marginales de algún periódico. Un inmigrante del centro de África, harapiento y desangelado, había levantado una casa de adobe a las afueras de la ciudad. Lo había hecho con maderas, cartones, plásticos, agua y tierra de la huerta cercana, según el modelo de construcción de su aldea natal. Primero creaba pequeñas estructuras con materiales desperdigados; después las aseguraba cubriéndolas de barro. La edificación tuvo pronto varias estancias. Cuando le preguntaban por qué las necesitaba, el hombre respondía que su mujer y sus hijos habían prometido acompañarlo, que estaban a punto de llegar. No paró de añadir habitaciones hasta que las autoridades municipales lo internaron. Derribaron su casa por estar en suelo público y dijeron que él sufría problemas de salud mental.
En el trabajo, mis jornadas transcurrían con la regularidad y la cadencia de un reloj. Una vez entraba, apenas salía de mi despacho. Dedicaba las horas a informes oficiales y a encuentros con clientes a quienes aconsejaba. Un día, nada más llegar, recibí la resolución de un trámite burocrático que había iniciado hacía unos meses. El resultado fue negativo para mis intereses. Empecé a llorar. Sentía que, a mi alrededor, el mundo se desmoronaba. El trámite era fácilmente subsanable; las consecuencias, minúsculas; mi reacción, desproporcionada… mas no conseguía contener las lágrimas. Mi respiración se entrecortaba y, cuanto más trataba de controlar el llanto, más fuertemente convulsionaba. Sin que nadie me viera, salí del despacho, tomé las escaleras de emergencia y me refugié bajo la sombra de un árbol. El aire fresco de la calle me hizo bien. Frente al edificio había un parque donde encadenaba mi bicicleta todos los días. La busqué con la mirada: allí seguía. Más tranquilo, cogí el teléfono y llamé a mi padre. Empecé a hablar con él de asuntos cotidianos; le pregunté cómo estaba mi madre, si había hablado con mi hermana recientemente… Tras unos minutos de conversación pensé que ya podía abordar el asunto burocrático, pero de inmediato retornaron el sofoco y las lágrimas. Era incontrolable. Desarbolado, dejé que mis pensamientos se conectaran unos con otros, según la ley de la errancia, mientras mi padre permanecía en silencio al otro lado. Le hablé de una pareja de amigos cercanos, que mi mujer y yo conocíamos, que había perdido a su hija pequeña cuando ésta se ahogó en una piscina, durante una actividad extraescolar. Pensaba en ellos todos los días. La ambulancia se retrasó, entró en el hospital inconsciente, falleció unas horas después. De esa desgracia, pronto iba a cumplirse un año. Yo no podía vivir en un mundo en el que esas cosas pasaban, le dije a mi padre; me daba demasiado miedo, no podía soportarlo, no querría vivir si me ocurriera. Incluso había decidido el suicidio que emplearía si algo así me sucedía: me tiraría a las vías del tren. Pensaba en mi mujer, en mí, en nuestra familia: en todas las cosas que podían haber salido mal y no lo hicieron, en todos los cruces en los que un vehículo podría haberme arrollado debido a una distracción cualquiera, en todas las veces en las que había llevado a nuestros hijos en mi bicicleta y me había resbalado, en todas las ocasiones en las que Gabriela y Valentina habían echado a correr por el paso de cebra, sin mirar antes a ambos lados. A poco que un vehículo hubiese cruzado en ese instante; a poco que el pavimento hubiese estado húmedo, el freno gastado… Ni siquiera estaba seguro de que esas desgracias no se hubiesen consumado. Mi cerebro las registraba, le dije a mi padre; seguro que seguían ocurriendo en alguna parte. ¿Cómo saber si este mundo era sólo uno entre infinitos otros, nada más que el destilado de todas las desgracias descartadas? Me sentía afortunado de ser el marido de mi mujer y de disfrutar de los tres niños que me había regalado; pero ¿en cuántos universos paralelos era yo un ser taciturno, enfermizo, solitario? ¿En cuántos habíamos sido destruidos por la muerte? ¿En cuántos me había despedido del mundo antes de cumplir cuarenta años, a manos de un cáncer, un suicidio, un accidente?
Le confesé que vivía obsesionado con la idea de que la vida era un programa informático al que teníamos los cerebros conectados. No es que creyese en esta suposición; es que no podía descartarla, no lograba despedirme de ella y me seguía a todas partes: cuando estaba con mi mujer, con mis hijos, en el trabajo. Llevaba un año dándole vueltas. Mi padre me pidió que le explicara la idea y juntos recorrimos sus implicaciones, tal y como lo he hecho en este escrito. Tratamos de entender el origen de mi fantasía, su razón de ser. Durante la conversación, él me escuchó pacientemente, y al final pronunció las únicas palabras que podían haberme calmado. Lo hicieron, por algún milagro. Me dijo que yo me conformaba con poco, que por eso me sentía afortunado. Y añadió que si me conformaba con poco era porque siempre había vivido con miedo, desde que era un niño: miedo a que, yendo a una cena, él y mi madre tuviesen un accidente de tráfico. Miedo a que unos desconocidos raptasen a mi hermana. Miedo —más tarde— a los viajes, a la noche, a las fiestas con amigos. Miedo a las mujeres y a las drogas. Miedo a la irrelevancia en mi trabajo. A la vejez y a la muerte. A que la vida no tuviese sentido.
Nunca sabré si sus palabras fueron el último recurso de la máquina para domesticar mis pensamientos, o el mensaje sincero de un padre preocupado. Poco importa. Esa noche tuve un sueño. Llevaba a mis hijos conmigo a través de todas las etapas de la historia: lo hacía en carrito, en coche, en avión, en bicicleta, en carroza, a caballo. Las calles se abrían a mi paso y yo siempre tenía la preferencia. Todos los cruces eran iguales y no existían ni el norte ni el sur, el este ni el oeste; ni siquiera me lograba orientar la luz del sol. No seguía un rumbo fijo ni una meta porque las calles avanzaban sin diferencia. Podía ir donde quisiera, pero en cada cruce —en cada esquina— me aguardaba un mural pintado con mensajes de dolor, alertándome y dándome la bienvenida.
Me desperté sobresaltado. A mi lado, la mano de mi mujer dormida reposaba sobre la mía. Desde más allá de la atmósfera, allende los confines del género humano, llegó a mis oídos el rumor quebradizo de un agujero negro. En la línea divisoria entre la luz y la oscuridad, en su horizonte de sucesos, pude verme a mí mismo asomando la cabeza, escalando los peldaños, saltando entre los giros ascendentes de nuestra galaxia en espiral, con la mirada puesta en las estrellas, mientras el vacío y la desgracia seguían creciendo debajo.