Dadas las circunstancias, hasta parece sencillo escribir novelas policíacas. ¿Qué se necesita? Un escenario cualquiera, un grupo más o menos extenso de individuos que automáticamente se transformen en sospechosos, varios móviles que motiven el delito en cuestión, así como pistas, pruebas e indicios que, de forma constante, nos planteen un estimulante galimatías. Entonces, desde nuestro sofá, adoptamos el papel de sabuesos convencidos de su astucia, pericia e ingenio, capaces de desembrollar el misterio más inaccesible. Sin embargo, ni todas las situaciones resultan plausibles, ni todos los finales convincentes.
¿Qué pudo impulsar a Agatha Mary Clarissa Miller -más conocida como Agatha Christie- a convertirse en una reincidente del crimen, con más de sesenta novelas publicadas y sólo superada por Shakespeare y la Biblia en número de ejemplares vendidos? Puede que ese carácter tan poco común en una mujer de su época, que la inducía a no seguir las reglas; o a su pasión, desde niña, por la lectura, y la influencia de Arthur Conan Doyle, Alexandre Dumas, Jane Austen, Edgar Allan Poe y Anna Katherine Green, entre muchos otros. Según se conoce, todo surgió como un reto personal, al comentarle a su hermana Madge que podría escribir una historia de detectives y la incredulidad de ésta ante semejante confesión.
Su estilo literario no se caracteriza por frases complejas o descripciones interminables, ya que es directo, accesible y muy preciso en los detalles donde se pretende que el lector preste mayor atención. No obstante, juega con el humor e incluso, con la ironía, a la hora de presentar a los personajes y los diversos acontecimientos. La autora siempre se pone en el lugar del que toma el libro entre sus manos y, por lo tanto, se asegura de ofrecer toda la información necesaria para resolver el enigma; sin engaños de última hora, ni tomaduras de pelo. Sus tramas son rompecabezas que se implementan en una época y realidad político-social que envuelve cada relato, invitando a la reflexión y a la controversia que nace de cada tendencia, moda o cambio generacional.
¿Quién no ha oído hablar de Diez Negritos (1939), Asesinato en el Orient Express (1934), Muerte en el Nilo (1937) o Testigo de Cargo (1948)? Sin embargo, en su larga lista también se encuentran otros títulos, como El Templete de Nasse House (1956), donde coinciden el famoso y excéntrico detective belga Hércules Poirot y la autora de novelas policíacas Ariadne Oliver. Desde el principio, aunque el lector no sea un ávido seguidor de Agatha Christie, se plantean las peculiaridades de cada uno de ellos: «Hércules Poirot se arregló meticulosamente, aplicándose una pomada perfumada al bigote y retorciéndoselo hasta darle un aspecto feroz»[1]CHRISTIE, Agatha. 1987. El Templete de Nasse House. Barcelona: Orbis, p. 350. Años más tarde, ella misma confesaría que creó a la señorita Oliver como un alter ego o una caricatura de sí misma, autorretratándose como una anciana despistada, de cabellos grises alborotados, perfil de águila y estrafalaria en su vestuario.
«Me han contratado para que organice un asesinato»[2]Ibíd., p. 326 y esta afirmación no debe malinterpretarse cuando todo sucede en una gran casona con magníficas vistas, próxima a un albergue juvenil y donde se reúnen una serie de notables invitados. Miss Oliver sólo pretende cumplir los deseos de unos anfitriones, que le proponen una novedad: plantear una «persecución del asesino» en la verbena que celebran anualmente. Para ello -y no sin antes haberle entregado una sustanciosa suma de dinero-, ella idea un convencional laberinto donde un mayordomo siniestro, un chantajista, unos jóvenes amantes y otros estereotipos se dan cita en un contexto común, con una víctima y una serie de pistas. El drama comienza en el momento en que, entre aperitivos y tazas de té, la simulación se vuelve realidad. La joven Marlene, entusiasmada con el hecho de ser el cadáver por unos minutos, aparece estrangulada con una cuerda de tender la ropa. Horas más tarde, un segundo hallazgo tambalea aún más los débiles cimientos de Nasse House, pues no hay rastro de la delicada Hattie.
Agatha es minuciosa al escoger a los implicados, ya que ninguno queda nunca al margen de lo sucedido. Todos tiene un pasado o un presente enturbiado por unas características de personalidad que generan desconfianza, algún fracaso emocional o económico, una estirpe u orígenes desconocidos y/o vínculos sospechosos o insospechados. George Stubbs -actual dueño de la finca- es un hombre de negocios, rico y jactancioso, pero vulgar e ignorante. Su esposa Hattie, joven y bella, es definida por todos como frívola, superficial e infantil, cuyo único interés reside en gastar el dinero de su marido y hojear el Vogue. Amanda Brewis es la secretaria que hace las veces de ama de llaves, enamorada del señor y celosa de la señora, a quien «le conviene de cuando en cuando hacer el papel de tonta e indefensa»[3]Ibíd., p. 385. Amy Folliat, antigua propietaria, que ahora vive en la caseta del guarda y se dedica al cuidado del jardín. En los viejos tiempos, ella era quien daba las órdenes, hasta que perdió la propiedad al caer en bancarrota. Por otra parte, andan el matrimonio Legge, el diputado Masterton y su mujer Connie; el asistente no esperado -ni bien recibido- Étienne de Sousa, cuya presencia provoca un tremendo disgusto en su prima Hattie. Sin olvidar a Weyman, arquitecto encargado de reformar la casa, pero con pésima opinión acerca del gusto de los nuevos ricos. Por último, el viejo Merdell, amordazado por una enigmática caída al río a altas horas de la noche y con una importante ingesta de alcohol.
En realidad, existen bastantes motivos por los que perpetrar el crimen. Marlene podía tener conocimiento de algún amor clandestino o haber presenciado algún asunto oscuro, ya que sus catorce años y una curiosidad natural la hacían fisgona y fácilmente manipulable. No obstante, hay muchos elementos a tener en cuenta, como un yate de lujo y unas cartas ocultas recibidas semanas antes, el parentesco entre Merdell y Marlene, el gusto de lady Stubbs por los sombreros chinos, las barras de labios y perfumes que escondía la víctima en su habitación, una bandeja con refrigerios y las anotaciones en un tebeo.
Finalmente, ¿cómo obviar las sabias palabras de la señora Oliver? «Siempre hay un error fatal. Algunas veces uno no se da cuenta hasta que el libro está ya impreso»[4]Ibíd., p. 352 y los lectores casi siempre nos dejamos llevar por la urgencia, por los prejuicios y por esa inclinación ingenua -y extraordinariamente placentera- de creernos infalibles, aunque sólo sea durante ciento veintisiete páginas.
Título: «El Templete de Nasse House», en Obras Completas XII |
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