Este primer viernes de verano llega a nuestra metrópolis Gabriel Pérez Martínez (Málaga, 1970. Planeta HD 209458 B, al que no piensa ir nunca). Estudió Ingeniería Informática y es profesor en el IES Cánovas del Castillo. Su afición por escribir microrrelatos se remonta a 2015, cuando leyó en Internet, por casualidad, un micro de Nicolás Jarque, autor al que hace unos años entrevistamos en nuestra sección Yo he venido aquí a hablar de su libro. Gabriel ha publicado en diversas antologías y obras colectivas (en las revistas Quimera, Brevilla y Manifiesto Azul, en ¡Basta! contra la violencia de género, en Esta Noche Te Cuento, así como en las antologías de las editoriales EOS Villa y TREA).
Participante asiduo en el recientemente desaparecido Cuenta 140 del suplemento El Cultural de El Mundo, ha sido finalista de varios concursos: Relatos en Cadena (mensual), la Microbiblioteca (mensual) o el Gata Negra. También ha ganado otros como el de la Abogacía Española (mensual), el Wonderland de Ràdio 4 de RTVE y el Certamen Internacional Cardenal Mendoza. A Marte y otras obsesiones (Platero Editorial) es su primer libro, que ha empezado su andadura con excelente pie, ya que ha recibido la Mención Especial del Premio Iscariote al mejor libro de microrrelatos publicado en España en 2023.
Gabriel ha tenido la amabilidad de compartir los siguientes textos de A Marte y otras obsesiones con todos los lectores de Amanece Metrópolis:
Suspenso
Coma criminal es la que se sitúa entre el sujeto y el verbo.
—FundéuRAE
«El hombre al que acaba de llevarse la muerte, tiene ya dos hijos», así comienza su redacción. Hay una coma innecesaria, pero allí solo importa que el sujeto de ese sujeto es el padre de mi alumno.
De pequeños nos enseñan que este signo se aprovecha para tomar aire, y la muerte siempre necesita un respiro, más aún si hablamos de la de tu progenitor. Debería ser obligatorio que cualquier defunción llevara tras de sí una coma y un punto y seguido.
Más adelante, aparece la oración: «La mujer que ahora mismo ha dado a luz, es la esposa del fallecido». Mientras aquel hombre exhala su último suspiro, se convierte en padre por tercera vez. De nuevo sobra la coma, no obstante dar a luz requiere otra pausa, sobre todo si, como en este caso, ilumina la peor oscuridad.
Pienso en el recién nacido que jamás conocerá a su padre, en el otro hermano de mi alumno, en la madre, en mi propio alumno… Aquellas dos comas para nada me parecen criminales. No opino lo mismo del destino, que sí necesita una reescritura.
Nuevo santo
Al asomarme al ataúd de Jacinto, este despertó. Recordé que en su familia se habían dado casos de catalepsia, pero cuando fui a comentarlo ya era demasiado tarde. Al grito de «¡milagro!» me subieron a hombros, me llevaron a la iglesia y me colocaron sobre una peana desde la que era imposible bajar sin matarse. Horas después, vinieron a suplicarme que acabara con la sequía. Les dije que no sabía cómo hacerlo y sin embargo al día siguiente llovió por primera vez en todo el año. A modo de ofrenda, me trajeron comida para alimentarme durante un mes. Pasó una semana y de nuevo se plantaron frente a mí, callados y con ojos tristes. Antes de que hablasen, les pedí que cogieran mi cartera del bolsillo trasero del pantalón, donde tenía la tarjeta de crédito. Con la idea de que me dejasen marchar, les facilité la clave para que sacaran dinero, y me confesaron que habían venido a rezarme para acabar con sus penurias económicas.
Hoy han vuelto a visitarme. Con gesto tranquilo, afirman que yo no soy santo de verdad… Exclamo, aliviado, que por fin se han dado cuenta. Mientras me bajan del pedestal, repiten que no me preocupe, que eso lo van a arreglar con un buen martirio.
Uno más
Buscaba un pueblo escondido en la selva en el que adoraban a los rubios de ojos azules, como yo. Mis compañeros de expedición, desfallecidos, habían regresado a casa. A mí me alimentaba la fe de encontrar esa civilización donde me convertiría en un dios.
Semanas más tarde, a punto de morir por agotamiento, alcancé un río. En la otra orilla, distinguí los restos de los monolitos y las chozas que prometían los mapas. Había cientos de personas rubias y de ojos azules. Ningún rastro ya de indígenas.
Sin confusión
«Nos amamos», decimos al unísono. Le sonrío. Ella se acerca y me acaricia la mejilla. Me emociono, aunque sé que usamos diferentes tiempos verbales.
Hoguera rewinded
Achicharrada por completo, recupero el aliento y me trago los gritos. El fuego se extingue; mi piel y mi carne se recomponen. Un hombre me desata y camino hacia la celda mientras me hidrato con el llanto que reabsorben mis lacrimales. Paso la noche sin dormir, deshaciendo rezos. Vomito la cena, impoluta, sobre un cuenco de madera. El sol sale al atardecer y, cuando llega la mañana, se celebra mi juicio. Empiezan condenándome, pero se echan atrás. Unos soldados me acompañan de nuevo a la celda y, horas más tarde, a mi casa. Allí bailo y canto sin parar de sonreír: he creado una medicina que cura la peste negra. La letra de la canción suena a satánica si se dice al revés. Un vecino me escucha.
Horror de sincronía
El niño se mantiene a flote cuando ya no le hace falta nadar.