Cuando a mi tía le diagnosticaron alzhéimer, le hizo prometer a mi tío que justo antes de ir a dormir junto al beso de buenas noches siempre le haría recordar lo mucho que ella le quería, porque eso, decía, se negaba a olvidarlo.
A nada de quedar definitivamente ingresada, mi tío, que tenía muy poco filtro, le dejó bien claro al director de la residencia entre imprecaciones y blasfemias lo que pensaba de los horarios de aquel sitio. Pero las normas son las normas, a las seis tenían que marcharse todas las visitas y no tuvo más remedio que claudicar.
Eso acabó por consumirlo en una espiral de taciturna tristeza hasta que simplemente un día empezó a divagar: olvidaba dar los recados, descuidaba las llaves, la punta de su lengua era el lugar donde aseguraba tener los nombres de las personas que luego constantemente confundía, se perdía en el supermercado….
A término de aquel inevitable proceso -el declive se mostró irreversible en apenas dos meses-, y cuando perdió por completo la cabeza, quisieron sus hijos ingresarlo en el mismo asilo que a su madre. Por comodidad.
Al ir a verlo, para nuestra sorpresa, mi tío parecía haber regresado de entre las tinieblas del olvido. Siempre lo encontrábamos hablando con quien fue el amor de su vida, que aunque ausente, recibía con una sonrisa desmedida las historias que con todo lujo de detalles le explicaba: lo gracioso que estaba de niño con el traje de monaguillo, el primer regalo, los veranos en el pueblo, la iglesia en la que se casaron…
Solo parecía devorarlo de nuevo el fatal despiste durante los momentos que entraba algún enfermero. Entonces se callaba, dudaba, miraba al infinito y nos preguntaba en voz alta con cara de pícaro qué hacía allí sentado y quién era la mujer a la que tenía cogida de la mano.