Los vivos nunca mueren. Sólo la muerte muere. Dos oraciones que, juntas, nos colocan frente a alguien que sueña con terminar, de una vez por todas, con la desazón, devolvernos todas las mañanas del mundo, idear el gran poema de Dios. A quien habita, con su literatura de horizontes olvidados, una isla que toca lo sagrado. Frente a una tradición filosófica que opone el hombre al mundo, este escritor que cree, este creyente que escribe, trata de reconciliarse con él. No es que el mundo sea, en absoluto, una utopía imbatible, sino que, frente a la tentación del desencanto, existe un soñador que propone un encanto sencillo para la realidad: esas son sus cartas de oro.
«Lo que habremos amado, lo que nos habrá maravillado, incluso una brizna de hierba, testificará por nosotros ante el tribunal de la Nada. Los vivos nunca mueren. Sólo la muerte muere»[1]BOBIN, Christian. 2022. Les différentes régions du ciel. Œuvres choisies. Paris: Gallimard, p. 1000 (desde ahora, todas las citas de Cartas de oro, así como de los otros libros que contiene este volumen, se consignarán entre paréntesis). Entonces, aunque nos asalte y desconsuele su aparente partida el pasado 23 de noviembre, Christian Bobin no ha muerto, sólo ha muerto su muerte. Demeure o demeurt, que es como decir lo que tarda o queda, lo que desmuere, la muerte que se retrasa, que resiste. Permanece, pues, su palabra precisa, como si no tuviésemos que llorarlo y confrontar un universo sin sentido. Bobin ha escrito mucho, pero con la única intención, como nos recuerda Dominique Pagnier, de no morir[2]PAGNIER, Dominique. 2018. L’arrière-pays de Christian Bobin. Les êtres, les lieux, les livres qui l’inspirent. Paris: L’Iconoclaste, p. 185. Desde aquí, pues, habrá que recomenzar la lectura, ahora que ha matado, al fin, su muerte. Digamos, antes que nada, que los modelos literarios de Bobin hay que buscarlos en la parábola o el exemplum, donde la narración pretende tener sentido.
En este sentido, cada uno de sus textos constituye un pequeño tratado en el sentido que le otorga Quignard, aunque no se pueda borrar la distancia entre aquellos que, como El Bajísimo (1992), utilizan un desvío narrativo, y aquellos en los que la palabra prescinde de dicho desvío, como Soberanía del vacío (1985), El encanto sencillo (1989) o Negro claro (2015). Pero también podemos pensar en Prisionero en la Cuna (2005), en el que el lugar de nacimiento, convertido en espejo del mundo, conduce a una meditación sobre la posibilidad de existir a pesar de todo en un universo abandonado. De eso, y no otra cosa, se trata aquí. San Agustín escribió La Ciudad de Dios y Santo Tomás rubricó una Summa theologiæ. Bobin no pretende ir tan lejos, naturalmente, pues conseguir algo así sería ya improbable. En cambio, se conforma con una escritura fragmentada.
Ya ha pasado el tiempo en que la palabra pretendía poseer un conocimiento absoluto y él propondrá, sobre todo, una nueva forma de vivir en el mundo, un ejercicio espiritual renovado. Bobin ha querido recrear un vínculo en un universo fragmentado: a través de esa escritura hecha de quebrantos nos ofrece una nueva forma de habitar el mundo. Dividido entre la presencia y la ausencia, entre la melancolía y la celebración, busca inventar, en sus pequeños tratados, una palabra reflexiva que no sea discursiva. Cada libro que ha escrito Bobin ha sido una respuesta, una cantata a la vida, una hermosa evasión de la ligereza y el deseo, del arte de la fuga, como si tuviéramos que renacer a cada latido, para reinventar constantemente nuestras vidas, en la que las palabras «llegan al mismo tiempo que los acontecimientos, de modo que nada más que el ruido sucede»[3]BOBIN, Christian. 2020. La folle allure. Paris: Gallimard, p. 128.
Como muchos otros, Bobin no puede creer que los dioses se hayan ido y que el mundo se haya quedado solo. Su obra surge así de un desgarro entre la nostalgia de una presencia y el rechazo de la ausencia. La presencia pura de lo Sagrado despertaría, sin duda, el silencio del asombro, pero su ausencia radical no provoca más que un miedo afásico. Algo ocurrió entre el Creador y su criatura. Habitar el mundo implica pensar en ese velo progresivo que ha signado nuestra separación. La Biblia es, por tanto, una tarea de reparación, ya que elabora «un inventario de los esfuerzos insensatos de Dios para ser vislumbrados desde nosotros, aunque sea por un segundo, aunque sea por un solo hombre»[4]BOBIN, Christian. 2020. L’inespérée. Paris: Gallimard, pp. 12-13.
En los «gemidos apenas audibles de un recién nacido tumbado en la paja»[5]Ibíd., p. 13, Dios nunca deja de llamar siempre que alguien escuche. Conocemos las famosas páginas sobre la miseria del hombre sin Dios. Bobin, por su parte, piensa primero en la desesperación de Dios ante esta «dudosa mezcla de barro y espíritu, de este corazón lleno de barro y ruido», como hemos podido leer en El Bajísimo (448). Ajeno a la diferencia ontológica, ve al Creador no como el Padre todopoderoso, sino como esas madres agotadas o decepcionadas que, de repente y por un instante, «dejan totalmente de amar a sus hijos»[6]BOBIN, Christian. 2017. Resucitar. Madrid: Encuentro, p. 136. Nosotros somos la causa de este desamor. Dios nos ha dejado solos en nuestra noche y, aunque lo haya hecho durante un segundo, la noche parece durar siglos.
La comparación antropomórfica restablece una proximidad al mismo tiempo que crea una distancia y el hombre moderno debe, pues, enfrentarse a este domingo en el que, como ha escrito en El encanto sencillo, «Dios descansa […] no está para nadie» (198). Buscamos al Creador en la «casa del dueño», mientras él vive en «una cabaña hecha de tablas mal ajustadas»[7]Ibíd., p. 77; esperamos que venga a los lugares consagrados mientras él «descansa en Marciac, en el Gers»[8]Ibíd., p. 83, este pueblo fuera del mundo, bastante cercano en este sentido a Bellac, otra isla que ha permanecido cerca de su infancia.
Así pues, Dios no vino con arrogancia sino con gran «desorden»[9]Bobin, L’inespérée, Op. Cit., p. 13, es decir, sin ser notado. En lugar de otorgarle un centro al universo, el Creador opta por la diseminación. Desde lo más profundo de su repliegue, el Uno da lugar así a los Muchos, pues, como hemos oído en su Soberanía: «Dios es el nombre de alguien que tiene miles de nombres. Se le llama silencio, amanecer, persona, lila y muchos otros nombres» (179). Esta difusión de lo sagrado implica una fragmentación de la escritura. Como jardinero y constructor, que es como se refiere a él Bobin en El Bajísimo, el Dios de la Biblia legitima las grandes construcciones teológicas. Pero, ¿qué escritura debe adoptarse para este Dios imprevisible, que da las lluvias de verano e incluso las penas tempranas, que es algo así como el cazador furtivo del tiempo que pasa? Listen. Time Passes. Dieu passe.
Mientras que la aparente retirada de lo divino nos había hecho creer que estaba muerto –aunque ni siquiera Bobin ha muerto-, se nos invita a ver esto sólo como un desplazamiento. La figura majestuosa y paternal de la Ley está sin duda muerta, pero a favor de una presencia maternal y dentro de lo minúsculo. Como sugiere Lydie Dattas, insigne poeta y compañera de Bobin, «paradójicamente, es quizás en este siglo ateo donde Dios encuentra finalmente su verdadero lugar»[10]DATTAS, Lydie. 2001. «Avant-propos», en Bobin, Christian. L’enchantement simple et autres textes. Paris: Gallimard, p. 9. Para Bobin, lo sagrado está por tanto en todas partes, o al menos cualquier elemento de la naturaleza es susceptible de darle asilo. Pero para acceder a Él habrá que confiarse no solo a la teología, sino leer también la «biblioteca del mundo» que es un jardín de rosas, eliotiana rosaleda, donde cada flor es un «lugar sagrado»[11]BOBIN, Christian. 2004. Louise Amour. Paris: Gallimard, p. 121.
Desde el principio sabemos lo que es esencial, como lo demuestra el acontecimiento inaugural al que Bobin vuelve varias veces: al final de la maternidad, nieva. El recién nacido entra entonces en un mundo blanco y luminoso donde «cada copo parece contener una biblioteca angélica»[12]Ibíd., p. 61. La escritura de Bobin pretende así reconectar con un sentido inaugural de la maravilla: el autor ha experimentado la pérdida e inscribe su empresa de reencantamiento sobre un fondo de duelo. Quien siente «el horror de estar ahí»[13]BOBIN, Christian. 2008. La Présence pure et autres textes. Paris: Gallimard, p. 135 es muy consciente de que no conoceremos más perfección que la de la carencia y, en consecuencia, «nunca experimentaremos otra plenitud que la del vacío» (273). Al igual que existe una teología negativa, aquí se perfila una plenitud negativa: frente al absoluto de la ausencia, sólo nos queda hacer de esta carencia radical una forma aproximada de lo absoluto, a la manera, quizás, en que la tumba vacía es una señal de presencia. Como las mujeres santas, Artaud sólo encuentra una tumba vacía. Nos son cercanos aquí los ecos de Hegel y su conciencia infeliz[14]Vid., HEGEL, Georg Wilhelm Friedrich. 2010. Fenomenología del espíritu. Madrid: Abada.
La melancolía y la alegría, la felicidad del ser y el gusto por las alegrías sencillas no son, pues, hechos inmediatos de la existencia, sino el producto de una reconquista o incluso de una negación. Cuando evoca a Camus, cuyo gusto adolescente por los placeres sencillos le fascina, Bobin dice que nunca ha leído El extranjero y sin embargo recuerda la frase inicial, que evoca la muerte de su madre. Ya sólo en estas líneas se revelan las raíces melancólicas de la escritura y del ser-en-el-mundo si, como nos ha dicho en L’Épuisement, «hay que estar ausente de lo más íntimo de uno mismo para escribir de esta forma»[15]BOBIN, Christian. 2020. L’épuisement. Paris: Gallimard, p. 16.
Arrojado a un país hostil, el sujeto sabe que no hay compromiso posible y que corre el riesgo, como se afirma en Cartas de oro, de no conocer «ni el descanso ni la alianza» (273). El mundo vive a la sombra de un ángel maligno, el ángel de la melancolía que Bobin evoca tan a menudo y contra el que debe luchar. Nacido de una madre desconsolada, el narrador de Louise Amour se ve a sí mismo como «el hijo elegido de esta melancolía»[16]Bobin, Louise…, Op. Cit., p. 33. Y mientras Bobin sueña con volver a la realidad, la melancolía establece una forma de desvinculación. De hecho, la bilis negra provoca un «eclipse»[17]Ibíd., p. 19 en quien siente el «insecto de la melancolía»[18]Bobin, L’inespérée, Op. Cit., p. 14, que «se despierta un minuto antes de [él] cada mañana»[19]Bobin, La Présence pure…, Op. Cit., p. 89. Estamos condenados a un simulacro de existencia.
La relación de Bobin con el mundo excluye la alteridad: el otro es un reflejo. Recordemos que Cristo, en El hombre que camina, experimenta constantemente el fracaso. Mientras busca a alguien que le escuche, su camino es una decepción que se eterniza «de un pueblo a otro, de una sordera a otra»[20]BOBIN, Christian. 2012. L’uomo che cammina. Magnano: Qiqajon, p. 27. Si la propia palabra de Cristo permanece en vano, ¿qué podemos esperar de la escritura? El tejido social está destrozado y la religión ya no puede servir de vínculo. Cada uno persigue su sueño a plena luz del día, en paralelo con los sueños de los demás. Cristo llega hasta el final. Otros prefieren abandonar, como el árbitro que, tras unos minutos de juego, hace sonar el silbato, vencido por una «repentina crisis de aburrimiento» (320).
Pero no hay que compadecerse del que no se entretiene con nada, porque «un niño aburrido no está lejos del paraíso: está a punto de comprender que ninguna actividad, ni siquiera la luminosa del juego, vale la pena para dedicar toda el alma. El aburrimiento huele a juego angelical en la maleza del tiempo»[21]BOBIN, Christian. 2021. Prisonnier au berceau. Paris: Gallimard, p. 17. Y esta verdad del niño nos muestra el camino: la melancolía aparece, en efecto, como la marca hueca de la sabiduría. Al no poder poseer el objeto absoluto, el melancólico experimenta la pérdida. Con ello demuestra que lo que ilumina nuestra vida no es nada que podamos retener: «sólo poseemos lo que se nos escapa» (305).
Al abrigo de las seducciones del mundo, gracias a esa «maravillosa muerte» (182) que es la indiferencia y su repliegue en el silencio, Bobin celebra la apatía, la ataraxia y la afasia, y se acerca al Bien Soberano a su manera. Es en la evidencia de la pérdida donde se origina la de «una salvación» (232). Artaud, enfurecido por el absoluto, expulsa la realidad. Bobin elige habitarla. Habitar el mundo no es procurarle un sentido, sino encontrar un sabor. Inclinada sobre su cuna, un hada le dijo: «no probarás más que una parte minúscula de esta vida y, a cambio, la percibirás toda»[22]Bobin, Resucitar, Op. Cit., p. 31. Habitamos este mundo y es con él con quien debemos negociar, con la santidad que pueda hallarse y de la que habla Bobin, que consiste en «beber la clara alegría en el hueco de sus manos. Sin frases ni proverbios. Sólo alegría, sólo sonrisa […] no hay necesidad de palabras: basta una sonrisa, el rocío de una sonrisa sobre la hierba de un silencio […] lo contrario de la locura no es la sabiduría sino la alegría»[23]BOBIN, Christian. 1991. L’autre visage. Paris: Lettres Vives, p. 34.
Claro que Dios puede estar en el cielo, como se les enseña a los niños, pero a condición de no olvidar que «el cielo está en la tierra, en todas partes, centelleando en las cosas sencillas»[24]Bobin, Prisonnier…, Op. Cit., p. 36 y que «el paraíso es estar allí»ref Ibíd., p. 51ref. A este respecto, el tratado más esclarecedor es, sin duda, Prisionero en la cuna. En él evoca Bobin la tentación inicial de exaltar las figuras de la santidad, hasta el momento de su conversión al mundo en que, llevando el franciscanismo a sus límites más lejanos, descubrió que más allá de la santidad, y aún más alto que ella, está «la vida de cada día, la vida sencilla y sin prestigio, cansada y asolada en algunos lugares»ref Ibíd., p. 71ref.
Así que la obra de Bobin, no lo olvidemos, es también celebratoria.
Mientras la figura hueca de lo sagrado le persigue, pretende reconciliarnos con la finitud (como Giraudoux, del mismo modo fascinado por las pequeñas naderías de la existencia). Esta reconciliación tiene lugar a través de un objeto privilegiado, lo cotidiano, ya que las cosas más humildes nos invitan a «una fiesta infinita» (221), como se apunta en El octavo día de la semana. Pero presupone una condición, a saber, que se haya restablecido el vínculo con la infancia, esa infancia que es un estado y no una edad. Sólo así se puede redescubrir lo infinito en lo minúsculo.
Hemos dicho antes que, frente a una tradición filosófica que opone el hombre al mundo, la labor de Bobin consiste en reconciliarse con él. No es que el mundo sea maravilloso: Bobin conoce mejor que la mayoría el padecimiento de la clase trabajadora y la distopía de las ciudades industriales abandonadas. Pero ante la tentación del desencanto, este escritor que no puede morir nos propone reencantar la realidad. En Prisionero en la cuna, se nos dice algo que Bobin escucha con frecuencia: «¿Cómo se puede vivir y escribir en este agujero olvidado de Le Creusot?»[25]Bobin, Prisonnier…, Op. Cit., p. 9. Aquí está la paradoja, pues Le Creusot es precisamente el lugar en el que se debe permanecer (demorarse, desmorir): para redescubrir la edad de oro hay que pasar por la edad de hierro. Ciudad de excesos prometeicos, Le Creusot es una especie de infierno, y reencantar el mundo desde ahí sugiere la posibilidad de una metamorfosis generalizada. Pero esta transformación del conjunto proviene del poder de asombro que reside en el detalle.
El abandono de los discursos totalizadores en favor de lo fragmentario da testimonio de esta ruptura. ¿Qué sentido tiene elaborar un sistema cuando el reencantamiento del mundo presupone su deconstrucción? Esto significa el minimalismo de Bobin, pero lo mínimo nunca es un fin en sí mismo, sino un signo, un umbral: una vida se basa en «cosas que son tres veces nada» (306). Frente a la gran Nada del mundo, queda lo que es esencial. La fascinación por lo diminuto viene de la infancia y esta es la fascinación: «si una nada nos encanta, es también porque puede aniquilarnos» (320). La intensidad se deriva de esta incertidumbre. En consecuencia, «el gran arte es el arte de dar gracias por la abundancia en cada momento», aunque no se sepa «a quién o a qué darlas»[26]Bobin, L’inespérée, Op. Cit., pp. 30-31. La exaltación melancólica de Bobin le lleva a reconocer que «nunca ha sabido realmente qué hacer con esta vida, salvo amarla, amarla con locura y decírselo»[27]Ibíd., p. 15. Bon qu’à ça, podría declarar de la vida, como Beckett de la literatura. Sólo sirvo para eso.
Existe «una alegría elemental del universo» (239), a la que nos hemos vuelto insensibles. Se trata de restablecer la alianza: este es el sentido del amor, que no tiene nada que ver con los sentimientos de Artaud o Francisco de Asís. En contraste con una teología dolorosa, Bobin nos invita a escuchar la risa de Dios. En esta empresa encuentra aliados inesperados, como Pascal, que lo encierra todo en una frase: «una frase llena de luz y viento fuerte: eternamente en la alegría por un día de ejercicio en la tierra»[28]Bobin, La Présence pure…, Op. Cit., p. 86.
Por lo tanto, hay que imaginarse un Port-Royal destruido por Luis XIV. Si el hombre encuentra la infelicidad en el momento en que se proyecta en el tiempo, la salvación consiste en salir de la Historia, pero no de un modo hegeliano. Bobin sueña así con acceder a un «octavo día de la semana, que no empieza ni termina en ningún tiempo» (235), a la manera de la quinta estación tan querida por Quignard, que veía, en el invento de Albucius, una estación «muy corta e interminable en la que no existe sensación del paso del tiempo»[29]QUIGNARD, Pascal. 1992. Albucius. California: Lapis Press, p. 51 y que, además, «nunca es oportuna […] forma bolsas y agujeros en el universo del tiempo. Esos agujeros se llaman lectura, música, otium, amor»[30]Ibíd., p. 56.
Vayamos ahora hacia una reflexividad no discursiva. La memoria, el fragmento que uno porta sobre su cuerpo, constituye sin duda una clave de la escritura de Bobin. Puede que su Dios no sea, o no como lo entendemos nosotros, el de Abraham, pero menos aún lo es el del erudito y el intelectual. Quizá es que tampoco la filosofía puede resolver el enigma del mundo ni impedir que uno se vuelva loco (se menciona el caso de Althusser en L’Inespérée[31]Bobin, L’inespérée, Op. Cit., pp. 99- 101. El imaginario de Bobin está basado en la creencia en una transparencia primaria que la escritura debe recuperar, incluso si la escritura constituye lo otro de la infancia. El escritor está condenado a escribir para hacer oír un grito o un silencio. Siempre podemos enumerar aquellos en quienes sabemos que se ha inspirado (Pascal, Spinoza, Weil, Péguy o Grosjean), pero el verdadero modelo sigue siendo el propio Cristo, este «maestro de la escritura […] que nunca escribió nada, salvo una vez sobre la arena», como subraya en Louise Amour[32]Bobin, Louise…, Op. Cit., p. 19, en referencia al Evangelio de Juan, de una forma que, inmediatamente, también nos recuerda a Jesús inclinado para escribir, uno de los pequeños tratados de Quignard[33]QUIGNARD, Pascal. 2016. Pequeños Tratados I. Madrid: Sexto Piso, pp. 375-385.
Hacer un signo y un significado sin dejar ninguna huella real, contentarse con unas pocas líneas a modo de sistema: el minimalismo de Bobin procede de esta reducción a lo esencial. Además, el lenguaje de Cristo tiene la soberanía de lo elemental, hasta el punto de que «lo que dice está iluminado por pobres verbos: hablar, escuchar, venir, ir, recibir, ir»[34]Bobin, L’uomo che…, Op. Cit., p. 16. Así, las palabras son capaces de decir el mundo, en cuanto restablecemos su poder de radiación. Por ello, Bobin tratará de reencantar el lenguaje, que ha caído en el letargo. La suerte de ciertas palabras es que el olvido en el que han caído las ha conservado. Tal es el caso de la palabra alma y de algunas otras que, abandonadas por el lenguaje impaciente del siglo XX, «brillan con la certeza de que nunca más serán despertadas»[35]Bobin, Louise…, Op. Cit., p. 114. A su vez, Bobin pretende descongelar las palabras congeladas, evitando que la escritura conduzca a una nueva glaciación: «antes de saber leer, escuchamos las voces que deletrean el mundo» (288).
Por lo tanto, al escribir, intenta recuperar algo de esta fides ex auditu:¿cómo oiremos sin que se nos predique?[36]Vid., Rom 10, 14. De hecho, Bobin recuerda que empezó a escribir para seguir hablando, ya que los libros proporcionan «un contra-ruido al ruido del mundo»[37]Bobin, La Présence pure…, Op. Cit., p. 86. El mundo, que nos aleja del asombro, constituye una antifísica. La escritura es el resultado de la resistencia o de la reticencia, ya que rechaza el «alimento ofrecido por el mundo»: escribir es volverse «anoréxico»[38]Bobin, L’épuisement, Op. Cit., p. 75, como un léxico despojado de sus grandes palabras y un pensamiento despojado de sus conceptos. Christian Bobin sueña con una forma de escritura demacrada que combata la enfermedad de la acumulación.
Sabe que nunca tendrá ese «lenguaje puro y ascético» que le permitiría decir lo indecible, como la «gracia de un solo día» (228), y es de hecho este defecto del lenguaje lo que le condena a eso sin importancia que llamará escribir. En El Bajísimo, Bobin nos recuerda que Dios deja a Adán la tarea de nombrar a los animales, y así completar la Creación encontrando la palabra justa. Pero esta lengua maravillosa ya no existe: al igual que la lengua materna es un idioma extranjero que hemos llegado a asimilar, la única lengua verdaderamente materna no consiste en palabras sino en rostros. Tal vez la locura de Artaud provenga de este fracaso de la palabra y de la imposibilidad de nombrar. En su búsqueda de la palabra ausente, Artaud expulsa a Dios, pero la palabra vida sigue siendo impronunciable. Se revela qué locura hay en la escritura, «este incansable monólogo de una voz enamorada de sí misma, suficiente» (264), con la ambigüedad de tal adjetivo.
Bartleby se oponía a cualquier petición con su I prefer not to para significar su negativa a copiar. A su manera, Bobin insiste en su reticencia a escribir, ya que escribir «es tarde o temprano ser inteligente», y como sólo el silencio «carece de malicia»[39]Bobin, La Présence pure…, Op. Cit., p. 94, escribir es traicionarse a uno mismo. Bobin comparte así el desgarro de Artaud, que escribe para callar y «ganar esta beatitud de la estupidez, del silencio, esta inteligencia más feroz»[40]BOBIN, Christian. 1986. L’homme du désastre. Montpellier: Fata Morgana, p. 56. El objetivo de Bobin es inventar una palabra que pueda evocar la simple felicidad de la existencia. Para vivir, todo lo que uno necesita es «un puñado de palabras y un puñado equivalente de silencio» (170), pero estas pocas palabras tienen que ser «desprendidas del cielo azul, bajadas lentamente a la página» (289).
Esa referencia al cielo habla de una concepción de la literatura. Aquí el texto no existe por sí mismo, ya que a Bobin no le interesan los libros sino aquello de lo que los libros son huella. Hacer una huella en lugar de dar sentido, escuchar lo que el texto dice. Hacer una huella más que un sentido, escuchar la palabra del mundo y no mantener un discurso: la retórica de Christian Bobin refleja este desgarro. Es el caso de los aforismos que se encuentran dispersos en el texto, aun a riesgo de convertirlo en uno de esos maestros –amigos- del pensamiento de los que, precisamente porque le son tan cercanos, desconfía, como es el caso de Cioran[41]BOBIN, Christian. 2020. La lumière du monde. Paris: Gallimard, pp. 44-46.
A través del fragmento, Bobin juega con lo intermedio: rechaza tanto el carácter monológico del discurso filosófico como el mandato repetitivo de la colección de máximas. Pero su escritura no deja de ser, para él, una necesidad que le permite volver a formular su pensamiento para relanzar su escritura. Bobin, como se ha dicho, admira el modo en que Cristo utiliza palabras sencillas. Lo mismo le ocurre a este hombre que no ha muerto, que sigue viviendo en un bosque de Saint-Firmin, en el modo en que vuelve al léxico y le da un nuevo significado. Al aclarar la ambigüedad, refundamos la comunidad antes desobrada. Al renombrar las cosas, recreamos el mundo.
Como en las lenguas edénicas, a menudo reducidas a un léxico, Bobin sueña así con la palabra justa que nombraría y evitaría idealmente todo discurso, que explica el borrado del hablante y el uso de un estilo de escritura de lo neutro. A la manera de las letanías, el autor repite ciertas fórmulas, la más característica de las cuales es, sin duda, hay. Somos testigos de ello en el inicio de El encanto sencillo: «La primera frase comienza: hay parejas», a lo que sigue un «hay libros» (193-194). Al contrario que la fórmula érase una vez, que abre una narración y nos inscribe así en el tiempo, ese hay nos insta a la observación y nos enfrenta a una presencia inmediata. Con este peculiar ábrete sésamo, habitamos el único tiempo verbal de la existencia, a saber, el presente, este «instante eterno» (228), esta «hemorragia eterna del presente» (295), que es la garantía de la presencia.
La intensidad de lo real prescinde así de toda retórica. Mientras que lo neutro refleja la nada del mundo para los minimalistas, la escritura blanca de Bobin parte de un asombro, anclado en ese hay. De ahí esta abolición de la sintaxis, con el uso de infinitivos o frases nominales, y este abandono de las correlaciones en favor de la yuxtaposición o del atropello anafórico inspirado en el gran Péguy. Desde las profundidades de su borrado, el sujeto puede abrirse al mundo. Así, La part manquante resuena con la frase primordial Te amo, que recuerda al ¡Ámame! con el que, según Rousseau, empezó todo. En este texto perseguido por el Gran Otro, es efectivamente el otro quien se encarga de dar sentido. Bobin desconfía de la locura que supone el monólogo de la escritura.
Como «el poeta es un autista que habla»[42]Bobin, La lumière…, Op. Cit., p. 18, el verdadero imposible consiste en acceder finalmente al rostro del otro. En su sermón sobre el hombre rico, Bossuet nos recuerda que el Evangelio no cuestiona la legitimidad de la riqueza (pues, en sí misma, no hay nada deshonesto en ella), sino la fuerza del apego. Como si se hiciera eco de ello, los pequeños tratados de Bobin pretenden librarnos de este apego. Existe una literatura sobre el compromiso; también existe una literatura sobre la desvinculación, o más bien sobre la liberación.
Frente a la voluntad de control, que está en el origen de la Historia, Bobin sueña con acabar con la intranquilidad. Ya sea escribiendo o leyendo, el objetivo no es «aprender, acumular, amontonar o adquirir», sino «olvidar o depreciar, perder y perderse» (166). No resistirse al canto de las sirenas, sino dejarse llevar en dirección a la isla prohibida: una paradójica retirada al desierto, ya que el avance hacia la soledad abre la única vía real y duradera de acceso a los demás, a esa alteridad que está en nosotros y que está en los demás. Bobin, que no ha muerto, que sólo ha matado su muerte, enuncia poéticamente y para siempre, la parte que falta, el fragmento inesperado de nuestras vidas.
Título: Cartas de oro |
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Referencias
↑1 | BOBIN, Christian. 2022. Les différentes régions du ciel. Œuvres choisies. Paris: Gallimard, p. 1000 (desde ahora, todas las citas de Cartas de oro, así como de los otros libros que contiene este volumen, se consignarán entre paréntesis) |
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↑2 | PAGNIER, Dominique. 2018. L’arrière-pays de Christian Bobin. Les êtres, les lieux, les livres qui l’inspirent. Paris: L’Iconoclaste, p. 185 |
↑3 | BOBIN, Christian. 2020. La folle allure. Paris: Gallimard, p. 128 |
↑4 | BOBIN, Christian. 2020. L’inespérée. Paris: Gallimard, pp. 12-13 |
↑5 | Ibíd., p. 13 |
↑6 | BOBIN, Christian. 2017. Resucitar. Madrid: Encuentro, p. 136 |
↑7 | Ibíd., p. 77 |
↑8 | Ibíd., p. 83 |
↑9 | Bobin, L’inespérée, Op. Cit., p. 13 |
↑10 | DATTAS, Lydie. 2001. «Avant-propos», en Bobin, Christian. L’enchantement simple et autres textes. Paris: Gallimard, p. 9 |
↑11 | BOBIN, Christian. 2004. Louise Amour. Paris: Gallimard, p. 121 |
↑12 | Ibíd., p. 61 |
↑13 | BOBIN, Christian. 2008. La Présence pure et autres textes. Paris: Gallimard, p. 135 |
↑14 | Vid., HEGEL, Georg Wilhelm Friedrich. 2010. Fenomenología del espíritu. Madrid: Abada |
↑15 | BOBIN, Christian. 2020. L’épuisement. Paris: Gallimard, p. 16 |
↑16 | Bobin, Louise…, Op. Cit., p. 33 |
↑17 | Ibíd., p. 19 |
↑18 | Bobin, L’inespérée, Op. Cit., p. 14 |
↑19 | Bobin, La Présence pure…, Op. Cit., p. 89 |
↑20 | BOBIN, Christian. 2012. L’uomo che cammina. Magnano: Qiqajon, p. 27 |
↑21 | BOBIN, Christian. 2021. Prisonnier au berceau. Paris: Gallimard, p. 17 |
↑22 | Bobin, Resucitar, Op. Cit., p. 31 |
↑23 | BOBIN, Christian. 1991. L’autre visage. Paris: Lettres Vives, p. 34 |
↑24 | Bobin, Prisonnier…, Op. Cit., p. 36 |
↑25 | Bobin, Prisonnier…, Op. Cit., p. 9 |
↑26 | Bobin, L’inespérée, Op. Cit., pp. 30-31 |
↑27 | Ibíd., p. 15 |
↑28, ↑37 | Bobin, La Présence pure…, Op. Cit., p. 86 |
↑29 | QUIGNARD, Pascal. 1992. Albucius. California: Lapis Press, p. 51 |
↑30 | Ibíd., p. 56 |
↑31 | Bobin, L’inespérée, Op. Cit., pp. 99- 101 |
↑32 | Bobin, Louise…, Op. Cit., p. 19 |
↑33 | QUIGNARD, Pascal. 2016. Pequeños Tratados I. Madrid: Sexto Piso, pp. 375-385 |
↑34 | Bobin, L’uomo che…, Op. Cit., p. 16 |
↑35 | Bobin, Louise…, Op. Cit., p. 114 |
↑36 | Vid., Rom 10, 14 |
↑38 | Bobin, L’épuisement, Op. Cit., p. 75 |
↑39 | Bobin, La Présence pure…, Op. Cit., p. 94 |
↑40 | BOBIN, Christian. 1986. L’homme du désastre. Montpellier: Fata Morgana, p. 56 |
↑41 | BOBIN, Christian. 2020. La lumière du monde. Paris: Gallimard, pp. 44-46 |
↑42 | Bobin, La lumière…, Op. Cit., p. 18 |