En las páginas finales de En defensa del fervor[1]ZAGAJEWSKI, Adam. 2005. En defensa del fervor. Barcelona: Acantilado, nos topamos con algo que se pretende clarificador y sin embargo, por un instante, oscurece la búsqueda de la verdad. Leemos a Zagajewski –a quien, ahora in absentia, quisiera dedicar estas pocas palabras-, decir primero que los pensamientos que quien escribe desea expresar no pertenecen a ninguna lengua humana. Y después, apenas unas líneas más abajo, que los únicos testigos de la escritura son «el sol y la muerte» (p. 215).
Se nos exhorta pues, en toda la obra del intelectual, y no sólo en este libro, a un incesante deambular entre las ideas y la trascendencia, entre la necesidad de honestidad y transparencia en la vida colectiva, la necesidad del bien, y, por otro lado, el insaciable anhelo de algo más, de epifanía, de éxtasis en el que se revela un sentido superior (pero nunca plenamente, y nunca con total claridad). De algo que se espera. De algo que se espera que seamos testigos. Me pregunto si la que es ahora nuestra condición de testigos –compartida con Zagajewski- no nos obliga a reconsiderar la cuestión del acontecimiento. ¿Qué es lo que esperamos que suceda? ¿Qué aguardamos? ¿O es que acaso estamos mirando mal? Este merodeo que encuentro en la escritura de Zagajewski (algo que recuerda a Saint-Simon y a Benjamin, por consignar dos extremos) no conduce tanto a una demostración como sí a desviaciones, que nos obligan a cuestionar nuestros propios modelos de funcionamiento. Existe el viajero despistado y el que pone atención. Hay quien pone, incluso, tanta atención que se despista de la mayoría de cosas. Tal vez haya que mirar de otro modo.
Yo diría entonces que, en su retórica de lo excepcional, este memorialista que es, sobre todo, Zagajewski, nos alerta, a partir de lo que hemos podido llamar detalles o curiosidades, de elementos en el límite de lo pensable, y por tanto, diríamos de otra manera, aún inexplicables. Ya no es posible actuar como si los acontecimientos hablaran por sí mismos. El discurso no invalida la escritura de la historia: las formas lingüísticas autobiográficas deben, según Benvéniste, excluirse del relato histórico. Así que no hay aquí un relato, sino la explicación de un testigo. Es el testigo quien ha visto, quien nos permite que veamos. La incantatoria multiplicación del «yo vi», del «yo conocí», en la obra de este poeta y pensador polaco que se marchó de este mundo hace poco, lo demuestra: no se trata tanto de haber sido espectador del acontecimiento como de afirmar que se ha sido testigo. A través de un discurso que intenta transmitir la emoción primaria, se produce un intercambio con el lector, una apelación que va más allá del hecho relatado. La voz que narra no puede separarse de lo que se narra. El lector es así convocado como actor y juez del acontecimiento, a través de una arquitectura poética en la que éste se encarna.
La escritura del memorialista, y más concretamente la narración del testigo, se sitúa bajo el signo de la urgencia, corresponde a una vocación para la que, a su vez, sólo tenemos dos testigos: sol y muerte. Se dirige a nosotros desde un fin, su vida individual parece encontrarse con una trascendencia, y la palabra se vuelve profética. Es entonces esta misma palabra la que adquiere el valor de un acontecimiento: es la acción. El de esta memoria desde el exilio es un lenguaje de la memoria. Así lo ha escrito en uno de sus poemas: «un estrecho camino se eleva desde la memoria […] en el lenguaje de un sueño grandioso»[2]ZAGAJEWSKI, Adam. 2012. Dalla vita degli oggetti. Poesie 1983-2005. Milano: Adelphi, pp. 154-155 (la traducción es nuestra).
Sin embargo, ¿acaso las imágenes deslumbrantes que surgen de su memoria son un riesgo, y la construcción poética que funciona en sus escritos provoca un efecto de fascinación, prohibiendo cualquier acceso al conocimiento? Para plantear la pregunta con ingenuidad: ¿qué le ocurrió realmente a Adam Zagajewski? Cada una de las imágenes nace bajo su pluma cuando el pensamiento se apodera de lo que el poeta ve. Pero, para el lector, lo que hace el acontecimiento es también este poder no documental de las imágenes del polaco. La urgencia de contar pertenece tanto a la historia como a la literatura. Es un gesto tanto político como poético. La obra de arte no puede ni debe pensarse como algo que no representa nada fuera de sí misma. Sus imágenes entregan un jirón de lo real, según la expresión de Lacan, en un diálogo entre un emisor y un receptor, y en el caso particular del testimonio, en una especie de copresencia de estas dos instancias: pone al lector en medio de los actores, a través del memorialista. Es una transmisión en la que el acontecimiento es la propia palabra. Su escritura hace historia porque es un acto situado en un tiempo y un lugar. El intercambio entre las disciplinas historia y literatura es, pues, doblemente evidente en este caso: la obra histórica se mide también por su valor artístico y lo que constituye el acontecimiento en una obra literaria, en su propia singularidad, es también objeto de estudio para el historiador.
Los ensayos de En defensa del fervor se dedican a un vagabundeo fructífero. Geográficamente, entre puntos de exilio –como son Cracovia, París, Houston, Lvov- y estilísticamente entre una amplia crítica cultural y una serie de lecturas más estrictas de escritores concretos. Al final del ensayo homónimo del libro, Zagajewski extrapola un bien mayor del conjunto de obras de doble filo que creó Miłosz: «A lo mejor, pues, el fervor verdadero no divide sino que une. Y no conduce al fanatismo ni al fundamentalismo. Tal vez algún día el fervor vuelva a nuestras librerías y a nuestras mentes» (p. 34). Entonces es ese el más auténtico y deseable de los acontecimientos: el regreso total del fervor. Un regreso ontológico que es la misma vida del pensamiento, el retorno del ser al pensar –que han visto, de forma simultánea, tanto Heidegger[3]HEIDEGGER, Martin. 2016. El evento. Buenos Aires: El Hilo de Ariadna como Deleuze y Guattari[4]DELEUZE, Gilles, Felix Guattari. 1991. Qu’est-ce que la philosophie. Paris: Minuit-, que altere y haga mudable nuestro modo de filosofar. Si se quiere, acaso, nuestro modo de leer el mundo de forma más atenta.
La lectura atenta es una parte integral de gran parte de los escritos de Zagajewski. Y es que tal vez haya, una vez más, que mirar de otro modo: «Aunque la correlación entre la obra de arte y su repentina iluminación adquiere una justificación metafísica, el significado último de esta iluminación sigue siendo -como en la mayoría de las epifanías modernas- indeterminado […] para comprender la naturaleza de las epifanías de Zagajewski es fundamental relacionarlas con sus observaciones sobre la existencia de los objetos. Para que las epifanías se produzcan, es necesaria la reciprocidad entre el mundo interior del poeta y los objetos que encuentra»[5]MADRA-SHALLCROSS, Bozena. 2002. Through the poet’s eye: the travels of Zagajewski, Herbert, and Brodsky. Illinois: Northwestern University Press, p. 39.
Estamos, en sus últimos libros, ante un lirismo que, al captar un fragmento de la realidad, tiende a expresar su sustrato misterioso y no quiere limitarse a la descripción del mundo sensible. Sin embargo, sería un error ver a Zagajewski simplemente como un esteta. El anhelo de belleza no le impide ver el abismo de la fugacidad humana y la crueldad del mundo. Para él, la ética y la estética están vinculadas de forma diferente a la concepción de su amigo Miłosz, de una generación anterior y testigo, como muchos poetas del siglo XX, de la guerra y la violencia de las dictaduras nacionalsocialista y comunista. Para Miłosz, la belleza es un salvavidas para escapar del mal del mundo. Para Zagajewski, en cambio, representa otra dimensión que transpira detrás de lo material, y por tanto tiene un valor cognitivo, gnoseológico, más que lenitivo, tiene una función de equilibrio del dolor.
Quizá porque tan sólo defender un fervor venidero, ontológico, nos ahuyente el dolor por un instante o lo equilibre. Dentro de la carencia que Zagajewski encuentra en las sociedades capitalistas contemporáneas –expresamente, que «hoy en día, el fervor, la seriedad metafísica y la valentía de emitir juicios perentorios son rasgos sospechosos […] acaban en el banquillo de los acusados, sin largas y detalladas pesquisas» (p. 30)- halla también una ironía ya hecha, sin tiempo para la sublimidad, la nobleza o la santidad. Aunque Zagajewski distingue entre la ironía que utiliza, por ejemplo, Mann en la lucha por viciar el fascismo, y de los anuncios o la ironía simplista del estudiante universitario, detecta una amenaza común que se esconde detrás de cada una de estas formas: la parálisis. Si buscamos los síntomas de este mal, debemos tratar de encontrar lo siguiente: una aversión al estilo elevado, una vanguardia perpetuamente en rebelión, un retroceso de la generosidad y la sinceridad. Para los estadounidenses que siguieron las guerras culturales en el mundo académico y artístico durante los años ochenta y noventa, esta apreciación parecerá gastada, y lo es. Pero Zagajewski no es un anticuario, sino un promotor de los valores liberales y un hábil ironista.
Después de exponer sus puntos de vista sobre nuestro letargo actual, Zagajewski cambia de marcha. La energía polémica de los dos primeros ensayos da paso a algo más meditativo en los relatos de viajes, retratos de artistas y reflexiones sobre la modernidad. En La Cracovia intelectual se eriza cuando Edward Hirsch describe una calle como «proletaria y anodina» (p. 197). Zagajewski le regaña por no haber mirado lo suficiente y señala la historia de la calle, sus posibilidades y sus promesas incumplidas. Por el contrario, en El París de tonos grises se deleita con la obra de Bogdan Konopka, cuyas fotografías de París evocan «la hermandad secreta que une a todas las ciudades hermosas y feas» (p. 203). En Insistencia y brillantez, eleva el sofá del pintor Jozef Czapski a talismán, deleitándose en su poder como depósito de juventud, conducto de actividad social, estación de trabajo y símbolo de independencia. Dilatando lo que se pasa por alto, uniendo elementos dispares y devolviendo el sentido de la maravilla a los objetos que nos rodean, es aquí donde los modos ensayístico y poético de Zagajewski se unen y donde esta colección saca su mayor fuerza.
Así que este libro nos prepara para apreciar cómo el estilo de Zagajewski rectifica todo lo que encuentra a faltar. Aunque temas como el exilio, la poesía y los horrores del siglo XX están presentes en todo el libro, es el estilo –con su apertura a lo mundano y a lo trascendente- lo que lo unifica, convirtiéndolo no tanto en una defensa, como sí en un manual sobre cómo ver con amplitud. La naturaleza inquieta del polaco, que no renuncia al placer del disparo de despedida, y fortaleciendo nuestro propósito de hacerlo mejor, de apreciarlo más y mejor, da la bienvenida a sus lectores con el entusiasmo de un gastrónomo con inclinación filosófica que pone su dieta en el estante cuando la ocasión lo requiere. Hay un instante de En la belleza ajena que nos ilumina para el resto de las lecturas que podamos hacer en el polaco, y es su comparación entre construir un estado y escribir un buen libro: ambas cosas requieren fuerza y debilidad[6]ZAGAJEWSKI, Adam. 2017. En la belleza ajena. Valencia: Pre-Textos, p. 132. Esto explicaría, quizás, la contradicción que se crea entre la estimulante lectura de este ensayo, con todas sus ráfagas de visión panorámica, y la actitud quijotesca que se deriva de quejarse del lastre perdido. Pero la búsqueda de Zagajewski del ardor perdido proviene de la percepción de Zagajewski de que en la poesía contemporánea «nos encontramos ante una especie de appeasement cobarde con su inevitable política de quiebros y concesiones respecto a la vocación literaria» (p. 37).
Este sombrío diagnóstico, que lo es, no debería apesadumbrarnos ni por un instante, sino que es consecuencia del tacto del autor, y como tal, un ejemplo de rara contención, una atractiva y cálida mezcla de comentarios literarios y memorias, apasionados por cuestiones estéticas pero refrescantemente libres de rencor personal. El deseo de Zagajewski de despertar la conciencia se vuelve estético y ontológico en su obra posterior, no moral y político. «Hasta el día de hoy», nos dirá Magdalena Kay, «defiende la noción de que la verdad puede ser estable, y desdeña el relativismo, sosteniendo que el escepticismo es un lujo occidental que los europeos del Este no pueden permitirse a menudo»[7]KAY, Magdalena. 2012. Knowing one’s place in contemporary Irish and Polish poetry: Zagajewski, Mahon, Heaney, Hartwig. New York: Continuum, p. 32.
Pero en el corazón del libro hay, sobre todo, un enigma en cuya solución no indagaremos: la poesía. De hecho, lo que prima no es la solución, sino el enigma, su incertidumbre y su eternidad. Varias veces el autor plantea la cuestión de la definición de la poesía o de la misión de los poetas, y la respuesta varía sin variar realmente. «Ninguna definición (¡y las hay tantas!) es capaz de formalizar este elemento de la naturaleza» (p. 26), escribe en las primeras páginas. «Los poetas […] no aspiran a encontrar la protosustancia ni el protoelemento, no buscan la unidad del ser de un modo articulado, discursivo y sistemático. Se conforman con una sugerencia, una alusión y una extensa red de metáforas; la idea de buscar una metáfora central única les resulta ajena» (p. 77), argumenta más adelante.
En efecto, Zagajewski destaca por la sugerencia y la alusión. Inevitablemente, condena a su lector al misterio. No hay respuestas, sólo invitaciones, momentos inmóviles en los que el libro se abre a otros libros, los de Brodsky, Miłosz, Nietzsche, Cioran o Simone Weil, entre otros, cuya obra navega entre lo extático y lo cotidiano, lo físico y lo metafísico por citar unos pocos, casi como fragmentos desiguales, rigurosos y febriles, pares de conceptos recorren el libro como bailarinas: la poesía y su duda, la ironía y el fervor, lo cotidiano y lo trascendente. A veces melancólico, este defensa del fervor tiene acentos exaltados que recuerdan a Huida de Bizancio, de Brodsky: la misma inteligencia, el mismo aliento.
Este no es un manual de literatura o poesía, sino el libro de un poeta en el mundo, un hombre entre los hombres.
Sus trece ensayos sobre la poesía y el arte (entre ellos, el titulado En defensa del fervor, Observaciones acerca del estilo sublime, Contra la poesía, La poesía y la duda) y esbozos sobre sus maestros espirituales: Friedrich Nietzsche, Józef Czapski (en cuyo caso, lo que puede parecer una belleza extrema, la creencia en el arte que salva, pasó la prueba de fuego en su vida. Las conferencias sobre la novela de Proust que recibió en el campo de Griazowiec, o el volumen de Norwid que le enviaron desde Polonia y que le salvó de la duda y de la muerte espiritual, y finalmente su obstinada pintura en su vejez, demuestran que el poder del arte no es una ilusión), Zbigniew Herbert (que da lecciones de superación de las propias imperfecciones a través de la poesía) y Czesław Miłosz (al que admira porque fue capaz de tender un puente entre la Ilustración y el Romanticismo), textos sobre lugares y ciudades especialmente cercanos a Zagajewski, como Lwów, Cracovia, París, y el ensayo de confesión Escribir en polaco, que cierra el libro, conforman, pues, un manifiesto especial como este, un libro de la memoria. Quizá porque, como el propio Zagajewski dejó escrito en Una leve exageración, «resulta imposible venerar a los vivos»[8]ZAGAJEWSKI, Adam. 2019. Una leve exageración. Barcelona: Acantilado, p. 136.
Un manifiesto privado, escrito sin agresiones, una declaración de fe que, contrariamente al título de uno de los ensayos, «Contra la poesía», constituye una ardiente defensa del lirismo. Si hay algo contra lo que lucha Zagajewski es la poesía superficial y mezquina. Según el intelectual, la poesía puede conectar lo cercano y lo lejano, lo bajo y lo alto, lo terrenal y lo divino; puede registrar las agitaciones del alma, una disputa entre amantes, una escena en una calle de la gran ciudad, pero también puede escuchar los pasos de la historia, las mentiras de un tirano y no fallará en la hora de la prueba. El arte nos ofrece un viaje que no terminará pronto. El peregrinaje espiritual discurre entre los polos del cielo y la tierra. La mente creativa necesita la presencia de ambos espacios ilimitados; explorarlos conduce a la respuesta a la pregunta sobre el sentido de la vida y la creatividad. Al intentar definir la poesía, el autor se adentra en las regiones sutiles del poema. En su opinión, la creatividad es el fervor; el canto ardiente del mundo, al que respondemos con nuestro propio e imperfecto canto Así pues, todos los textos de este volumen están unidos por la convicción del autor de que la espiritualidad, la vida interior del hombre, es el mayor valor. Yuxtapuestos lo sublime con lo cotidiano, plantea preguntas sobre la relación entre el mundo y la poesía, sobre el sentido de la vida. Y como en su exquisita lectura de Rilke, tendremos que asumir que, una vez alcanzado el límite de lo expresable, hay que correr riesgos «como el jugador que, poco antes de que el casino cierre, arroja sobre la mesa los billetes de más valor: vida, existencia, felicidad»[9]ZAGAJEWSKI, Adam. 2017. Releer a Rilke. Barcelona: Acantilado, p. 59.
En defensa del fervor no es un avance, sino una evolución y profundización constante de la corriente metafísica en la obra de Zagajewski. Se pueden encontrar aquí retratos sombreados de personas e imágenes de ciudades, similares a los que conocemos por la poesía, una continuación de los hilos conocidos de los poemas y ensayos anteriores, especialmente del volumen En la belleza ajena. Esta última fue el manifiesto de la vida interior que, aunque invisible, es infinitamente más rica que la que se marca ruidosamente en la vida cotidiana y se caracteriza por la misma condensación de significados que se encuentra en la poesía. Un lenguaje claro permite hablar con claridad y precisión de temas complejos, y las metáforas permiten alcanzar una gran riqueza de significado. Su destino de posguerra en Gliwice o Breslau debería haberse convertido hace tiempo en el tema de una gran novela. Y si no lo han sido hasta ahora, es también porque nos hemos dejado convencer de que reconstruir el mundo después del diluvio con pequeños trozos del arca no es importante.
Este placer de archivo es siempre intelectual e imaginativo, llevadero y está agradablemente alejado del fetichismo de la escritura autobiográfica. Otros tendrán que tomarse el tiempo de descifrar y recopilar la totalidad de la obra de este pensador polaco que nos ha dejado, pero todos tendrán el placer y el esfuerzo de dar sentido a estos resúmenes del drama de nuestro tiempo. El conjunto no tiene la pretensión de ser exhaustivo, ni la posibilidad de lograrlo. Es variado, aunque algunas constantes se repiten. Estos retazos de crónicas no son una letanía de lo mismo, para contrastar con las creaciones discursivas de la ciudad. El campo que no despega no es sólo objeto de una exacción fiscal inmemorial, es un lugar en mutación, un lugar de contradicción.
Zagajewski, archivero y memorialista, registra primero los hechos más destacados, de los que se deriva una idea de la vida cotidiana, en lo que se asemeja a los libros de la razón. Los múltiples puntos de vista de intelectuales, escritores y amigos sugieren que aún quedan mil cosas por decir. Estas investigaciones están en curso, acaban de iniciarse a la muerte del pensador. Y aunque no siempre estemos en el orden de la oralidad cotidiana, porque lo que nos llega, a fin de cuentas, es una traducción aproximada, entendemos el eco.
Estas afirmaciones dan el rumor de los tiempos, el comentario de los días y así se concreta este abismo de lo que pertenece a nuestro olvido porque lo hemos construido de esa forma tan prosaica. Sin embargo, es a partir de estos hechos supuestamente minúsculos, pero cotejados en masa, que surgen las sagas, como series con personajes y lugares recurrentes. En definitiva, la arqueología de las futuras novelas de nuestras sociedades. El hombre tiene derecho a dar importancia a las experiencias de felicidad intensa y de sufrimiento intenso. Aprende de los libros de autoayuda y de los periódicos de colores que lo que siente no es excepcional, sino repetitivo y banal, porque le pasa a todo el mundo. Pero la alegría o el dolor que experimenta son excepcionales y únicos, porque le suceden en su vida única, y esto es lo que la poesía recuerda, en solidaridad con su soledad.
Me pregunto cuándo fue la última vez que escuchamos una defensa tan apasionada del sentido de nuestras vidas. Quizás ya ni siquiera lo recuerde.
Título: En defensa del fervor |
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Referencias
↑1 | ZAGAJEWSKI, Adam. 2005. En defensa del fervor. Barcelona: Acantilado |
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↑2 | ZAGAJEWSKI, Adam. 2012. Dalla vita degli oggetti. Poesie 1983-2005. Milano: Adelphi, pp. 154-155 (la traducción es nuestra) |
↑3 | HEIDEGGER, Martin. 2016. El evento. Buenos Aires: El Hilo de Ariadna |
↑4 | DELEUZE, Gilles, Felix Guattari. 1991. Qu’est-ce que la philosophie. Paris: Minuit |
↑5 | MADRA-SHALLCROSS, Bozena. 2002. Through the poet’s eye: the travels of Zagajewski, Herbert, and Brodsky. Illinois: Northwestern University Press, p. 39 |
↑6 | ZAGAJEWSKI, Adam. 2017. En la belleza ajena. Valencia: Pre-Textos, p. 132 |
↑7 | KAY, Magdalena. 2012. Knowing one’s place in contemporary Irish and Polish poetry: Zagajewski, Mahon, Heaney, Hartwig. New York: Continuum, p. 32 |
↑8 | ZAGAJEWSKI, Adam. 2019. Una leve exageración. Barcelona: Acantilado, p. 136 |
↑9 | ZAGAJEWSKI, Adam. 2017. Releer a Rilke. Barcelona: Acantilado, p. 59 |