Mientras bebo una cerveza en la terraza del bar trato de averiguar qué paja enturbia todos esos ojos ajenos que me miran al cruzar la plaza. Los míos están atravesados por vigas, pero me da igual. Cada cual carga con su propia cruz. Desconozco la de todos esos desconocidos a los que escruto. Ni siquiera sé cuál es la mía. O tal vez todo esto no vaya de pajas, vigas y cruces. No sé por qué se me ocurren estas cosas. No sé por qué he distraído en la ferretería del barrio la palanqueta que llevo en la bolsa de deportes. O sí lo sé pero hago como que no. Tal vez la gente tenga razón cuando habla de mí.
Dejo un billete de cinco sobre la mesa y me encamino a casa; un pequeño ático en un bloque de pisos. Demasiado grande para los dos. Y, sin embargo, ahí estamos. No me cruzo con nadie en el ascensor. Frente a la puerta, saco la palanqueta de la bolsa, la meto entre la hoja y el marco, hago palanca y abro. Entro, voy al salón y me siento en el sofá mientras le dirijo a él una mirada interrogativa al ver que en la mano todavía sostiene la palanqueta. Se encoge de hombros. Me levanto del sofá y voy hasta la puerta; observo los desperfectos, después la herramienta que los ha causado y que todavía agarro con la mano.
Tal vez, la gente tenga razón cuando habla de nosotros.