No estoy segura de que ya se hayan inventado las mujeres mayores, pero merece la pena intentarlo.
Estoy esperando la llamada de mi madre que confirme ha dejado de sufrir, que ya ha pasado todo, que al fin descansa. Mi abuela de 91 años se nos está apagando. Decido escribir estas líneas para estar un poco más cerca de ellas, para que la espera sea menos dolorosa, imagino que también para calmar la impotencia que me da imaginarme la escena. Me digo a mí misma que hay cosas más tristes, que estamos viviendo una pandemia, que alguien estará peor. Pero no me sirve. No me da consuelo.
Mi madre y mi tío en una habitación con mi abuela y un gotero. La vida en esa habitación en un circuito de ida y vuelta. Me dice entre sollozos que ya no le encuentran las venas, que el intento de transfusión de anoche fue imposible. Su brazo, consumido y frágil, lleno de moratones. “No me hagas daño, pijo” le ha espetado a la enfermera incluso yendo hasta las trancas de morfina. Esa es mi abuela, mandado a la mierda a quien haga falta. Sus momentos de bordería son los únicos que nos regalan una risa. Se va a ir peleando. Dando caña como siempre. “Pero repijo, me queréis ahogar con la mascarilla” contesta a la enfermera cuando le recuerdan que se la ponga.
Mi abuela la última de las castoras.
viviendo una guerra y una posguerra.
Enterrado a un hijo de muy pocos años,
acompañado a su marido en un momento en el que la salud mental era tabú.
Peleando sin espacio a la ternura.
Pisando la nieve.
Carácter de esparto,
dureza hasta el final.
Poniendo vinagre a las lentejas,
Corriendo callejón arriba.
Preparando pepinos con sal para merendar.
Pan con vino y azúcar.
Muerta de la risa cuando me veía saltar al carro
en movimiento del vecino,
algo así como los juegos olímpicos del callejón.
tenía aptitudes de pueblo latentes
a pesar de la ciudad.
Mi abuela botánica sin título.
Reinado de esquejes y fiera de corral.
Mi abuela amante del pueblo,
“de mi casa no me voy”.
Mi abuela pared encalada,
persiana verde.
Mi abuela y la lápida del abuelo.
Las cortinas de cuadros,
la gata Cristina.
Mi abuela ajo de mortero y migas dulces.
Mi abuela y la pandemia.
Mi abuela y el arroz con conejo.
Mi abuela y el temblor que me recorría el cuerpo
cuando mataba animales.
Golpe infalible en la nuca.
Mi abuela como arma mortal.
Escalofrío en el cuerpo.
Mi abuela fregando el panteón,
haciendo el ritual de muertos.
Guía oficial del museo de la memoria.
Mi abuela y su casa vacía; ajos secos,
botes de conserva listos para llenar.
Mi abuela y el puto protocolo covid,
Mi abuela y 3 pcrs negativas para finalmente
Que un médico firme que tiene covid.
Mi abuela tarareando gitana si tú me quisieras,
Reconociendo en los acordes de mi hermano
una de las pocas certezas de su memoria.
Mi abuela descubriendo el cous-cous,
probando la comida china en los 90.
Mi abuela nubes blancas en el pelo,
Tormenta inminente,
Tacto roto.
Mi abuela patronaje casero,
Romero de cerro,
Flores en el mantel,
Lumbre incandescente.
Ella con el mundo por montera.
Ella diciendo lo que nadie quería escuchar.
Mi abuela apagando cualquier bombilla,
Ecologista de puño cerrado.
Ahorrando con pensión.
Mi abuela enseñándome a rebuscar brócoli,
O como ella decía brúcoli.
Economista alegre
uniformada de mandil.
Le debemos una verbena
a la más dura del callejón.
Texto publicado en Vulva Estelar nº7, femzine ma(u)rciano