Recibe al nuevo día apoyado en la ventana con el reflejo de sus recalcitrantes ojeras remachado en el agua sucia con olor a café que se ha enfriando en la taza. Cuando termina la deja sobre la pirámide de vasos y platos que en un equilibrio casi pluscuamperfecto ocupan el hueco donde hace semanas había un fregadero, y decidido enfila el rellano. En la azotea se sube al bordillo y susurra algo; luego cierra los ojos, aprieta los puños y salta.
Hacia abajo y en picado la mochila que carga a la espalda se abre y de ella salen disparados el mantra de reproches que repitió hasta exasperarla; los periódicos que leía mientras cenaban, asentía con la cabeza y hacía ver que la escuchaba; el prozac; la canción de Arjona con sus pingüinos en la cama y el estruendo del portazo que cansada de él dio cuando se largaba.
Y va desacelerando, un poco, y luego más, hasta que se para y queda suspendido en el vacío a dos metros sobre la calzada; y levita de nuevo hacia la azotea anhelando que el acto de contrición sirva esta vez de algo −aunque sin demasiada esperanza −, despacio, mientras se pregunta si estará allí arriba, esperándolo, como cuando llegaba tarde a casa.
