Molde. El eco de esa palabra vacía oprimía mis más básicos sentidos. Esos que te permiten sonreír, llorar, tocar, aprender, comprender, maravillarte, amar.
El eco de esa palabra sin sentido me recordaba lo insignificante, irrelevante, infeliz y muerta que me sentía en ese universo donde yo no tenía cabida, donde siempre me sentí al borde, ajena, intrusa, intrascendente, inexistente.
23. Una vida fresca, carne fresca para la fiesta.
23. Una marginal vestida con zapatos de tacón y sueños de insurrección.
23. Y las mentiras eran mis amigas.
Tenía 23 años. Y el mercado me embarcó, me transformó, pero no me absorbió.
Tenía 23 y mi voz comenzaba a escupir sus primeros sonidos cohibidos pero decididos.
¿Vale la pena vivir si estás muerta?
Me preguntaba cuando me escapaba sin pedir permiso a un mundo donde mi ser era amanecer, crecer, arder, ofrecer, renacer.
Un mundo donde cada partícula de mi cuerpo se sentía embriagada de sensaciones, esas que se pasean entre polvo de estrellas.
¿Vivir y no sobrevivir?
Acaso se puede vivir de ¿escribir? ¿bailar? ¿ayudar? ¿viajar? ¿soñar? ¿conocer? ¿amar?
¿Acaso se puede vivir de sentir?
Tenía 23 años cuando vomité la jaula donde dormía, donde mentía.
Esa jaula que me recordaba que mi color de piel sí importaba porque abrumaba.
Esa jaula que conjugaba con el verbo “tener” y no con los verbos “sentir”, “construir”, “compartir”, “resistir”, “resurgir”.
Tenía 23 cuando me tuve que perder para volver.
Tenía 23 cuando finalmente tuve el coraje de escuchar a esa niña salvaje, curiosa, bruja, valiente, loca, bailarina, lectora, escritora, transgresora, soñadora.
Esa niña, hoy de 43, vive para capturar instantes y sentirse viva.
Esa niña que repite con una sonrisa de resistencia que no vale la pena vivir si estás muerta.