La escritura es una forma de responder a la vida.
De tal modo, reconocer en ella un don incesante no significa negar su irremediable dualidad: el fondo de la vida es aterrador y hermoso. Las dos cosas al mismo tiempo, las dos cosas simultáneamente. Algo así existe en Soberanía del vacío (1985), de Christian Bobin[1]La edición que utilizamos para las citas es BOBIN, Christian. 1995. Souveraineté du vide. Lettres d’or. Paris: Gallimard, pp. 104 (todas las traducciones son nuestras).
Libros como éste -del mismo modo que ocurre con el resto de la obra de Bobin-, son difíciles de considerar como poesía, novela o ensayo. Empero, no es menos cierto que la escritura de Bobin parece estar siempre inmersa en una búsqueda poética y además, una escritura que no se inclina en absoluto por la bondad. Al contrario, asienta la idea de que lo que mueve el mundo no son los buenos sentimientos sino la confianza en que existe el amor. Del mismo modo, reconocer por escrito un don es reafirmar la ambigüedad de la palabra. Hacerse aval, entonces, de ella. En esto el autor francés es ciertamente un poeta. Sabe que en la ambigüedad reside la debilidad y la riqueza de la escritura como multiplicidad de significados que hace que la mirada del escritor se apasione por el mundo porque nada puede decirse definitivamente.
Ni siquiera por el Dios al que Bobin se acerca en silencio, respetuosamente. Es un Dios que no sabe nada, un poco extraño, que también ha olvidado su nombre porque su nombre es miles de nombres: silencio, aurora, nadie, lila.
Un Dios que no sabe, ¿qué puede decir al hombre que lo interroga? Se callará, lo hará en todo caso para hacer posible el diálogo con el hombre, del hombre consigo mismo y con la vida.
Bobin confía sólo en el amor que, como dimensión de apertura total a la vida, hace posible el diálogo. Para él, escribir es un diálogo con un Tú. Y este Tú puede ser una persona real o uno innominado, impersonal, que podría ser el lector, o la vida misma. Esa vida que para Bobin es una fuente de inagotable contemplación.
Para contemplarlo y vivirlo plenamente, Bobin guarda silencio, en soledad, observa más que escribe, escucha más que lee. Él ama la soledad más que a una mujer, confiesa.
Y mira la vida en lo esencial, en su desnudez. La suya es una alabanza a la simplicidad. No hay necesidad de perseguir quimeras de gloria, ni idealismos o el Bobin cristiano. La vida y ningún otro sentimentalismo. Basta con pararse a mirar la lluvia que cae sobre el vidrio porque no hay otra ligereza que la de los gestos que liberan la vida cotidiana. Sin otra pretensión, sin hacer preguntas: «Salí de paseo, para ver gente»[2]Ibíd., p. 15.
Esta es la escritura: una lucha primero con él mismo y luego con el mundo, o más bien con lo que hay en el mundo. Lucha contra el adormecimiento de la mente que nos hace morir en vida, contra las renuncias y abdicaciones ante la barbarie. Contra nuestra violenta negativa a asombrarnos por el mero hecho de vivir.
«Es desde esta soledad que os escribo, desde este silencio que nos iguala, o nos distancia. El inalcanzable dato de la soledad. La mía. La vuestra. Soledad que se torna cada vez más grande, ilimitada»[3]Ibíd., p. 29. Soberanía del vacío es una larga carta dirigida a una persona concreta y real, pero sin nombre. La profunda necesidad del otro. El deseo de escribir, de caminar y leer. El lector al que el escritor debe un respeto absoluto. Y es que en Bobin, lectura y escritura son dos actividades profundamente unidas sobre las que no ha cesado de meditar. Así, leíamos en su Negro Claro (2015): «Un poema es el máximo de sensibilidad que un hombre o una mujer pueda conocer»[4]BOBIN, Christian. 2016. Negro claro. Zaragoza: Sibirana, p. 23.
Soberanía… es, por esta razón, un libro de cabecera, una obra de exhaustiva meditación que abre al lector a la vida y al mundo, con Valéry, Rimbaud, Proust o Scève, y Schubert siempre de fondo. Una profunda y perenne contemplación de la vida para compensar la desesperación y la consternación de vivir, donde la cita literaria no es una erudición sino un puro ejercicio de atención.
A través de su escritura, Bobin intenta redescubrir la pureza interior del recién nacido, la mirada desnuda, libre de conocimientos y prejuicios.
Es la mirada de la nueva criatura que, de alguna manera, también pertenece a aquellos que se acercan a la muerte. Así es como el escritor resucita cada día a una nueva vida. Y a esto llama también al lector. Ya no hay diferencia entre escritor y lector: este último lee con la misma actitud con la que escribe el otro. Lee no para saber sino para olvidar, no para adquirir y acumular sino para perderse y perderse a sí mismo –Soberanía del vacío, por tanto- dejando que su corazón sea acariciado por la lluvia que está en los libros. Porque en los libros llueve, dice Bobin. Una fina lluvia se desliza sobre las páginas, cae sobre el corazón.
Los libros –y esta es otra entidad vital- trazan coordenadas, dibujan mapas para guiar al lector hacia sí mismo, hacia la fuente de agua que despierta su alma adormecida por las convenciones, por todo lo que le ha alejado de la pureza. El lector es como un niño mientras que los escritores son augures. Su mano magnética se apoya en el corazón desnudo del lector, reabsorbe la fiebre, convierte la sangre en agua. Contemplando el mundo en su simple presencia, incluso un rostro, una piedra o una flor pueden aparecer como libros regalados. Sin embargo, el libro -la escritura- tiene una debilidad irremediable: la de estar tan cerca del silencio, de la muerte, que vuelve todo tan simple –o tan inexpresable- como el amor.
La carta de Soberanía… está intercalada con tres pausas, donde la página en blanco de cada capítulo parece querer dar un alcance más amplio a la reflexión y a la vida misma; comienza en una tarde de invierno, marca los días y los pensamientos del escritor hasta la llegada de la primavera, anunciada por los gritos de los niños y la luz que se prolonga cada vez más para abandonar el día. El propio título del libro acompaña al lector en una dimensión meditativa: el silencio y el vacío se hacen necesarios para el encuentro con uno mismo y con los demás. Con Bobin, vemos la infancia en el rostro de la pequeña Hélène, que revela el milagro de las estaciones en su cara, en la mirada atenta del niño devorado por la lectura; con él escuchamos las notas de Schubert y aprendemos a acercarnos a Dios cambiando nuestra percepción porque diríase que, a través de la música, Dios penetra en el aire.
Bobin nos habla de la vida, de la infancia y de Dios haciendo que nuestra mirada se amplíe: «Dios no tiene casa, no la necesita y de hecho cuando ve una, abre las puertas, rompe los muros, quema las ventanas, y todo entra con él, el día, la noche, el rojo, el negro, todo y en cualquier orden, y entonces, y sólo entonces, las casas se vuelven soportables, habitables, porque en ellas está todo, el sol, la luna, la vida alocada, la inmensa dulzura de la locura, los almendrados ojos de la locura»[5]Bobin, Souveraineté, Op. Cit., p. 40. La arquitectura del vacío deviene, entonces, espacio de mediación entre lo público y lo privado o entre el orden de lo común y lo particular, ya no mordisqueado por la realidad sin Dios y no del todo con él.
Leer a Bobin es retomar la imagen ciceroniana de las palabras que se imponen al lector y lo deleitan.
Palabras que pueden aparecer en cualquier punto de la lectura, pueden venir de cualquier parte del texto. No es necesario haber seguido pacientemente toda la demostración. Las palabras negras y claras no son el resultado de un razonamiento que las haga brillar, sino que es su propia fuerza que irradia del lector. «Soy, en mis libros, el único que los habita», como dirá Jabès[6]JABÈS, Edmond. 1984. El libro de las semejanzas. Madrid: Alfaguara, p. 94.
Existe, pues, una coherencia entre la manera en que Bobin dice que escribe y la manera en que lee, que consiste en abrir los libros al azar, con el fin de retener un apaciguamiento, una purificación como la de los pájaros que ignoran la existencia del mal[7]BOBIN, Christian. 2012. Las ruinas del cielo. Zaragoza: Sibirana, p. 35 o una revelación.
En todo caso, procede Bobin aparentemente sin método, sin orden, sin plan ni predicción, y espera recibir las impresiones que invoca hojeando libros o dejándose llevar por la emoción que nace de la contemplación de las cosas diminutas. Por lo tanto, su actitud en la vida cotidiana está totalmente bajo la influencia de la emoción, ya sea en la lectura o en la escritura.
La soberanía del vacío, si es que es posible, se forja a través de la lectura, porque permite experimentar el encuentro, se convierte en el lugar de las posibles revelaciones, entendidas en el sentido de la mística cristiana. Por otra parte, la lucha del mal contra el bien, es decir, de las tinieblas contra la luz, también se toma en parte de esta tradición religiosa. El uso de la oposición entre la luz y la oscuridad debe ser visto como un todo estructurante en la obra del escritor. Con él estamos atrapados, de forma constante, en el movimiento de la luz y el ángel, y la expectativa de la revelación es el fundamento de la actitud del escritor en su vida y en su expresión literaria.
Juste ça, dirá al final del libro[8]Bobin, Souveraineté, Op. Cit. p. 54. Sólo eso, que es decir mucho más que todo. O que ese todo sigue, en fin, su curso.
Título: Soberanía del vacío |
---|
|
Referencias
↑1 | La edición que utilizamos para las citas es BOBIN, Christian. 1995. Souveraineté du vide. Lettres d’or. Paris: Gallimard, pp. 104 (todas las traducciones son nuestras) |
---|---|
↑2 | Ibíd., p. 15 |
↑3 | Ibíd., p. 29 |
↑4 | BOBIN, Christian. 2016. Negro claro. Zaragoza: Sibirana, p. 23 |
↑5 | Bobin, Souveraineté, Op. Cit., p. 40 |
↑6 | JABÈS, Edmond. 1984. El libro de las semejanzas. Madrid: Alfaguara, p. 94 |
↑7 | BOBIN, Christian. 2012. Las ruinas del cielo. Zaragoza: Sibirana, p. 35 |
↑8 | Bobin, Souveraineté, Op. Cit. p. 54 |
[…] Me encanta ir sin bragas – Lola Hernández3. Feminismo espiritual – Lola Hernández4. Ver aparecer el mundo: sobre un libro de Christian Bobin – Daniel Arana5. La Apple de Tim Cook – Amaia Torres6. El miedo y las niñas voladoras […]