Me pregunto quién tiene hoy derecho a escribir sobre algo. Solo los especialistas, podríamos decir. Avergonzados, además, por su especialidad, cuando se trata de transmitirla, o incluso de dar una idea de ella, si se refiere a un campo muy concreto: pongamos por caso la búsqueda de la materia faltante en el universo, el mecanismo de infección por retrovirus o el terrorismo. A medida que las amables nociones de cultura general y honestidad se tornan cada vez más obsoletas, solo la filosofía parece atreverse todavía a plantear grandes cuestiones (como la Belleza, pero también el Mal, el Pensamiento o el Azar) en un alegre y necesario -aunque austero- clima de irresponsabilidad. Escribir sobre algo, si no se es especialista, es, desde luego, toda una irresponsabilidad. A pesar de ello, quien no sea especialista en nada, ni siquiera en generalidades, debe ser, precisamente, quien reflexione con mayor generosidad. Si uno sabe que no tiene ninguna competencia específica, si posee una incapacidad demostrada para pensar en abstracto, si el enfoque teórico le supera o incluso si cree (como forma perversa de buena conciencia) que se aleja de ella porque nunca ha arrojado luz sobre las estructuras ocultas del entendimiento -cuyo conocimiento, a pesar de todo, resulta molesto-, ha de encontrar, a buen seguro, una alternativa.
Una que me llevaría, en este caso que nos ocupa, a no interrumpir estas palabras y continuar, de manera concienzuda, con mi papel de especialista en nada. Podría, por ejemplo, suponer que mi contribución a un debate sobre terrorismo habría de consistir en sostener la cabeza entre las manos, gesto de honestidad donde los haya, y allí, entre los ojos todos de mi mirada interior, preguntarme qué significa para mí, y con concreción, el temblor que creo sentir cuando me enfrento a una cosa hecha por manos humanas y si, por ejemplo, esta conmoción es del mismo orden que la que resuena en mí cuando contemplo, palpo o saboreo algo, a través de cualquiera de mis sentidos, incluido, como dice Michaux, el de la carencia. La apuesta -que, al hacerlo, pueda encontrarme, al menos de forma parcial, con el riesgo de obtener un consenso debido a la banalidad de las hipótesis adoptadas- es casi fatal. No puedo hacer nada al respecto. Solo trato de decir lo que experimento, con esa bella adhesión que consiste en leer, en toda subjetividad. Y si paso, casi instantáneamente, del yo al nosotros, no es porque haya olvidado que debo seguir siendo subjetivo para no ser prepotente. Es más bien porque esta irresistible tendencia a la generalización espontánea forma parte de mi propia sensación, y de la necesidad que a veces me asalta de darla a conocer. Supongo desde ahora, por tanto, que puede transmitirse e intercambiarse.
Si escribiese, en fin, sobre Heinrich Böll -o sobre el caso Böll, que tiene lugar tras la publicación de El honor perdido de Katharina Blum en 1974-, debería justificar, al menos, ciertos postulados. Esto es, tendría que pasar por más aproximaciones aún, por más vagas generalizaciones. Si pretendiera pensar en serio en el caso Böll, evidentemente me prohibiría hacerlo, pero no se trata aquí de pensar demasiado en serio. Mi único objetivo es descender un poco más en la vorágine de la sensación. ¿Cómo evitar, pues, los tópicos que forman parte de la experiencia de cada uno? Tal vez zambulléndonos con audacia en las primeras verdades, sin esperar que el choque de axiomas en el pozo de nuestra mente dé lugar, en medio de los reproches, a alguna segunda verdad que poner en conocimiento. Me muevo, confinado a esta resina pegajosa -ser especialista en nada, y menos aún en Heinrich Böll, aunque esté poblada mi biblioteca de sus obras-, hasta que, congelado a su vez, y convertido en un fósil más ciego y sordo que el difunto Samsa, barrido bajo la puerta por sus diligentes hermanas, incapaz en adelante de percibir mi condición, descanse en el ámbar místico de la literatura.
Empecemos, pues, por el principio de los hechos: el ambiente de los años de plomo, incluso para los que, repito, no somos especialistas, es tenso; lo dominan el miedo al terrorismo, cuya condena, por gran parte de la opinión pública, es unánime, y un interés morboso por la actualidad y las noticias, explotadas por el peor talante de los medios de comunicación. Allí, la reflexión solitaria de Heinrich Böll, de cuya muerte se cumple este mes el cuarenta aniversario, le lleva a publicar, como es sabido, El honor perdido de Katharina Blum, una novela de denuncia. A este título ficticio, el escritor añade una alternativa algo más elocuente. Nada menos que Oder: Wie Gewalt entstehen und wohin sie führen kann. Un subtítulo que, traducido de forma literal, significa: O cómo puede nacer la violencia y adónde puede conducir. La novela hace estallar, de inmediato, la polémica, y lo que llamaremos el caso Böll da comienzo: para empezar, que el blanco del escritor -considerado, de súbito, culpable de la violencia (sic)- no sea el terrorismo, sino la prensa sensacionalista, representada en la novela por el PERIÓDICO (Die ZEITUNG, en el original), un nombre ficticio tras el que puede reconocerse el Bild-Zeitung, fundado en 1952. Dado que, dos años antes, Böll se había posicionado en contra de la persecución mediática de la pareja Baader-Meinhof (que incluso alguien como yo, que no es especialista ni siquiera en terrorismo, sabe que lideraban la sanguinaria Rote Armee Fraktion o Fracción del Ejército Rojo, responsable al menos de treinta y cuatro asesinatos) y, sobre todo, la de personas inocentes acusadas de complicidad, es de imaginar que su novela siga esta línea de pensamiento. En cualquier caso, el hecho de que los protagonistas de la novela no sean terroristas, y que tan solo la sórdida campaña mediática les acuse de serlo, bastará para desatar la polémica.
Nos encontramos ante una situación compleja, es cierto. Poco cuesta imaginarlo: durante los oscuros años del terrorismo en Europa, un escritor de renombre se posiciona no solo para condenar las acciones de los terroristas, lo que satisfaría las expectativas generales, sino también para denunciar ante la opinión pública a los otros culpables. Al hacerlo, provoca una tormenta de reacciones y críticas, que culminan en acusaciones de complacencia -o incluso de complicidad moral (sea lo que sea lo que esto significa)- hacia los terroristas. Incluso si, como bien afirma el profesor Sowinski, «lo que pretendía suscitar Böll era comprensión por la contraviolencia de Katharina ante la violencia dirigida contra ella por la policía y la prensa, y en modo alguno consiente cualquiera de las formas de ejercer el terror, la prensa y ciertos políticos, todos ellos de sesgo conservador, reaccionaron una vez más con agudas polémicas contra el autor y solo entendieron este producto literario como un panfleto político, [pese a que] la crítica social dominante aquí se dirija tanto contra el Estado, con su afán casi totalitario de seguridad, como contra las fuerzas terroristas que niegan el Estado y los grupos de prensa»[1]SOWINSKI, Bernhard. 1993. Heinrich Böll. Stuttgart, Weimar: Metzler, pp. 21-23.
Böll opta, así y todo, por una novela breve y cristalina, con una protagonista femenina, como en la extraordinaria Retrato de grupo con señora (1971), y revela una originalidad llamativa, tanto si hablamos de cuestiones narrativas como estilísticas. Desde su mismo principio, la novela de Böll se presenta como un relato objetivo de enfoque preciso y metódico, que el autor experimenta así por primera vez: «El informe que sigue se basa en algunas fuentes secundarias y en tres principales, que se nombran al principio una vez, pero que más tarde no se vuelven a mencionar. Las fuentes principales son atestados policíacos, el abogado doctor Hubert Blorna y el fiscal Peter Hach, compañero de estudios del anterior, quien -de manera confidencial, se entiende- completó el sumario»[2]BÖLL, Heinrich. 1981. «El honor perdido de Katharina Blum», en Obras Selectas. Barcelona: Planeta, p. 903 (en adelante, todas las citas, extraídas de esta edición, serán consignadas entre paréntesis). La cita de las fuentes de información y la exposición precisa de los hechos, fechas y horas hacen que la narración resulte sobria y desenvuelta, a la manera de una investigación policial: «Los hechos que, tal vez, deberían conocerse en primer lugar son brutales: el miércoles 20 de febrero de 1974, en vísperas de las fiestas de carnaval, una mujer joven, de veintisiete años, abandona su piso, en una ciudad, alrededor de las 18.45 […]. La noche del domingo, casi a la misma hora -más exactamente a las 19.04- llama a la puerta de la vivienda del comisario superior de policía criminal, Walter Moeding. Éste, no por motivos privados, sino oficiales, luce un disfraz de jeque. La mujer declara al asustado Moeding que ella misma, a las 12.15 del mediodía y en su piso, ha matado de un disparo al periodista Werner Tötges» (904).
La objetividad que imita el relato periodístico de un tema ficticio pretende dar a la novela la sensación de una historia auténtica, no sin recordar noticias que han ocupado los titulares. Por supuesto, la ironía del narrador puede colarse entre las líneas de este relato estéril, como en el caso del policía que se disfraza de jeque. Las declaraciones del narrador sobre sus intenciones, su insistencia en exponer los hechos y su pretensión de sobriedad acompañan el relato de Katharina de principio a fin. Sin embargo, en un epílogo que data de 1984, Böll describe su obra como un «panfleto disfrazado de narración»[3]BÖLL, Heinrich. 1986. Die Fähigkeit zu trauern. Schriften und Reden 1983-1985. Bornheim-Merten: Lamuv, p. 32. Se refiere a una forma típica de la literatura occidental y especifica que está escrito contra el PERIÓDICO. La apariencia narrativa no debe disimular el mensaje crítico y amargo, envuelto en ironía por la penosa historia de amor y los viejos temas de novela negra. A veces, parece incluso un libro-investigación que se inspirase en el género policíaco, fuera de lo ficcional, pero con un tono de provocación y polémica necesarios que recuerdan al venerable Dürrenmatt. En el texto de Böll, las acusaciones dirigidas contra el PERIÓDICO adoptan varias formas. La más típica consiste en comparar el relato objetivo de la investigación sobre Katharina con la tergiversación metódica que se hace en los artículos de dicho periódico. Al leer estos artículos, que se citan íntegramente en cursiva, el lector puede comprobar la distorsión de la realidad. Por ejemplo, el narrador describe el comportamiento del periodista Tötges (nombre que podría significar algo así como sociedad de la muerte), en particular su visita no autorizada a la cabecera de la madre de Katharina, que conduce a su muerte, y luego cita el correspondiente artículo del periódico, en el que se culpa a la joven de dicho deceso.
La inevitable comparación entre la realidad y la nociva distorsión de los medios de comunicación incita al lector a formarse su propio juicio. Böll parece inclinarse así por la vía de la objetividad. Fiel a su proyecto de reportaje, no se permite casi ninguna afirmación perentoria, pero su exposición de los hechos no está exenta de indicios y expresiones susceptibles de suscitar la reacción escandalizada del lector. Fingiendo una objetividad absoluta, Böll muestra el camino: «La muerte de la señora Blum, madre de Katharina […], no se trata de un suceso sangriento, aunque tampoco de un caso de muerte del todo natural. Su óbito fue provocado violenta pero no intencionadamente» (971-972). En otras circunstancias, la opinión del narrador se oculta tras el típico estilo burocrático y jurídico de un juicio verbal, que es la herramienta perfecta para hacer balance de la situación y declarar culpable al acusado: «Para asegurarse de que determinados indicios relativamente claros no se pierden ni son objeto de interpretaciones erróneas, es preciso señalar que el PERIÓDICO, causante, a través de su colaborador Tötges, de la muerte -sin duda prematura- de la madre de Katharina, culpó a esta última de la muerte en la edición del domingo. […] Conviene insistir en estas dos falsas imputaciones, porque, además, el PERIÓDICO publicó muchas otras calumnias, mentiras y deformaciones de la realidad, más difíciles de captar» (982-983). Habiendo convocado al lector como jurado, el narrador es capaz de someter al periodista a juicio, declarándolo finalmente culpable.
A pesar de la innegable gravedad de estas acusaciones, el ritmo espasmódico de la narración y la evidente exageración de la trama se pliegan a los propósitos del autor de ridiculizar a la prensa, a la opinión pública y a los biempensantes: «Ella no compartía en absoluto la indignación que dicha entrevista suscitó en el médico. Opinaba tan sólo que aquellas gentes eran asesinos por partida doble, pues terminaban con la vida y la reputación de las personas. Ella, claro está, despreciaba a aquel periodista, cuya misión consistía en arrebatar su honor, su prestigio y su salud a personas inocentes. El doctor Heinen, que por error pensó que su interlocutora era marxista (es probable que leyera en el PERIÓDICO las supuestas declaraciones de Brettloh, el ex marido de Katharina), estaba algo inquieto por la indiferencia de su interlocutora, y le preguntó si opinaba que el método utilizado por el PERIÓDICO era resultado de la estructura. Katharina no sabía lo que quería decir, y negó con la cabeza» (975). La ironía es evidente: incluso el médico jefe de la clínica, un profesional honesto y concienzudo que se escandaliza, con razón, por el acto criminal de Tötges, y declara su intención de presentar una denuncia contra el PERIÓDICO, se deja influir por las mentiras vertidas por éste y permanece insensible a la voz de la verdad representada por la joven, a pesar de su sencillez. Desde luego, el sarcasmo de Böll no perdona a los lectores del Bild-Zeitung. Y siendo tantos, no es de extrañar que su novela tuviera tamaño impacto en la opinión pública.
Una y otra vez, la acusación de enemigo del Estado se repite en las críticas dirigidas a Böll, tras la publicación de su novela.
Su rotundo éxito no hizo sino avivar la inquietud de los patriotas y agravar sus argumentos contra un enemigo del Estado, protector de terroristas y ejemplo nefasto para el creciente número de lectores. Pareciera, si uno atiende solo a sus críticos, que Böll ha ido en contra de la ideología social y política que, con toda justicia, condena el terrorismo. Al denunciar también a otros culpables, comete el error de no denunciar -o no lo suficiente– a los tan aborrecibles terroristas. Es más, juzga a la prensa y al gobierno como corresponsables de esos u otros crímenes similares, precisamente en el momento en que la población parecía apreciar más a ambos, incluidas las izquierdas del país: tras la coalición socialdemócrata y liberal Brandt/Scheel, fue la coalición Schmidt/Genscher (ambos dirigentes, por cierto, con oscuro pasado en los tiempos de Hitler) la que dirigió la RFA en 1974. La prensa, por su parte, desempeñó un papel fundamental tanto en la información como en el compromiso político durante el periodo del terrorismo, del que algunos periodistas fueron víctimas directas. En el libro de Böll, el público cree leer un mensaje oculto tras las apariencias: el relato de Katharina, más que un ataque a la prensa, esconde una legitimación de los terroristas (sic), justificada, además, por su anterior diatriba contra el Bild-Zeitung, aparecida en Der Spiegel en 1971, con el título ¿Qué quiere Ulrike Meinhof, clemencia o un salvoconducto?[4]BÖLL, Heinrich. 1976. «¿Qué quiere Ulrike Meinhof, clemencia o un salvoconducto?», en Nuevos escritos políticos y literarios. Barcelona: Noguer, pp. 217-225.
El titular, aparecido el 23 de diciembre de 1971, se traducía como La banda Baader-Meinhof comete más asesinatos, y rotulaba un artículo en el que se relataba un atraco a un banco en el que había muerto una persona, pero no había indicios de que los dos terroristas, a los que acusaba explícitamente el periodista, fueran los responsables; además, el propio artículo había provocado la intervención del Consejo de Prensa alemán. El (malentendido) apoyo, y tal vez en exceso arriesgado por su parte, de Böll a Ulrike Meinhof provoca un escándalo, pues solo se trataba de exonerarle de esa acusación. Después, la detención de los dos terroristas en 1972 pone fin a la primera oleada de delincuencia organizada y su condena es exaltada en los medios de comunicación. La opinión pública consideró que la batalla de Böll estaba fuera de lugar y era tendenciosa[5]No digamos cuando, unos años después, varios de los miembros del grupo terrorista aparecen asesinados en sus celdas, en extrañas circunstancias, y el propio Böll eleva una protesta sonada por lo que cree formar parte de una conspiración del Estado alemán.. Incluso la policía vio con malos ojos la posición del escritor: tras la reanudación de las acciones terroristas, su casa de campo en el Eifel fue registrada en junio de 1972, nada menos que en busca de pruebas de su proximidad a los terroristas. La polémica continúa hasta la publicación de la novela, que guarda algunas similitudes con el debate. En primer lugar, Ludwig, el amante de Katharina, está probablemente implicado en un atraco a un banco y solo es sospechoso de asesinato, pero los medios de comunicación lo califican, al instante, de gánster y asesino. Es más, los periodistas aparecen como portadores de conducta criminal, los policías incompetentes y el pueblo, ávido lector de las morbosas noticias del periódico, despiadado y desagradable. Las primeras reseñas de la novela propusieron la idea de que el escritor se había vengado de todos ellos. Dado que en la novela no hay terroristas reales, podemos comprobar que la mentalidad general tiende a no distinguir entre delitos: el terrorismo se convierte en un concepto general que lo engloba todo y designa su gravedad. El autor se interesa, sin embargo, por el destino de todas aquellas personas maltratadas solo por haber tenido contacto con criminales, como ocurrió en 1974, a propósito de la calumniosa campaña mediática contra Brückner, un psicólogo, culpable de haber dado refugio a la pareja Baader-Meinhof (como Katharina a Ludwig).
«Se difundió ferozmente el rumor de que esta historia era una novela terrorista», escribió Böll en 1984, pero, insistía, «no hay ni un solo terrorista en esta historia, lo que sí hay son sospechosos de terrorismo»[6]BÖLL, «Zehn Jahre…», Op. Cit., p. 429. Esta fue la primera defensa de Böll, en su discurso de respuesta a las acusaciones vertidas contra su novela durante los diez años siguientes. En particular, el escritor se dirige al informático Karl Steinbuch, que, en una conferencia de 1983, en lugar de nombrar a los autores reales de los delitos de terrorismo, atacó al propio Böll: «¿Cuánta responsabilidad tiene en el recrudecimiento de la actividad delictiva Heinrich Böll (y las muchas personas que comparten sus creencias), por ejemplo, quien -especialmente con su libro El honor perdido de Katharina Blum– ha retratado al portavoz del Estado de Derecho como un pobre idiota y a los terroristas como puros idealistas? […] Un ejemplo extremo de la hostilidad hacia nuestro Estado es el escritor nacional Heinrich Böll, a quien ya se ha acusado –en mi opinión, con razón- de haber abonado el terreno de la violencia con su nociva simpatía por los verdugos»[7]BÖLL, Die Fähigkeit…, Op. Cit., p. 309 (las cursivas son nuestras).
En conclusión: si atendemos a Steinbuch, en una Alemania federal sacudida por un terrorismo sanguinario (como era el caso, asimismo, de Italia con las Brigate Rosse, Reino Unido con el IRA o España con ETA), Böll no solo sería tan peligroso como los terroristas, sino su cómplice declarado, responsable de la violencia criminal. Habría, por tanto, que erradicar sus ideas. Si bien la elección de la terminología y la gravedad de las acusaciones están dictadas por un nacionalismo ingenuo y limitado (cuál no lo es, me pregunto), el argumento crucial contra los peligros que representa la literatura, por su parte (esto es, que la peligrosidad particular de Böll consista en su excelente dominio del lenguaje), tampoco debe tomarse a la ligera. Es un argumento clásico, explotado por todos los regímenes totalitarios y, por eso, mantengo que Italo Calvino tiene razón al decir que el verdadero poder de la literatura emerge en los momentos críticos, en el desafío a la autoridad[8]CALVINO, Italo. 1995. Punto y aparte. Ensayos sobre literatura y sociedad. Barcelona: Tusquets, p. 319. La réplica de Böll a su detractor está impregnada de una ironía magistral. Su reacción a la polémica general es clara: la derecha y la izquierda están disgustadas, la policía y el gobierno se sienten señalados, la prensa se reconoce en el PERIÓDICO, pero Böll solo lamenta que el libro sea, tal vez, demasiado inofensivo. Afirma en varias ocasiones que quería escribir una crítica a la arbitraria y poderosa prensa sensacionalista, capaz de arruinar la reputación de un inocente o de multiplicar las acusaciones injustificadas contra un individuo que ya ha pagado por sus actos, incluso si estos son actos de terrorismo.
En 1977, un caso real planteado por el Bild-Zeitung recordaba al de Katharina: durante la investigación del asesinato del banquero Ponto, una testigo creyó reconocer a la estudiante Eleonore Poensgen como una de las responsables del crimen. Esto bastó para que el periódico acusara sin pruebas a la joven, hija de un respetado juez, de terrorista. Al cabo de unos meses, la muchacha había sido exculpada y el Bild-Zeitung condenado a pagarle una cuantiosa indemnización. Este suceso, que confirmó los proféticos temores de Böll, no convenció a la opinión pública, para la que tanto el escritor como otros intelectuales siguieron siendo estigmatizados y señalados poco menos que como amigos de terroristas. Otra anécdota lo confirma. En un programa de televisión dedicado por la ZDF a la Baader-Meinhof, un moderador acusó a Böll y a los «supuestos intelectuales de izquierdas» de ser «simpatizantes del fascismo de izquierdas […], apenas mejores que los teóricos fundadores de los nazis, que tantas desgracias han traído ya a nuestro país»[9]GERD, Ludwig. 1983. Sprache und Wirklichkeit in Heinrich Bölls Erzählung «Die verlorene Ehre der Katharina Blum». Hollfeld: Bange, pp. 106-107. Unos días más tarde, otro periódico informaba de las numerosas amenazas que un tal Heinrich Böll (tocayo del escritor, sin otra relación con él que esa), residente en Düsseldorf, había recibido por correo y teléfono a raíz del programa. Lejos de señalar la gravedad de estas irracionales acusaciones vertidas contra Böll el escritor, o de preguntarse por las amenazas que había recibido, el periodista prefirió preocuparse por Böll el pensionista, que ya no se atrevía a salir de casa, rogaba que se revelara el vergonzoso homónimo en televisión y afirmaba a diestro y siniestro que él no tenía nada que ver con la política.
Böll -que hizo algo parecido a Sciascia en Italia, quien, después de publicar El caso Moro, exclamaría «ni con el Estado ni con las Brigadas Rojas»- fue acusado de obrar por venganza, lo que, según algunos, motivó la concepción de su novela terrorista. El escritor, acusado de tener un objetivo vengativo, es visto como enemigo del Estado, detractor de los inocentes (la prensa y la clase política) y protector de los criminales. Afortunadamente, la polémica mediática no ha socavado su mensaje, que sigue siendo tan o más válido décadas después: el clima de violencia provocado por la aberrante ola de terrorismo que sacudió a Europa es también culpa de otras instituciones. Este clima ha sido amplificado por la prensa, manipulado por los políticos, explotado con fines deshonestos en su impacto sobre la opinión pública y utilizado para buscar chivos expiatorios elegidos ad hoc. Entre los instigadores de estas maniobras, Böll (y también Sciascia), a través de su narración -tan hábilmente elaborada que se desarrolla, ante nuestros ojos, de una manera casi clínica-, tuvo el valor de denunciar a algunos que desempeñaron con éxito el papel de defensores de un Estado en peligro, pero que en realidad se beneficiaron de este marasmo político y social.
Santa Katharina, honesta empleada de casa, mártir, cordero sacrificial, niega con la cabeza a menudo, pues no comprende lo que ocurre. La dicha secreta de la noche carnavalesca le confina, de repente, a una especie de Archipiélago Gulag kafkiano (si es que tal cosa no es, per se, tautológica). Böll es un crítico mordaz, frío en su ironía y correoso en su simpatía. Katharina y otros como ella son dibujados, con precisión, en una amplia ecuación satírica que muestra cómo -a pesar de los derechos legales y la libertad de prensa- el sistema subsume la personalidad[10]Hasta el punto de haber suscitado literatura, incluso, sobre la aplicación de la novela a la enseñanza del Derecho procesal. Vid., a este respecto: RODRÍGUEZ ÁLVAREZ, Ana. 2014. «La enseñanza del Derecho procesal a través de la Literatura: “El honor perdido de Katharina Blum”, de Heinrich Böll». Revista Jurídica de Investigación e Innovación Educativa (REJIE Nueva Época), (9), pp. 75–88. El efecto rompecabezas tiende a volverse abstracto, pero la preocupación de Böll por dar forma a las fronteras de nuestra vida colectiva es consciente y consumada. De todas formas, Böll trasciende la impersonalidad del reportaje sin caer en el horror periodístico. La relación entre la novela y su entorno inmediato es otra cuestión más compleja, y no caben definiciones limitadas -las ha habido, y no pocas, a lo largo del corpus crítico existente-, ni creo que Böll las aceptara siquiera por un momento. Lo que se ha puesto en el centro de todo es el control de la información por parte de la administración y los medios de comunicación. No hay nada ambiguo en su posición, ya que ha deplorado sistemáticamente la violencia de todo tipo (¿acaso, en verdad, se imaginaría el lector al muy católico y pacifista Böll justificando las tropelías de la Baader-Meinhof?). La novela obtiene su autoridad de la fuerza y la coherencia de la visión de Böll sobre los peligros no sólo del periodismo sensacionalista, sino de los métodos de investigación cuya objetividad es más aparente que real. Es un golpe brillante que la historia se desarrolle en el trasfondo del Carnaval, cuyas principales características explotadas por Böll -la identidad disfrazada y también el antiguo ritual de la muerte y el renacimiento- ayudan a señalar aspectos esenciales del tema de la novela: la duplicidad y corrupción de los representantes de poderosas instituciones públicas y privadas, y la corrupción gradual de la vulnerable e inicialmente honesta figura central que, lejos de salir impoluta de la trágica secuencia de acontecimientos, se ve ella misma reducida (aunque sea por desesperación) al nivel traicionero y violento de sus opresores.
Esto lo sitúa con precisión y proporciona una escala de tiempo fija, además de producir extrañas imágenes de policías y periodistas y un contraste irónico en el que Katharina, que muestra poco interés en las festividades, es llevada para ser interrogada en el mismo momento en que aquellas comenzarían oficialmente. Böll ha elogiado varias veces a Solzhenitsyn (¿cómo no hacerlo?) por encontrar credibilidad en el detalle. Utilizando de forma novedosa los estilemas del documental, esto es lo que consigue, sin duda, en El honor perdido de Katharina Blum. Sobre todo, cuando la novela convierte para sus propios fines los lenguajes despersonalizados de la vida moderna, ya sea el estilo objetivo del reportaje o los modismos del periodismo o el cine. Böll se infiltra en los métodos de una falsa objetividad para mostrar sus limitaciones y luego volverlos contra ella misma. Estos métodos dan forma a una novela cuya trascendencia no puede limitarse -aun con toda su particularidad- a Alemania Occidental. Así, la polémica que ha suscitado atestigua el efecto desconcertante con el que Böll ha vuelto del revés las técnicas de la más aparente objetividad. No obstante lo anterior, al igual que una de sus novelas precedentes, Acto de servicio, plagada de referencias a Reineke Fuchs, El honor perdido de Katharina Blum, ostensiblemente realista y contemporánea, con la seriedad de un coro de luto, casi de refinado panegírico, recurre con tanta sutileza a una venerable tradición literaria y cultural que termina por añadirle una rica dimensión de alusiones a la novela, y contribuye a convertirla, con el tiempo, en representación de la airada polémica que lectores y críticos hemos considerado tan a menudo -hoy mismo y en estas líneas, por ejemplo-, y también, por supuesto, en una sofisticada e imprescindible obra de ficción. Me pregunto quién tiene hoy derecho a escribir sobre Böll. Me pregunto cómo no hacerlo.
| Título: El honor perdido de Katharina Blum |
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Referencias
| ↑1 | SOWINSKI, Bernhard. 1993. Heinrich Böll. Stuttgart, Weimar: Metzler, pp. 21-23 |
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| ↑2 | BÖLL, Heinrich. 1981. «El honor perdido de Katharina Blum», en Obras Selectas. Barcelona: Planeta, p. 903 (en adelante, todas las citas, extraídas de esta edición, serán consignadas entre paréntesis) |
| ↑3 | BÖLL, Heinrich. 1986. Die Fähigkeit zu trauern. Schriften und Reden 1983-1985. Bornheim-Merten: Lamuv, p. 32 |
| ↑4 | BÖLL, Heinrich. 1976. «¿Qué quiere Ulrike Meinhof, clemencia o un salvoconducto?», en Nuevos escritos políticos y literarios. Barcelona: Noguer, pp. 217-225 |
| ↑5 | No digamos cuando, unos años después, varios de los miembros del grupo terrorista aparecen asesinados en sus celdas, en extrañas circunstancias, y el propio Böll eleva una protesta sonada por lo que cree formar parte de una conspiración del Estado alemán. |
| ↑6 | BÖLL, «Zehn Jahre…», Op. Cit., p. 429 |
| ↑7 | BÖLL, Die Fähigkeit…, Op. Cit., p. 309 (las cursivas son nuestras) |
| ↑8 | CALVINO, Italo. 1995. Punto y aparte. Ensayos sobre literatura y sociedad. Barcelona: Tusquets, p. 319 |
| ↑9 | GERD, Ludwig. 1983. Sprache und Wirklichkeit in Heinrich Bölls Erzählung «Die verlorene Ehre der Katharina Blum». Hollfeld: Bange, pp. 106-107 |
| ↑10 | Hasta el punto de haber suscitado literatura, incluso, sobre la aplicación de la novela a la enseñanza del Derecho procesal. Vid., a este respecto: RODRÍGUEZ ÁLVAREZ, Ana. 2014. «La enseñanza del Derecho procesal a través de la Literatura: “El honor perdido de Katharina Blum”, de Heinrich Böll». Revista Jurídica de Investigación e Innovación Educativa (REJIE Nueva Época), (9), pp. 75–88 |