A principios de septiembre, un lunes de aquellos en que los niños vuelven al colegio y todo el mundo tiene mil cosas de las que ocuparse, se echó a llorar. Sus lágrimas se prolongaron durante semanas en las que brotaron anónimas, confundidas con el alboroto de los pequeños y las discusiones de los mayores. Finalmente, el llanto fue menguando hasta convertirse en un sollozo amortiguado pero persistente, entremezclado con el resto de ruidos de fondo que formaban parte de lo cotidiano.
Una noche, con la familia reunida alrededor de la televisión, un corte de luz dejó la estancia a oscuras. En ese paréntesis de aburrimiento en el que todos parecían encontrarse desubicados y sin saber qué decir, emergió una voz infantil: «¿por qué lloras, abuelo?». Y de repente, la televisión volvió a encenderse.
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