Comentario a OLSON, Charles: Llamadme Ismael. Siruela, Madrid, 2020.
[Parergon y puede que primer dato: Pienso que los que buscan respuestas en las estrellas hacen algo erróneo, aunque el lugar no puede ser más adecuado. Ya saben, la ley dentro de mí y el cielo cuajado encima de mí. Estas son las variedades de la experiencia de lo sublime en Koenigsberg hoy Kaliningrado. Todas las constelaciones poseen su historia mítica, lo que llamamos catasterismo, y la de Cetus, en la que se multiplican astros de nombre árabe, es la de un monstruo marino, probablemente una ballena, condenado a yacer siempre más allá de nuestras cabezas con su helado fuego. Por ejemplo, y dentro de sus ciento ochenta y nueve estrellas, la cuarta más brillante es Deneb Algenubi, que significa «la cola sur del monstruo marino», y que parece contar con un sistema planetario. Una de las constelaciones limítrofes a Cetus es Eridanus, que vendría a representar el paraíso para alguien tan familiarizado con el infierno como Malcolm Lowry, él mismo fascinado con la navegación y la novela de Herman Melville]
Cuando el poeta Charles Olson escribe sobre Moby Dick y Melville en Llamadme Ismael, produce, acaso con los restos de una tesis fallida, un artefacto postmoderno en el sentido menos trivial del término, que tiene siempre algo de rapsódico y de crepuscular, algo no tan paradójico para alguien que, como nos recuerda en su elegante epílogo, Carlos Jiménez Arribas, se definió a sí mismo como «un arqueólogo de la mañana.»[1]OLSON, Charles: Llamadme Ismael. Siruela, Madrid, 2020, p. 178. (En adelante citado con el número de página entre paréntesis) Pero ese horizonte, el de la aurora cuando ya ha terminado, porque desde entonces ya se escribe de día (Jacob Böhme) y porque the first hour after noon is night (John Donne), se pliega a una poética bien propia de Olson, de tal manera que el comentario suyo al marino novelista no es un accidente, sino uno de los núcleos de la totalidad de su obra: «Tengo para mí que la existencia de todo ser humano nacido en Norteamérica gira en torno a la idea del ESPACIO, desde la cueva Folsom al día de hoy. Lo escribo con mayúsculas porque aquí es algo mayúsculo. Mayúsculo y despiadado. No es más que geografía, en el fondo, una tierra vastísima desde el mismo comienzo. De ahí surgió el primer relato norteamericano.» (p. 25). A veces esa búsqueda espacial incluye la regresión, la caída en el tiempo. De hecho, el prólogo es una crónica, tremenda precisamente por lo objetivo de la presentación, del canibalismo al que se vieron obligados los marinos del ballenero Essex para sobrevivir (p. 15). Este episodio lúgubre, del que tuvo conocimiento el propio Melville, sobre todo le sirvió para hallar verosimilitud en la agresiva conducta de un cachalote. Y podemos sentir su influencia sobre la Narración de Arthur Gordon Pym de Edgar Allan Poe, así que al menos dos obras maestras de la literatura americana son sus consecuencias. El impacto de esa historia, la epopeya de los náufragos de un buque ballenero empujados a la antropofagia por su terror a los antropófagos, que les hizo elegir el derrotero más alejado de buen puerto, todavía tiene no poco efecto sobre el lector contemporáneo, dado el éxito internacional del ensayo de Nathaniel Philbrick dedicado a este tenebroso acontecimiento, «pues lo peor de todo es encontrar una ballena con el espíritu de venganza y la astucia de un hombre.»[2]PHILBRICK, Nathaniel: En el corazón del mar. Seix Barral, Barcelona, 2015, p. 11. El libro de Philbrick es un magnífico retrato de la comunidad de Nantucket y de la industria ballenera. Aunque he de apuntar que nos resultó particularmente grato hallar en él noticia de los balleneros vascos y de su caza en el atlántico norte. Recuerdo una mañana muy interesante en un astillero de Pasaia, en el que vimos la reconstrucción de la nao ballenera San Andrés, que partió del puerto de Motrico (Gipuzkoa) en 1556, para acabar bloqueada en Red Bay (Labrador). El objetivo de ese proyecto no me pareció pequeño. Nada menos que hacer otra vez, y con embarcación idéntica, la travesía entre la costa blanca y la población canadiense. Es encantadora la novela histórica sobre el particular del vasco británico Edward Rosset, con su desprejuiciado gusto por la aventura marinera.[3]ROSSET, Edward: Los hielos de Terranova. Balleneros vascos. Edhasa, Barcelona, 2016. Por su parte, Philbrick apuntará en otro libro no menos brillante, Why Read Moby-Dick?: «Del mismo modo que Nantucket es en gran parte un constructo retórico, el Pequod no es de este mundo. Es una encarnación mítica de América.»[4]PHILBRICK, Nathaniel: Why Read Moby-Dick? Penguin, New York, 2013, p. 28.
La enfermedad o pecado moral de los mitos es la hibris, esto es, la desmesura de la medida humana, y en su ya clásico ensayo Paul Diel, mostró cómo esa hibris puede ser vanidosa, por cuanto aspira a desbordar lo humano en lo divino, o trivial, en cuanto que implica un descenso ontológico hacia las bestias.[5]DIEL, Paul: El simbolismo en la mitología griega. Labor, Barcelona, 1976. En realidad, el Capitán Ahab parece sufrir de ambas, en una especie de Maëlstrom del alma, que arrastra con él a toda la tripulación y a la nave. Por una parte, y como Fernando Savater escribía en su primer y acaso más bello libro, que toma como exemplum a Ahab del nihilismo activo, para el capitán la dignidad del hombre es total o no existe, todas las injurias que se le infieren son inconmensurables e inadmisibles, ya provengan de los dioses o de las estrellas.[6]SAVATER, Fernando: Nihilismo y acción. Hermida, Paracuellos de Jarama, 2017, p. 90. Esto lo resume Melville en esta frase de Ahab que siempre nos impresionará cada vez que leamos la novela: «Talk not to me of blasphemy, man; I´d strike the sun if it insulted me.» Pero, por otro lado, la historia que nos cuenta encaja a la perfección en un devenir, tal y como los describen Gilles Deleuze y Félix Guattari, esto es como una suerte de danza nupcial, o de destructiva contradanza si se quiere, entre la ballena y lo humano, como un hacerse cetáceo de Ahab y un hacerse humano de Moby Dick. El 25 de junio de 1851, el novelista le escribe a su amigo Hawthorne, después de haberle solicitado una ración generosa de brandy para su inminente visita: «¿Desea que le envíe una aleta de la Ballena a modo de muestra del espécimen? La cola no está hecha todavía del todo… aunque ni el mismísimo fuego del infierno la habrá cocinado antes. Este el lema del libro (el lema secreto): Ego non te baptizo te in nomine… Deduzca el resto usted mismo.»[7]MELVILLE, Herman: Cartas a Hawthorne. La Uña Rota, Segovia, 2016, p. 57. Esta identificación del libro mismo con una ballena no nos puede pasar desapercibida, pues es coherente con este torbellino de sustancias, que es el un bautismo, sí, en el océano, pero in nomine diaboli.
Charles Olson se toma muy en serio esta carta, su indicación de que en el final de la misma se halla el motto secreto de Moby Dick, pues el manuscrito perdido lo halla en la última guarda del último tomo de las obras completas de Shakespeare, el que incluye El Rey Lear, Otelo y Hamlet, y que posee una tipografía lo bastante grande como para dar reposo a sus frágiles ojos, y resulta de entrada harto enigmático: «Ego non baptizo te in nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti -sed in nomine Diaboli.-no se puede definir la locura- Esta y la recta razón son extremos de lo mismo, no del goético (artes negras) sino de la magia teúrgica, que busca su opuesto en la Inteligencia, el Poder, el Ángel.» (p. 81). Creo que en este descubrimiento cifraba el mismo Olson su tesis truncada. Y son tantos los elementos incluidos aquí, mediante una acumulación paratáctica de las múltiples y curiosas lecturas del novelista, que nos muestra también un hecho importante: el libro, como el Pequod mismo, está tan cargado de mercancías: filosofía platónica, cetología, nigromancia, la Biblia, que no sabemos cómo puede navegar, que amenaza naufragar desde el exergo de etimología y citas que ocupa once páginas de la edición que estoy manejando para escribir estas líneas.[8]MELVILLE, Herman: Moby Dick. Alianza, Madrid, 2018. Comentando esta inscripción manuscrita, Olson nos dirá que «tanto Cristo como el Espíritu Santo tienen por fuerza que quedar fuera del mundo de Ahab. Lo que ambos significan es hostil al mundo en el que Ahab se mueve.» (p. 82). Nosotros tenemos derecho a preguntarnos si caben en el propio mundo de Melville, quien parece siempre más veterotestamentario que evangélico, ya con el nombre elegido para el capitán o la pseudonimia con la que se presenta el propio narrador. Podríamos suponer que es su nombre real, pero la fórmula, la que da al principio del relato y título al ensayo de Olson, «Call me…» parece indicar lo contrario. Por cierto que esta locura que no se puede definir viene a arrastrarse aquí en una metonimia de los nombres de la locura (tristeza, melancolía, hipocondría), que de nuevo hace bajar la línea de flotación nada más comenzar, aunque Melville salva la estiba con un magnífico fulgor poético: «cada vez que un húmedo noviembre de lloviznas anida en mi alma.»
Así lo escribe: «Ahab es el brujo. Invoca su propio y malvado mundo. Él mismo utiliza la magia negra en pos de sus vengativos fines. Y cree que con las propias palabras «in nomine diaboli» está pronunciando un maleficio y oficiando un rito de este tipo de magia. El mundo de Ahab está más cerca de Macbeth que de El rey Lear. En él tiene cabida lo sobrenatural. Fedallah campa tan a sus anchas como las Tres Brujas. Aun antes de aparecer en la novela, Ahab ya ha alcanzado esa identificación con el mal que Macbeth tarda toda la obra en lograr, y por puro miedo.» (p. 83). Pero hay también mucho del vínculo de Lear con su loco bufón, en el de Ahab con Pip. Lo que me resulta más llamativo es que uno de los mejores intérpretes de Shakespeare, Harold Bloom, prescinda de esta vía metaliteraria y lo apueste todo por un Melville lector de Cervantes: don Quijote y Ahab son dos idealistas atormentados.[9]BLOOM, Harold: El canon occidental. Anagrama, Barcelona, 1995, p. 149. En fin, una de las cosas que más me gusta de Bloom es estar en desacuerdo con él. Pero volvamos al manuscrito, si Fedallah nos aboca a la goetia o nigromancia, lo cierto es que Queequeg, el compañero de Ismael, es un perfecto representante de la magia teúrgica en su manera más blanca aunque él sea oscuro de piel, y que tanto la novela de Melville como el Gordon Pym de Poe suponen una relativa desarticulación de la presunta dualidad moral negro/blanco. De hecho Leslie Fiedler, con el que resulta tan fácil estar en desacuerdo como con Bloom, aunque la ganancia por este disenso sea significativamente menor, llega a decir: «Moby Dick puede ser leída no solo como el relato de una cacería de la ballena, sino también como una historia de amor, acaso la mayor historia de amor en nuestra ficción, presentada en la peculiar forma americana de la homosexualidad inocente. (…) En Moby Dick el amor redentor de un hombre con un hombre es representado por el que ata a Ismael con Queequeg, mientras que el compromiso con la muerte viene retratado en el vínculo que une a Ahab con Fedallah; pero las dos relaciones son perturbadoras de un modo similar: ambas entre hombres, ambas de un blanco con un negro. En efecto la oscuridad de la piel de Queequeg traiciona una duda sobre el compañero angélico, extrañamente confundido con uno satánico.»[10]FIEDLER, Leslie A.: Love and Death in the American Novel. Dell, New York, 1969, pp. 370-371. ¿De dónde obtiene Melville esta fascinación por la oscuridad? Pues de Nathaniel Hawthorne, o como escribiría Harry Levin, con el que ya resulta más difícil estar en desacuerdo, de aplicar la piedra de toque de los dramas de Shakespeare a los relatos de Hawthorne, que obtienen su fuerza de la apelación a la perversidad natural y a la concepción calvinista del pecado original.[11]LEVIN, Harry: The Power of Blackness. Alfred A. Knopp. New York, 1958, p. 26.
Uno de los aspectos más atractivos de la novela de Melville es el relativo retardo con el que aparece Ahab, en esto comparable también a otro capitán loco, el Hatteras de Jules Verne, ambos destinados a abismarse en su pasión obsesiva. Uno en la profundidad del mar y el otro en el fondo de un volcán que coincide con el Polo Norte al que quiere llegar. No en vano, el filósofo Michel Serres, que ha dedicado un hermoso ensayo a sus rejuvenecimientos (jouvences) de Jules Verne, identifica a Hatteras con otro mago filósofo, Empédocles, que se precipitó en el Etna, para fundirse con su objetivo, en este caso la fisis, la naturaleza.[12]SERRES, Michel: Jouvences sur Jules Verne. Minuit, Paris, 1974, p. 89. Sobre la figura de Ahab y su viaje hacia la destrucción, diría Cándido Pérez Gállego que proporciona una importante alegoría sobre el principio de autoridad, porque «el símbolo en Melville no es el mar, sino el barco, la comunidad o la vida a bordo».[13]PÉREZ GÁLLEGO, Cándido: Navegar por mares prohibidos. Dinámica de la literatura norteamericana. Cupsa, Madrid, 1978, p. 96. Es verdad, ha mostrado la difícil compatibilidad de la democracia con la dirección de un barco, incluso enfatizando los aspectos más ciegamente tiránicos, como en Chaqueta Blanca, memorias de su periodo en la armada. María Lozano Mantecón diría que el método simbólico de Melville es el de considerar el barco como un microcosmos del universo, y que el acto final de desembarazarse de la chaqueta blanca sería como el de despojarse del yo, contaminado por el mal como enfermedad crónica del mundo.[14]LOZANO MANTECÓN, María: El tema del regreso en la literatura norteamericana. Universidad de Zaragoza, Zaragoza, 1977, p. 44. Desde luego que en el libro de Olson, espléndido patchwork de tantas cosas como un barco, en el que cada objeto posee un nombre específico, en busca de una minuciosa clasificación, aparecen a veces la economía política y Karl Marx, algo que no pudo agradar a Eliot pero sí al miglior fabbro Ezra Pound, a quien le dedica Llamadme Ismael, y de quien le separaría la adhesión de éste último al fascismo italiano. Ahab es el demagogo por excelencia, como se revela en su capacidad para enardecer a la masa en el episodio del doblón de oro. Sin embargo Olson lo pone, por así decir, como epítome de la prehistoria de la industria y del capitalismo americanos, en la que las explotaciones balleneras jugaron un papel no pequeño, pero que ya pertenece al pasado. En efecto, no es difícil conjeturar cuánto había de oscuro en esa etapa de acumulación ni los efectos tremendos de esa industria extractiva sobre la vida animal, aunque en el periodo que centra la lectura de Olson y de la novela de Melville, todavía cuenta con la épica del arponeo y de la lucha cuerpo a cuerpo con una criatura mucho más grande que el humano. Ese tipo de caza, sometida además a una serie de restricciones rituales y tradicionales, por parte de una comunidad pequeña indonesia, ha sido objeto de otra crónica cruda y hermosa por parte de Doug Bock Clark, que nos expone con absoluta precisión la dificultad de mantener al mismo tiempo la variedad de las especies animales y la variedad de las culturas humanas, ya que estas se desploman en una insípida y a menudo feroz igualación global. La belleza del libro de Bock Clark no se halla en este diagnóstico, sino en esa particular incapacidad, que ya había llamado la atención de Claude Lévi-Strauss, de recoger los mitos sin construir nosotros mismos otros mitos nuevos, en este caso de héroes del mar en una época en la que el heroísmo empezaba a ser vetado en el mar.[15]BOCK CLARK, Doug: Los últimos balleneros. Libros del Asteroide, Barcelona, 2021. El poder tiende a disimularse, salvo en esos episodios de enardecimiento de las masas que estudió Elias Canetti, y que hoy, con la resurrección de todas las maneras de lo constituyente y plebiscitario, que tironean a derecha e izquierda de la democracia liberal, ella misma afecta de sus propias enfermedades, y que explicita Ahab, también en esto ejemplar. En cualquier caso Melville no se hace ilusiones, es una de las cosas que nunca hace, puesto que el poder aparentemente más moderado, como en Benito Cereno, puede poseer un fondo de violencia y un furor todo suyo. Si hasta ahora hemos hablado de exaltantes relatos sobre el poder y la muerte, no estaría de más revisar una brevísima historia de Paul Gadenne, en la que Cetus más bien llama al melancólico reencuentro con nuestra impotencia, al llegar una ballena blanca a la playa y quedar varada: «Aquella ballena nos parecía la última; como todo hombre cuya vida se apaga nos parece el último hombre. Su visión nos proyectaba fuera del tiempo, fuera de aquella tierra absurda que, en mitad del estruendo de las explosiones, parecía correr hacia su aventura final. Habíamos creído ver simplemente un animal cubierto de arena: en realidad, contemplábamos un planeta muerto.»[16]GADENNE, Paul: Ballena. Periférica, Cáceres, 2020, p. 38. Se entiende bien que Albert Camus fuese el valedor de este relato mínimo pero conmovedor. Algunas de las estrellas de la constelación Cetus están a 34 años luz de distancia de nosotros. ¿Estamos seguro de que vemos lo que vemos, y no su eco fósil? En el penúltimo capítulo de Llamadme Ismael, en el epílogo, no sabemos si de Melville o del libro de Olson, menciona el desencanto de Melville en Patmos (p. 154). En cambio, yo recuerdo con viveza la visión desde cubierta del paso por la isla, toda iluminada en la noche, durante una travesía desde Atenas a Rodas. Puede que eso que llamamos variedades de la visión no se deba a otra cosa que a la diferente refracción de las almas.
Título: Llamadme Ismael |
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Referencias
↑1 | OLSON, Charles: Llamadme Ismael. Siruela, Madrid, 2020, p. 178. (En adelante citado con el número de página entre paréntesis) |
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↑2 | PHILBRICK, Nathaniel: En el corazón del mar. Seix Barral, Barcelona, 2015, p. 11. |
↑3 | ROSSET, Edward: Los hielos de Terranova. Balleneros vascos. Edhasa, Barcelona, 2016. |
↑4 | PHILBRICK, Nathaniel: Why Read Moby-Dick? Penguin, New York, 2013, p. 28. |
↑5 | DIEL, Paul: El simbolismo en la mitología griega. Labor, Barcelona, 1976. |
↑6 | SAVATER, Fernando: Nihilismo y acción. Hermida, Paracuellos de Jarama, 2017, p. 90. |
↑7 | MELVILLE, Herman: Cartas a Hawthorne. La Uña Rota, Segovia, 2016, p. 57. |
↑8 | MELVILLE, Herman: Moby Dick. Alianza, Madrid, 2018. |
↑9 | BLOOM, Harold: El canon occidental. Anagrama, Barcelona, 1995, p. 149. |
↑10 | FIEDLER, Leslie A.: Love and Death in the American Novel. Dell, New York, 1969, pp. 370-371. |
↑11 | LEVIN, Harry: The Power of Blackness. Alfred A. Knopp. New York, 1958, p. 26. |
↑12 | SERRES, Michel: Jouvences sur Jules Verne. Minuit, Paris, 1974, p. 89. |
↑13 | PÉREZ GÁLLEGO, Cándido: Navegar por mares prohibidos. Dinámica de la literatura norteamericana. Cupsa, Madrid, 1978, p. 96. |
↑14 | LOZANO MANTECÓN, María: El tema del regreso en la literatura norteamericana. Universidad de Zaragoza, Zaragoza, 1977, p. 44. |
↑15 | BOCK CLARK, Doug: Los últimos balleneros. Libros del Asteroide, Barcelona, 2021. |
↑16 | GADENNE, Paul: Ballena. Periférica, Cáceres, 2020, p. 38. |