Termina el verano. También las escapadas vacacionales. La masa líquida en retroceso nos arrastra mierda adentro para formar parte de la gran ola de Kagoenmialma. Ese tsunami que cada septiembre nos arranca del estío para lanzarnos violentamente al hastío. Nos encontramos de golpe revolcados por el fango, desorientados, boqueando como merluzas. Cuesta ubicarse, echar a andar y volver a cogerle el pulso a la rutina. Aunque lo logramos sin darnos cuenta, pues el ritmo de los quehaceres diarios no nos deja apenas tiempo para dolernos. Currar, comprar y roncar. Y mañana… ¡Navidad! Este año toca turrón de chocolate Dubái. Pero no nos adelantemos. Es cierto que el otoño empieza como un puñetazo en la nariz, y cuando logramos abrir los ojos llorosos ya es invierno. Aun así, hay que aprovechar y disfrutar de todo aquello que es único de esta estación: su luz, sus colores, sus sabores. Y su melancolía. Pues también tiene su aquel. Aquí una hermosa definición:
¿Sabes lo que es la melancolía? ¿Has visto alguna vez un eclipse? Pues eso es: la luna se cuela delante del corazón y el corazón ya no brilla. La noche a plena luz del día. La melancolía es dulce y oscura.
Como el regaliz negro, saborizado con el extracto de las raíces recolectadas en otoño. Como el primer amor de la protagonista del libro que alberga esas palabras. Dulce y oscura como el alma de quien practica su libertad de manera instintiva. Un alma hambrienta que, una vez saciada, ha de encontrar un nuevo estímulo, condenada a saltar de una experiencia a otra a la velocidad del título de este libro tan hermoso: Un ritmo de locos.
Y es que en esta novela —o, como dice el traductor en el prólogo, «casi un poema»— la melancolía yace en cada página como una suerte de aroma. Más bien como una sutil melodía. Suena a partita de Bach, a quien el autor escogió para la banda sonora. Y yo elijo partita porque la melancolía acompaña a una presencia aun mayor y más determinante: la seguridad de la protagonista. Aunque no sé si se puede llamar seguridad a una actitud indolente fundada en el instinto. La confesión que hace ella es la siguiente:
Tengo un secreto: la vida me quiere. La vida siempre viene a mi encuentro cuando estoy a punto de olvidarla. ¿Para qué preocuparme?
¿Cómo se puede adquirir esa certeza? Con osadía. Hace falta aventurarse varias veces en la vida para perder el miedo y reconocer la verdad en esas palabras. Y para tener el valor necesario se ha de tener un corazón libre e irrefrenable. En palabras también de la protagonista:
La sabiduría, al contrario de lo que suele decirse, no llega con la edad. La sabiduría no es cuestión de tiempo, es cuestión de corazón y el corazón no está en el tiempo.
En este caso, el corazón no está en nada. Nada lo ata salvo una cosa: un nombre. El cual no se nos revelará en ningún momento. Porque para la protagonista «los nombres son cosa seria». Y no puedo estar más de acuerdo. Asociamos el nombre o el apellido con alguien a quien conocemos; con un carácter particular y cierta información personal. Por eso mismo, para un corazón libre su nombre es una farsa, pues nunca se verá identificado con asociación alguna. Por lo tanto, cualquier nombre es válido. Y para poder ser realmente libre, el nombre es el mayor lastre a la hora de desaparecer.
Qué bien suena esto: desaparecer. Algo casi imposible actualmente. Lo cual dificulta un tanto poder reinventarse. Y lo que para la protagonista es un derecho elemental, para muchos resulta lo contrario.
Puedo oírlos desde aquí. Irresponsable, inmadura, caprichosa, malcriada. No encuentran la palabra adecuada, la única que no está en su vocabulario porque tampoco está en sus vidas: libre.
Alguien habrá que considere egoísta a quien piense así. Y quien realmente lo sea se sentirá ofendido con estas palabras. Para ellos, hay otra sabia reflexión en el libro:
Si, a veces parece que todos nuestros sentimientos, incluso los más profundos, tienen una parte indeleble de comedia. Muy a menudo, su profundidad no le debe nada al amor, sino todo al amor propio. Lloramos sobre nosotros mismos y solo a nosotros mismos amamos.
Y para desaparecer hace falta algo más. Algo que también caracteriza a la melancolía de esta novela: ligereza. Pues no hay desesperanza ni limita la toma de decisiones. La melancolía de la libertad se debe al recuerdo de aquello que quedó atrás. Su dulzura es fruto del amor recibido y añorado. Y su oscuridad es el vacío por llenar. Pero esa sensación de vacío es la que impele al corazón a encontrar algo más. Ese agujero negro imposible de llenar es el que otorga ligereza, pues su voracidad sostiene el avance. Requiere ser alimentado continuamente de la otra ligereza que nos rodea y que
… si a la vez es rara, increíblemente rara, es porque nos falta el arte de recibir, de recibir solo aquello que se nos da por todas partes.
En cuanto a la historia de la protagonista, descubrimos a través del relato de sus recuerdos la forja de esa libertad a través de la experiencia. Una libertad que la guía desde el principio y de la que ha de cobrar conciencia viviendo. O, más bien, escribiendo sobre lo vivido. Dar forma y sentido a una huida constante. Y seguir corriendo, por supuesto. Pues una naturaleza profunda como la mirada de un lobo, con un instinto protector un tanto antisocial y unos particulares gustos adquiridos, seguirá necesariamente su propio camino. Uno en el que toma lo que le ofrecen. Y lo que le quitan, dice no quererlo ya. Un camino que la lleva hacia ella misma, avanzando con soltura de una etapa a la siguiente. Sabiéndose querida por la vida y negando la tristeza. Negándola porque es mentira. Porque esa ligereza que está en todas partes transforma la pena en una dulce melancolía.
Y hay algo más que la protagonista sabe con seguridad. Algo que comprendió pronto y que no da cabida a la tristeza. Sabe que nadie la obligará a hacer nunca nada. Lo cual se traduce en un método a la hora de afrontar la vida; un as en la manga con el que iniciar cada etapa: un ya veremos.
Por eso creo que no hay momento más idóneo del año para la lectura de esta bella novelita con la que Christian Bobin nos ofrece una mirada particular de las vicisitudes de la vida. Un texto, como dice el traductor, «hecho para la escucha interior» en el que encontramos «una invitación a abandonar el miedo, a lanzarse al vacío sin certezas y con la seguridad de que el viento sostendrá nuestro vuelo». Un relato con gusto a otoño, perfecto para solazarse en la melancolía de una tarde de domingo con una infusión a mano y la compañía de Bach. Tómense ese capricho y cojan fuerzas para volver con el clave bien temperado. Y mañana ya veremos.
Feliz regreso.
| Título: Un ritmo de locos |
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