Me lo imagino con su barba de entonces, que empieza a ser canosa, sentado ante el papel. Intuyo las primeras preguntas, que son, a la vez y de igual forma, las últimas: ¿de dónde viene todo esto? La escritura como temor y temblor. La palabra Dios, el más exilado de los vocablos (Jabès), parece demasiado inmensa como para escribirla. Lo pienso, digo, con su barba de entonces, encontrándose cara a cara con el segundo lenguaje, el del silencio, que es el que aparece cuando uno piensa de dónde vienen las cosas. Ese lenguaje ajeno a la historia, detrás, voz silenciosa que enhebra el mundo todo. Y por eso funciona. Y me lo figuro, incluso todavía antes, frente al desconsuelo de pensar que, cuando la vida llena a su fin, es imposible desear nada más; hallar otro progreso que realizar, sin nada nuevo por venir. Una vida en la que uno se ha convertido, ya fuera de cualquier posibilidad de crecimiento, en lo que siempre ha sido. El temor inunda el alma de este hombre. De un hombre que duda, un buen día. Que empezará, de nuevo, a escribir. A hacerlo de otra forma. Esta vez será una escritura nueva. Como si se frotara los ojos y, al volver a abrirlos, se topase con algo distinto. Su escritura es ahora la de un evangelista que no exige la conversión o aboga por el bautismo, sino que decide, como respuesta a la pregunta fundamental, a lo mejor porque es la única –de dónde viene todo esto-, mostrar en su escritura el rostro de Jesús como el de quien trae el reposo, el que es el reposo. Sus ojos ven bien ahora, aunque sea de noche, que es, sobre todo, cuando escribe.
Y en su obra acaban las cosas por aquietarse como al crepúsculo, pues se sabrá, a la manera del Meister Eckhart, que «soy no nacido y en el modo de mi no haber nacido no puedo morir jamás. Según el modo de mi no haber nacido he sido eterno, no según mi devenir que es temporal. Y por eso soy no nacido y en el modo de mi no haber nacido no puedo morir jamás. […] En mi nacimiento [eterno] nacieron todas las cosas, y si [yo] hubiera querido no habría sido ni yo ni todas las cosas; pero si yo no hubiera sido, tampoco habría sido Dios: que Dios sea Dios, de eso soy yo una causa; si yo no fuera, Dios no sería Dios»[1]MAESTRO ECKHART. 2008. El fruto de la nada. Madrid: Siruela, p. 80. La sacra conversazione es ya, o no lo será nunca, un yo llevado hacia el descanso. Me temo que no nos queda más remedio que ser agustinianos. Y ahora hablo de mí, pero por un instante apenas, pues como a él, que sigue escribiendo a medianoche, y como al santo de Tagaste –cuya poética mirada está puesta en el quietus, persuadida a esa posición por la profundidad de su comprensión de la inquietud, algo que empaña todas nuestras vidas en el mundo terrenal, y por su sentido de que esta inquietud es lo que más necesita remediarse en nosotros-, la visión de un progreso sin fin me provoca vértigo. Prefiero pensar que la vida del mundo futuro no es la provisión de cada vez más fortunas sino, más bien, la eliminación definitiva de las carencias. La muerte es una carencia que la vida de lo venidero elimina y sustituye, definitiva y plenamente, por la vida verdadera. De forma que la ignorancia, otra carencia, será sustituida por el conocimiento; el deseo, por la plenitud; el dolor, por el placer; y así sucesivamente. Todas estas ausencias serán sustituidas por una presencia. Entonces podremos vivir tranquila y plenamente, sin nada más que desear. Así pienso el contenido de la esperanza puesta en Dios. Quia tuum est regnum, et potestas, et gloria in sæcula…
Pero no quiero echar la noche, aún, sobre el texto. Me gustaría decir algunas palabras sobre Jon Fosse. Porque, en lo que a él respecta, debo decir, con humildad, que cuando se anunció la concesión del Premio Nobel al escritor noruego, y escuché su nombre, me fue por completo desconocido. En la Europa continental, empero, era ya importante desde hacía algún tiempo, aunque no tanto por sus novelas como por sus obras de teatro, que habían sido comparadas con las de Ibsen y Beckett, y representadas en algunos de los teatros más prestigiosos. Puedo aceptar la primera comparación, pero siempre dudaré de la segunda. Hay demasiada gracia en Fosse, y sopla donde quiere, como para poder confrontarle con un Beckett. A lo mejor, entonces, uno de los motivos que podría explicar su desconocimiento en nuestro país tenía que ver con su temática aparentemente insana. Porque para venir a lo que gustas, has de ir por donde no gustas. Sus novelas presentan a menudo personajes atormentados por la soledad, desesperados y contemplando un final que, en algunas ocasiones, implica el suicidio.
Aunque hubiese llegado antes a muchos lectores, estos, a buen seguro, se habrían dejado guiar por el estigma sin fe en que han devenido las ideologías y les habría causado rechazo. Este antiguo intérprete que, en su adolescencia, dejó de tocar e incluso de escuchar música, y en su lugar comenzó a escribir poemas y relatos, no ha cesado de explorar, porque ese será el principio y el fin, avizorando entre la neblina de los días. Su escritura es rítmica y está llena de repeticiones, como si intentara mantener una conexión con su pasado musical. Fosse, en aquel tiempo por el que comenzaba mi recuerdo, era ateo y su literatura estaba colmada por la desesperanza. Tampoco el ambiente que le rodeaba, es verdad, ayudaba en lo más mínimo: casi todos sus conocidos eran comunistas furibundos que creían, como es dogma habitual del marxismo, que el arte y la literatura debían ser cuestión política. Sin embargo, Fosse no estaba de acuerdo. Había llegado, me digo, como lo hice yo, a la conclusión real: que el marxismo es, tal vez y nada más, una religión sin Ser, extraña e inhóspita. No, así no podía continuar. Su máxima era que la literatura debía comprometerse consigo misma, antes que intentar alcanzar un objetivo sociopolítico. Poco tardó, pues, el noruego en empezar a cuestionarse su ateísmo. De hecho, resulta fácil imaginarlo empezando a preguntarse, cuando brotaban sin control, de dónde venían todas aquellas palabras. Tal vez sea resulte una historia mucho más conocida y cercana para mí, sólo que, en el caso de Fosse, primero llegó el luteranismo y los cuáqueros, hasta abrazar, finalmente y hasta ahora, el catolicismo. No es difícil tampoco imaginar una especie de reconciliación, o de paz, como él insiste, mediante su escritura, con el mundo. De repente, la cuestión esencial es cómo llevar a Dios a la escritura, en oposición a la escritura como acto político, que tiende siempre a la deshumanización. Nadie espere hallar aquí didactismo ni moral. Pues, tal vez, haya que repetir, se trate de solo de permanecer abiertos al Misterio.
Si uno comenzara por Septología (Septologien, 2019-2022), hasta la fecha su obra más monumental, que pienso merece ya la condición de ser uno de los grandes libros escritos a lo largo de la historia de la literatura, posible es que, ante la escasez de signos de puntuación, que ralentiza al lector, pensase o comenzase a asimilar el acto de lectura como lo que Fosse parece estar representando: una oración. Su prosa se acerca a la condición de icono verbal. Podríamos estar ante los Sonetos de Donne, aunque sin pirotecnias metafísicas. Más que leer a Fosse, es él quien nos lee, en caso de que se lo permitamos. Su obra no es un tratado sobre la oración, ni sólo una representación de la misma, sino también una historia, contada de soslayo, de la vida. En cualquier caso, he creído más oportuno comenzar por Blancura (Kvitleik, 2023), pues no llega al centenar de páginas, mientras que los siete tomos de Septología se acercan al millar, y necesitaríamos ahora más tiempo y espacio. Recordemos su argumento: un hombre se adentra en un bosque oscuro y profundo, en medio de la nieve, y se pierde. La noche sigue su curso y, de repente, ya desesperanzado, ve un extraño resplandor ante él, en medio de la obscuridad. Se pierde y se encuentra. No hay mucho más que resumir. Su protagonista es un hombre que duda, hasta que deja de hacerlo. Tal vez esta historia tenga nada menos que dos milenios.
Así, el innominado protagonista especula: «¿Qué está pasando, en el interior del bosque, en la impenetrable oscuridad en la que están los árboles, en la que está la nieve blanca, sobre las ramas y por el suelo entre los árboles? Esto es lo que hay aquí. Esto, y luego yo. Y luego esta criatura luminosa […], quizá sencillamente un ángel, quizá un ángel de Dios. Porque mira que era luminosamente blanca la criatura, o quizá fuera un ángel del mal. Porque los ángeles del mal también son ángeles de la luz, quizá todos los ángeles brillen así, tanto los buenos como los malos. O quizá todos los ángeles sean buenos y malos al mismo tiempo, porque eso también podría ser. Y digo: ¿estás ahí? – y oigo una voz decir: sí, sí, sí, ya estoy aquí, pero ¿por qué lo preguntas? – y yo digo: ¿sabes quién soy? – y la voz me pregunta por qué le hablo y no sé qué decir, porque estaba convencido de que era a la criatura luminosa de blancura a quien le hablaba y quien me respondía, estaba tan seguro que ni siquiera me lo pensé, pero ahora creo que tiene que haber aquí alguien, o algo, más. Pero ¿quién podría ser?»[2]FOSSE, Jon. 2023. A Shining. London: Fitzcarraldo, p. 21 (en adelante, todas las citas, extraídas de este libro, serán consignadas entre paréntesis). Pero la certeza de esta heterodoxia también se ve socavada. Rechazando, una y otra vez, la presencia resplandeciente –ya no sé ni lo que digo, debe de ser el frío, y el miedo a estar encerrado en el oscuro bosque, lo que me hace pensar estas cosas (23)-, el hombre sin nombre no puede negar que la voz de la presencia posee algo que podría llamarse amor.
No olvidemos también que, mientras está perdido en el bosque, el desviado peregrino Dante suplica a un ser cuya naturaleza desconoce, pues ha perdido el discernimiento de los espíritus: «Miserere di me, gridai a lui, qual che tu sie, od ombra od omo certo!»[3]ALIGHIERI, Dante. 1965. Obras completas. Madrid: BAC, p. 23. Así clama, frente a la visión velada de Virgilio: Ten piedad de mí, quienquiera que seas, hombre o sombra. Cuando, en Blancura, esta aparición silenciosa, que apenas habla, pronuncia soy la que soy, nos damos cuenta de lo lejos que ha estado el narrador de la fe, pues piensa: «no es la primera vez que oigo esa respuesta, aunque no recuerdo dónde la he oído antes, quizá la haya leído en algún sitio» (26). Entonces, a través de un lenguaje sencillo pero rítmico, Fosse nos atrae a un bosque secular, sólo para describir espíritus extraños con una firme naturalidad. Las fronteras entre lo natural y lo sobrenatural son profundamente porosas. Perdido como Dante, el hombre está «encerrado en un espacio cerrado, en el bosque, y aun así resulta que este espacio carece de límites» (40). Al igual que los habitantes de la Divina Comedia, los personajes de Fosse son en su mayoría continuadores de sus antiguos hábitos terrenales, como cuando la madre del narrador regaña a su marido por no hablar, para concluir: «siempre igual, nunca dices nada, ni siquiera cuando tienes a tu hijo delante, aunque sea a unos metros de distancia, dices nada» (33).
Nos inquieta ver que, cuando el hombre y sus padres intentan acercarse, el uno a los otros, no logran hacerlo: «Era como si no consiguiéramos acercarnos, y lo cierto es que eso es extraño, imposible de entender, a decir verdad» (36). Cada vez más, el desconocimiento es el nombre de la acción. Sólo a la llegada de un guía descalzo y sin rostro alcanzan lo que podría ser un progreso en un estado que «simplemente es, y palabras como brillante, como blancura, como luminosa, parecen carecer de sentido, sí, es como si todo careciera de sentido, y como si el sentido, bueno, sí, como si el sentido ya no existiera, porque todo es solo eso, todo es sentido» (45). También Dante se enfrentó a tal sublimidad, tanto en las cumbres del paraíso como en las entrañas del infierno donde lamenta esta muda limitación, pues carece de versos ásperos y roncos (rime aspre e chiocce), como convendrían para describir el triste foso (come si converrebbe al tristo buco) sobre el que se apoyan todas las escarpaduras restantes del Infierno. Describir el fondo del Universo no es empresa fácil ni siquiera para lenguas que balbucean mamá o papá (non è impresa da pigliare a gabbo discriver fondo a tutto l’universo, né da lingua che chiami mamma o babbo[4]Ibíd., p. 175). Pero para Fosse no se trata simplemente de que nuestras palabras infantiles no puedan hacer justicia a lo espiritual: es como si todo careciera de sentido, y como si el sentido ya no existiera.
La conversión de Fosse al catolicismo, como nos ha ocurrido a otros, le ha supuesto una suerte de reconciliación en su escritura. Un acto de paz. Sí, eso es. Sin lugar para la vacilación, diría que Blancura avanza hacia la reconciliación y lo que podríamos llamar paz, pero puede que algún lector no tenga claro si los medios por los que Fosse nos lleva hasta allí dramatizan el auténtico misterio de Dios o simplemente nos introducen en una especie de etérea ambivalencia. ¿El hombre es purificado, salvado y unido a sus padres sin mérito, por Dios? ¿O está ese final enervado por la gracia ocasional de un Dios del bosque? ¿Se trata de una misericordia manifiesta o de una suerte de salvación sin sacrificio? No importa. La cuestión es leer a Fosse, ahora que aún no es demasiado tarde. De todas formas, que uno salga del bosque sin saber –que uno quiera volver allí, atento a las sutilezas e indecisiones que sustituyen a Virgilio- puede ser uno de los méritos de la ficción de Fosse. Al hacer palpable lo espiritual y lo invisible, nos desafía a tomarnos en serio el llamamiento de las Escrituras: «Amados, no creáis a todo espíritu, sino probad los espíritus si son de Dios» (1 Juan 4:1).
Si hay algo por lo que Fosse destaca es por su habilidad natural para dar voz a lo indecible, algo que esta obra demuestra a la perfección, gracias al uso repetitivo de lo paradójico. Tal uso proporciona al lector una calidad onírica que hace que su lectura resulte placentera. Una sutil exploración del espacio metafísico entre la vida y la muerte, con matices religiosos y paralelismos con el Inferno de Dante, es la mejor literatura noruega que he leído hasta la fecha. Al estilo de Fosse, yo lo resumiría como una historia corta que dura mucho tiempo. Extraño, inquietante, onírica: sí, eso es todo. Breve pero hipnótica, esta obra es uno de esos escritos para los que hay que tomarse tiempo, absorber las palabras y la atmósfera y dejar que se asimilen. ¿Qué quiere decir? Casi da igual cómo se interprete lo que ocurre: ¿una alegoría de la muerte, una experiencia extracorpórea, un sueño o una visión? En el fondo, es la visión que Fosse tiene del hombre y de la lucha que la fe debe hacer contra lo obscuro y los errores de la condición humana. Visión a ratos desoladora, pero siempre poderosa y, por último, lenitiva.
La novela concluye con la flagrante revelación de que todo carece de significado, de que todo es, sencillamente. Hay movimiento y no hay movimiento. Hay un vacío hacia el que caminar descalzos, siguiendo a la criatura luminosa, «paso a paso, suspiro a suspiro, […] y de pronto no quedan más suspiros, solo queda la criatura brillante y resplandeciente que ilumina una nada que respira, que es la que ahora respiramos, desde su blancura» (45-46). La larga y sobrecogedora última frase es tan sobrecogedora como la brevedad de la frase inicial, sumergidos como estamos ya, hic et nunc, en el espacio entre espacios, en ese tiempo sin tiempo de la extraordinaria y absorbente Weltanschauung de Fosse. Como el cuadro de Asle –que reconoce, en Septología, como terminado, y deviene imagen de Dios, «la imagen que está como más dentro de mí… la oscuridad resplandeciente de Dios dentro de mí»[5]FOSSE, Jon. 2023. Septology. London: Fitzcarraldo, p. 670-, lo aparentemente incompleto de la imagen es su compleción, y es una cruz lo que le completa a él. Una vez que Asle se da cuenta de ello, no le queda más remedio que morir.
Bien empecemos por un principio –nel mezzo del cammin di nostra vita mi ritrovai per una selva oscura, ché la diritta via era smarrita– o tal vez por un final –wenn die Rätsel einander drängten und kein Ausweg sich bot, half der Feldweg[6]HEIDEGGER, Martin. 1983. Aus der Erfahrung des Denkens (GA 13). Frankfurt a. M.: Vittorio Klostermann, p. 87 (esto es, para cuando los enigmas se agolpaban y no se vislumbraba salida, ahí estaba siempre el camino de campo)-; bien le otorguen unos visión atea, si es que existe la posibilidad de tal cosa –todo fue un delirio provocado por la muerte por congelación de sus padres, y el resto sólo una de esas rarezas de las experiencias cercanas a la muerte, o podemos decir que en el bosque encontró alguna verdad superior que es incomunicable, excepto como una extraña experiencia de segunda mano para nosotros los lectores-, bien se opte por la religiosa, lo esencial del misterio de Blancura es que es sin respuesta. No es que no sea misterioso, sino que no es misterioso porque no tiene respuesta. Sólo tenemos que aceptar su verdad. Porque si este hombre triste, este Samsa del siglo XXI, realmente encuentra a Dios, el sentido o la verdad, lo hace, sin duda, desde a place of disaffection, moviéndose desde allí (conducción y huida por hastío) a un lugar de atención (se le reconoce, se le llama), movimiento que está representado por la evocación de lo espiritual. Abrirse a la posibilidad de una realidad ampliada es, tal vez, acercarse al mundo y conectar con él de nuevo. Esa expansión será pacífica y esperanzadora o no será, como la propia escritura de Fosse, que nos obliga a un ajuste de cuentas con la parte de nosotros que también se siente sola en el bosque, y quiere ser rescatada y llevada hacia la luz.
Algo de la frenética repetición de Bernhard o de una conciencia walseriana de la incertidumbre, de ser de repente nadie en medio de la nada, mucho más que del –por otro lado maravilloso- mundo de Beckett, es lo que hay aquí, en la búsqueda obsesiva, que da vueltas alrededor de las palabras hasta que resucitan y cobran sentido. Es la noche de Trakl, pero también el final esperanzador de los Cuartetos de Eliot. «No hay una palabra mejor que hermoso para describirlo todo» (22), nos dice Fosse, como si, ahora que ha palpado lo veraz, sepa que este mundo se representa tal y como es. Quizá por eso la escritura de Fosse se ha convertido en algo tan trascendental. Una gnosis donde la escritura, en inmensurables palabras del propio Fosse, se convierte «en el lugar donde algo desconocido, algo que antes no existía, comienza a existir. […] Buscamos acercarnos a un lugar que no comprendemos […]. Un conocimiento indescriptible. Pero que tal vez sea posible expresar por escrito. Un saber que no es algo que sepamos, o poseamos, en el sentido habitual del término, porque tal saber tiene siempre un objeto, sino por el contrario un saber sin objeto, que sólo es. Así que lo que no podemos decir, tenemos que escribirlo, como dijo una vez un filósofo francés no precisamente desconocido (Derrida), parafraseando las palabras de un filósofo austriaco (Wittgenstein)»[7]FOSSE, Jon. 2000. «La gnose de l’écriture», en LEXI/Textes n. 4. Paris: L’Arche/Théâtre National de la Colline, pp. 134-136.
El noruego, experto en el encanto de lo mínimo para conseguir el mayor impacto, afilada esquirla de joya que atraviesa y penetra, con una maestría que evoca sentimientos reales, no emociones banales ni simpatías panfletarias. Puede que en lo que respecta a la situación humana, sea el mundo más cruel de lo que querríamos, pero el amor existe y avanza, incluso desde la cuerda más pequeña de un violín. En toda su obra hay un anhelo de trascendencia. Es un ἦθος, una postura que mantiene en equilibrio el impulso de acumular y el de desprenderse. Como la muerte y la totalidad de los muertos humanos en Septología, escrita siete años después de su conversión al catolicismo, el gran silencio del bosque que protagoniza, junto al narrador, Blancura, es también donde se encuentra a Dios. «Esta quietud que es el silencio creador de Dios, como decía Ales, porque Dios es una luz increada, decía y yo misma he experimentado que la oscuridad negra es la luz de Dios, esta oscuridad que puede estar tanto en mí como a mi alrededor, sí, esta oscuridad que ahora siento que soy, porque en la oscuridad hay una quietud donde la voz de Dios suena en silencio»[8]FOSSE, Septology…, Op. Cit., p. 568, leemos en Septología. O en Ales junto a la hoguera, donde la negrura del fiordo parece iluminada por una luz efímera en sus profundidades, Signe pregunta a su marido por qué quiere remar siempre hacia el fiordo, todo el año[9]FOSSE, Jon. 2023. Aliss at the fire. London: Fitzcarraldo, p. 14 e incluso en Trilogía, en un momento que guarda reminiscencias con la propia Blancura: «Olav se acerca a la puerta, marrón y pesada, y la abre y entra en un oscuro pasillo de paredes de troncos apilados y oye voces, y al final del pasillo ve luz, y oye voces, muchas voces hablando unas en boca de otras, formando un enorme barullo, y se adentra por el pasillo y llega a la luz y ve rostros medio iluminados por las velas y medio ocultos por el humo»[10]FOSSE, Jon. 2022. Trilogy. Dallas, Rochester: Dalkey Archive Press, p. 65. A pesar de la oscuridad y del peligro que presagia, o a causa de ellos, sus personajes se sienten fatalmente atraídos por el gran silencio que hay más allá de sus ventanas y, como escribe Sarah Cameron Sunde, esa ambigüedad específica de la voz de Fosse es la que nos permite mirar dentro de nuestras vidas para encontrar nuestras verdades[11]CAMERON SUNDE, Sarah. 2007. «Silence and space: The new drama of Jon Fosse», en PAJ: A Journal of Performance and Art, Vol. 29, No. 3 (September), p. 60.
Las historias de Fosse podrían estar sucediendo en cualquier momento. Lo elemental desbanca a lo sociológico. Tampoco hay lugar para la metáfora: salvo por la imagen de la blancura, se trata de un lenguaje despojado de adornos, sencillo, coloquial, que avanza hacia la verdad y la comprensión. Podría llamarse flujo de conciencia, pero no me atrevo a utilizar aquí este término. Sólo sé que, visto con una mirada atea, podría encontrarlo totalmente sombrío y hasta predecible. El resto, aunque no sin ambigüedad, lo hallará teñido todo por la esperanza. La prosa de este misticismo de la vida cotidiana, de este realismo místico, como lo llama el propio Fosse, es tan repetitiva y circular que el ojo se desplaza rápidamente por la página, sin miedo a perderse nada, ya que cada nuevo detalle o revelación se tratará con detenimiento. Caminamos por las páginas de Fosse como por la nieve, sólo que a tientas, a oscuras. Nos perdemos y desorientamos a veces, como lo hacen los protagonistas del Circe joyceano. El lenguaje vuelve sobre sus pasos y es un acto de justicia, me digo, que el Nobel fuese para el escritor noruego. Ah, pero la blancura… sí, la blancura y el tiempo del espíritu están en todas partes con nosotros, sedimentados en nuestros pensamientos y el habla nuestra, en nuestros gestos y en el paisaje. Esta percepción del tiempo la encuentra Fosse no en el corazón de la communitas política sino en las afueras del mundo conocido. Su empeño en ver lo que ocurre en las ensenadas mal iluminadas de nuestra existencia es una especie de salvación; su fe en la oscuridad resplandeciente al borde de la vida es utópica, y representa la convicción de que la trascendencia no sólo es posible, sino inmanente a todos nosotros.
Quizá, por eso, en un mundo materialista, desilusionado, cínico, perdido de sí mismo, muchos nos sentimos cautivados por Fosse y su fe, que hubiese tenido cabida, de haberla conocido Charles Moeller, en su monumental Literatura y Cristianismo. Una fe que nos pide aferrarnos a un estado mental en gran medida perdido en la modernidad secular: prestar atención. El lenguaje de Fosse, que nace y muere en sí y consigo mismo, confirma con tenacidad la presencia de Dios. Uno debe repetirse a sí mismo, realizando los mismos gestos una y otra vez, no con la esperanza de alcanzar algún fin, sino con la fe de que así habitará una práctica, desarrollará un ἦθος y aprenderá a prestar atención a uno mismo, al mundo, al tiempo todo que pasa. No se trata de un algoritmo, sino de respirar, de un proceso involuntario convertido en intencional. Como Asle en Septología, podríamos aprender a hacerlo, moviéndonos lentamente, cuenta a cuenta, buscando una cadencia, suerte de teilhardiana Misa sobre el Mundo: «Sostengo la cruz de madera marrón y entonces digo, una y otra vez dentro de mí mientras inspiro profundamente Señor y mientras espiro lentamente Jesús y mientras inspiro profundamente Cristo y mientras espiro lentamente Ten piedad y mientras inspiro profundamente De mí»[12]FOSSE, Septology…, Op. Cit., p. 701. Y todo irá bien, y toda clase de cosas irán bien. Puede que, para llegar a la verdad, deba pasar el camino por una selva oscura. Y, tal vez, veamos allí la blancura de Dios.
Título: Blancura |
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Referencias
↑1 | MAESTRO ECKHART. 2008. El fruto de la nada. Madrid: Siruela, p. 80 |
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↑2 | FOSSE, Jon. 2023. A Shining. London: Fitzcarraldo, p. 21 (en adelante, todas las citas, extraídas de este libro, serán consignadas entre paréntesis) |
↑3 | ALIGHIERI, Dante. 1965. Obras completas. Madrid: BAC, p. 23 |
↑4 | Ibíd., p. 175 |
↑5 | FOSSE, Jon. 2023. Septology. London: Fitzcarraldo, p. 670 |
↑6 | HEIDEGGER, Martin. 1983. Aus der Erfahrung des Denkens (GA 13). Frankfurt a. M.: Vittorio Klostermann, p. 87 |
↑7 | FOSSE, Jon. 2000. «La gnose de l’écriture», en LEXI/Textes n. 4. Paris: L’Arche/Théâtre National de la Colline, pp. 134-136 |
↑8 | FOSSE, Septology…, Op. Cit., p. 568 |
↑9 | FOSSE, Jon. 2023. Aliss at the fire. London: Fitzcarraldo, p. 14 |
↑10 | FOSSE, Jon. 2022. Trilogy. Dallas, Rochester: Dalkey Archive Press, p. 65 |
↑11 | CAMERON SUNDE, Sarah. 2007. «Silence and space: The new drama of Jon Fosse», en PAJ: A Journal of Performance and Art, Vol. 29, No. 3 (September), p. 60 |
↑12 | FOSSE, Septology…, Op. Cit., p. 701 |