Comentario a BELMONTE GARCÍA, Olga: Víctimas e ilesos. Ensayo sobre la resistencia ética. Herder, Barcelona, 2022.
El libro de Olga Belmonte no es de los que parte con las manos vacías, sino que desde el título mismo se hace cargo de una recepción y toma decisiones con respecto a ella. Esto supone elegir la tipología de Primo Levi, pero adoptando una modificación, debida a Jean Améry, de tal manera que, más que a una tipología propiamente dicha, a lo que saludamos en este inspirador ensayo es a una ontología de la catástrofe: «Primo Levi distingue tres tipos de víctimas. Los hundidos son las víctimas que no sobrevivieron a los que sufrieron (en algunos casos, ni como cadáveres). Los salvados son las víctimas que han sobrevivido a la experiencia vivida y han podido dar testimonio del horror. En este caso, hay víctimas que sienten culpa y vergüenza por haber sobrevivido frente a quienes no lo lograron. Finalmente están los herederos, que son los hijos y los familiares de las víctimas y también los espectadores de aquel sufrimiento. En este ensayo no asumimos este tercer tipo de la misma forma. Los hijos y los familiares son en estas páginas lo que se conoce como víctimas secundarias. Para el caso de los espectadores y de quienes heredan como sociedad lo ocurrido, sin ser familiares de las víctimas, preferimos el concepto de «ilesos», inspirándonos en Améry (no los consideramos, por tanto como un tipo de víctimas).»[1]BELMONTE GARCÍA, Olga: Víctimas e ilesos. Ensayo sobre la resistencia ética. Herder, Barcelona, 2022, p. 33. (Citación en adelante con número de página entre paréntesis)
Intentaré mostrar en este ensayo que el cambio realizado por Olga Belmonte no es irrelevante, nada lo es en su libro, sino que obedece a un problema que, con esta distinción dual de víctimas e ilesos, al mismo tiempo y según un solo gesto, se enfatiza y se hurta, y que es el que me ha llevado a proponer este título. Porque todo se juega, en la catástrofe, entre la fuerza y la representación. En primer lugar con la fuerza del victimario que, en último extremo, apunta a lo que ya no puede ser representado, por anulación de la humanidad o muerte del testigo. Pero también es la catástrofe la que nos obliga, la que nos fuerza a representar, aunque solo sea por la fuerza inversa de nuestra resistencia. Y es obvio que cuando hablo de representación me refiero no solo a la imagen, sino al concepto, al derecho o la ética, como fuentes de la representación. Todas ellas se hallan concernidas, violentadas y desestabilizadas, en cada uno de los momentos de su acción, por la presión, muchas veces anonadante, de la fuerza. La representación es lo que resulta forzado por la fuerza. De este singular régimen, que comparte cierta vecindad lógica con el resto de proposiciones incorregibles, da cuenta la autora inmediatamente a continuación: «La voz de las víctimas no es una explicación, es un testimonio de su dolor. Para algunas de ellas, escribir es una forma de drenar su sufrimiento, de recuperar la confianza en el mundo y el vínculo con las personas: una salida al hecho de estar clavadas a sí mismas, a su propio cuerpo y a su herida. Los testimonios de las víctimas son el puente que permite sortear el abismo de sentido, así como el abismo moral entre ellas y el mundo en que (sobre) viven. Sus palabras, sus creaciones, sus acciones son testimonios de un pasado que, para no repetirlo, no podemos olvidar y mucho menos negar.» (pp. 33-34). Yo subrayaría el final, y mucho menos negar. El negacionismo, el revisionismo, como hemos observado aquí y allí a propósito de la shoah, del genocidio perpetrado por los nazis, no es una mera negación sino una especie de continuación del tormento, a veces mediante la argumentación y casi siempre con el exabrupto: «el relato de las víctimas no debería ser ocasión para opinar, no tiene sentido no estar de acuerdo con el sufrimiento del otro, cuestionar su dolor. Esto no significa que la víctima tenga toda la verdad sobre lo ocurrido. Ser víctima no legitima necesariamente las propias opiniones, pero el relato del propio sufrimiento no es una opinión.» (p. 36).
Creo que este es el meollo de la cuestión, la matriz de toda una serie de decisiones políticas, epistemológicas, que no permiten una respuesta simple. Como solía repetir en mis clases: «veo un elefante rosa al final del aula» y «hay un elefante rosa al final del aula», parecen dos proposiciones muy cercanas pero están abismalmente lejos. De hecho, la primera es incorregible, habla de lo que yo veo y de esto no podéis opinar. Podéis hacerlo de lo que he desayunado para llegar a ver tal cosa, pero no sobre si lo veo o no, podéis hacerlo sobre la gestualidad o las acciones concomitantes a mi testimonio que pueden ser o no un índice de mi sinceridad, pero por último uno ve lo que dice que ve. Y uno sufre lo que dice sufrir. Esta singularidad del dolor exige la escucha, el respeto y la atención. El problema es que no sabemos qué más cosas exige. Si es conveniente o no devenir una cultura del victimismo. Daniel Giglioli ha escrito uno de los ensayos más brillantes sobre la naturaleza de la ideología victimista, y con el que de manera inevitable tiene que medirse el de Olga Belmonte. En palabras de Giglioli: «el credo humanitario, en apariencia fraterno, es un sentir soberano que convierte en súbdito todo lo que toca: un campo de refugiados -afirma cándidamente el manager de una organización humanitaria- «no tiene necesidad de democracia para sobrevivir». Soberanía sin política, que se daría allí donde se solidarizara más que con las víctimas con, por ejemplo, los explotados, los oprimidos, los excluidos con los que pudiéramos tener intereses en común (un logos, una praxis): enunciados todos ellos que implican un juicio, justo o equivocado -eso no importa-, y no una simple descarga emotiva.»[2]GIGLIOLI, Daniele: Crítica de la víctima. Herder, Barcelona, 2017, pp. 22-23. La pars destruens del trabajo de Giglioli es más que notable, en cambio la parte afirmativa es sospechosamente endeble, y está por demostrar que el cuidado de las víctimas infecte la rectitud republicana. Ese desequilibrio es el que convierte el libro del profesor bergamasco en una obra maestra del pensamiento reaccionario contemporáneo. Por supuesto que hay una afección o infección que excede a la víctima, pero la respuesta que propone Olga Belmonte es por completo diversa de la inmunológica de Giglioni. Por eso habla de una comunidad de ilesos, dado que el ileso es el no herido, pero no por eso invulnerable: «En nuestra reflexión reservamos el concepto de «comunidad de los ilesos» a este segundo grupo (no a la sociedad en general): la conforman quienes, dentro de la sociedad, y como ilesos, se sienten conmovidos, afectados por el sufrimiento de las víctimas y llamados a responder ante él.» (pp. 124-125).
Escribía Imre Kertész, él mismo víctima de la Shoah, en un libro, Kaddish por el hijo no nacido, que en cierto modo en un texto adherido todo él y como encolado a Fuga de muerte de Paul Celan, que «la comprensión del mundo es la tarea religiosa del ser humano.»[3]KERTÉSZ. Imre: Kaddish por el hijo no nacido. Acantilado, Barcelona, 2002, p. 83. Para el superviviente es preciso re-ligarse con el mundo; salvarse es también hacerlo de la pérdida de mundo, a la que ha sido empujado por la deshumanización. De tal manera que, en un sentido del todo diferente al de las propiedades simples de Moore, lo único que resta como inexplicable es el bien. La Shoah, como todos los genocidios que han urdido los victimarios, tiene como objeto llevarnos hacia lo irrepresentable, a lo desarticulado e increíble. Por eso Ana Carrasco-Conde, en un muy interesante ensayo, Decir el mal, y que por sí solo merecería su propio ensayo, dada la penetración poliédrica en su objeto, retoma el punto de partida de Luigi Pareyson, para quien «lo contrario a la sensibilidad no es la razón sino la incapacidad de sentir».[4]CARRASCO- CONDE, Ana: Decir el mal. La destrucción del nosotros. Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2021, p. 21. Y a eso, con toda seriedad apela Lyotard, cuando ya no se trata de un mero contraste, de una diferencia subsanable en el debate racional, dado que hemos sido forzados a representarnos lo irrepresentable, a comprender lo incomprensible, es decir, cuando nos hallamos dentro de otro régimen: el de la disputa, el diferendo, el disenso, le différend. No hay historia sin disenso, dice, puesto que el reto del historiador, a propósito de Auschwitz, es el de escuchar lo no presentable en las reglas del conocimiento. El disenso nace de un perjuicio y se señala por un silencio, el silencio indica que las frases están retrasadas sobre su acontecimiento y el sentimiento es este retraso.[5]LYOTARD, Jean-François: Le Différend. Les Éditions de Minuit, Paris, 1983, p. 92. ¿Qué quedaría de un seísmo si no quedase nada? Quedan las lágrimas. Solo a través de ella podría recobrar sabor lo insípido, pues de una quiebra similar habla Philippe Nemo cuando nos enfrentamos ante un mal excesivo, insoportable: «Para un enfermo los alimentos carecen de gusto. No obstante, en sí mismos no han cambiado. Lo que se ha modificado es el gusto «subjetivo». Dicho de otro modo, la «sal» que de ordinario les da sabor a los alimentos no se halla en los alimentos mismos, sino en la «otra escena» de la fisiología. Sin ella, los alimentos dejan de ser alimentos. (…) Con la alteración de la significación sucede lo mismo que con la alteración de la fisiología. Algo ha sido modificado, quebrado, en el «cuerpo» de la significación, al igual que en el de la sensación. El «sentido» puede desligarse de las palabras tal como la «sal» puede separarse de los alimentos.»[6]NEMO, Philippe: Job y el exceso del mal. Caparrós Editores, Madrid, 1995, p. 41.
Olga Belmonte menciona la importancia de lo táctil, de la caricia como el instrumento más inmediato del acompañamiento y la acción restauradora (pp. 139-140). Pero yo no descuidaría el papel de lo visual, la representación de la imagen, que es desde luego problemática, pero cuyo ausencia estricta puede resultar igualmente peligrosa, dado que la representación fáctica se sustituye por la imaginaria, pues «la percepción no es neutral, pues funciona con esquemas y patrones que se van interiorizando y dejan fuera lo que no cabe en ellos. (…) Los esquemas del odio se alimentan de peligros imaginarios.» (p. 96). De alguna manera, el imaginario de los victimarios ha de ser contrarrestado con la imagen de las víctimas. El problema está en la labilidad moral de las imágenes, no me refiero ya al problema de la manipulación, con ser este importante, sino a otro previo, que es el de la recepción de las mismas. Creo que Maddalena Mazzocut-Mis ha escrito un ensayo bastante autorizado sobre este particular, dado que se ocupa del límite de lo representable: «El asco es entonces un obstáculo para la compasión y a la vez una medida de disuasión contra la maldad. Por ejemplo, experimentar asco hacia los actos de violencia y sus consecuencias es un elemento que nos guarda de realizar acciones malvadas y sangrientas, sin que intervenga el factor de compasión.»[7]MAZZOCUT-MIS, Maddalena: El sentido del límite. El dolor, el exceso, lo obsceno. Abada, Madrid, 2021, p. 164. No obstante, la experiencia del genocidio nazi nos muestra que el asco, relacionado con la pérdida de moral de la tropa, puede modificar la gestión del exterminio sin paralizarlo, pasando del tiro en la nuca, singularizado e insoportable hasta para los matarifes, al asesinato industrializado mediante gas e incineración. De este último no hay apenas rastro, las imágenes fueron vetadas en Auschwitz o destruidas. Es un acontecimiento que no está, incluso allí donde se archivan las imágenes del acontecimiento, en una suerte de representación vicaria que se refiere a otros episodios de la barbarie y en otros lugares. Georges Didi-Huberman, que no es sospechoso de revisionismo histórico a propósito de la Shoah, ha analizado minuciosamente las pocas excepciones a esta reconstrucción sustitutiva de las imágenes del horror, e incluso ha mostrado hasta qué punto la producción de la memoria por parte del Estado de Israel no se ha visto exenta de manipulaciones de las mismas.[8]DIDI-HUBERMAN, Georges: Imágenes pese a todo. Memoria visual del holocausto. Paidós, Barcelona, 2004.
Comenzábamos, también lo hace Olga Belmonte, con una cesura ontológica, víctimas e ilesos, que se apoya en Primo Lévi y en Jean Améry, ambos víctimas del infierno nazi. No es casualidad, resulta obvio que el mal no es uno sino múltiple, en realidad innúmero, que el cielo está plagado, como dice George Steiner, de estrellas amarillas. Pero ese cromatismo de las estrellas importa, es un efecto de Auschwitz no de su relativización. Así lo subraya Bernard Sichère, arrastrándonos, forzándonos de nuevo a esta lógica de la víctima superviviente, que no es por completo declarativa puesto que dice por demás, como lo hace el juego del llanto: «Parece poco discutible que se haya encontrado en el nazismo la forma casi químicamente «pura» de un mal radical. (…) Podrá objetarse tal vez que ésta es una figura extrema, pero precisamente por eso la creo fecunda, puesto que nos coloca en los límites de la política y al mismo tiempo en los límites de la ética. En los límites de la política, desde el momento en que en el despliegue de la furia destructora, lo que se pone en tela de juicio es la idea misma de hombre; en los límites de la ética, según parecen decirlo los numerosos sobrevivientes del infierno. (…) Hay que dar pues un paso adelante y afrontar ese horror, pero sin dejarse fascinar por él (ésta es precisamente la astucia del malvado torturador). Lejos de mí está la idea de refutar el testimonio de los sobrevivientes cuando ese testimonio nos invita a guardar silencio al asegurarnos que no se puede hablar de algo que no se puede decir; ¿cómo no creerles?»[9]SICHÈRE, Bernard: Historias del mal. Gedisa, Barcelona, 2008, pp. 204-205. Wovon man nicht sprechen kann darüber muβ man schweigen… Tal vez hayamos de cancelar, al menos temporalmente, las imágenes, como en el film de Claude Lanzmann. No hallaremos respuesta. Pero la escucha atenta será una forma de impetración, puede que la única posible. La misma Olga Belmonte propone la filosofía como plegaria y esperanza al final de su ensayo (pp. 152-153). La gracia será la de arribar, en palabras de Elie Wiesel, desde una historia sobre la desesperación a una historia contra la desesperación. Oseh shalom.
Título: Víctimas e ilesos. Ensayo sobre la resistencia ética |
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Referencias
↑1 | BELMONTE GARCÍA, Olga: Víctimas e ilesos. Ensayo sobre la resistencia ética. Herder, Barcelona, 2022, p. 33. (Citación en adelante con número de página entre paréntesis) |
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↑2 | GIGLIOLI, Daniele: Crítica de la víctima. Herder, Barcelona, 2017, pp. 22-23. |
↑3 | KERTÉSZ. Imre: Kaddish por el hijo no nacido. Acantilado, Barcelona, 2002, p. 83. |
↑4 | CARRASCO- CONDE, Ana: Decir el mal. La destrucción del nosotros. Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2021, p. 21. |
↑5 | LYOTARD, Jean-François: Le Différend. Les Éditions de Minuit, Paris, 1983, p. 92. |
↑6 | NEMO, Philippe: Job y el exceso del mal. Caparrós Editores, Madrid, 1995, p. 41. |
↑7 | MAZZOCUT-MIS, Maddalena: El sentido del límite. El dolor, el exceso, lo obsceno. Abada, Madrid, 2021, p. 164. |
↑8 | DIDI-HUBERMAN, Georges: Imágenes pese a todo. Memoria visual del holocausto. Paidós, Barcelona, 2004. |
↑9 | SICHÈRE, Bernard: Historias del mal. Gedisa, Barcelona, 2008, pp. 204-205. |