Comentario a VON TROTHA, Hans: El brazo de Pollak. Periférica, Cáceres, 2024.
Eso parece seguirse de la novela de Hans Von Trotha El brazo de Pollak, que, como veremos no es ni siquiera el suyo, sino la presunción de otro: el del Laocoonte del famoso grupo escultórico vaticano. ¿Y qué hora marca ese reloj?: “Ah, ¿sabe usted?, dijo él, hace ya tiempo que dejó de ser demasiado tarde.”[1]VON TROTHA, Hans: El brazo de Pollak. Periférica, Cáceres, 2024, p. 72. [En adelante citado el número de página entre paréntesis] A diferencia de otras marcaciones del tiempo, como la de una melancólica decepción, igual que la del niño que sabe que ya no llegará a clase a tiempo en Infancia en Berlín de Walter Benjamin, e incluso la loca ansiedad del conejo blanco de Lewis Carroll, y que, como tantas veces ocurre en la ansiedad, ha llevado al extremo la lógica de los relojes, la narración de Pollak parece una abolición del reloj mismo, que supone, como en el caso de Scherezade, la simple demora, esto es, la aceptación de que nada tanto como el tiempo está más fuera del alcance de nuestras manos. La demora vive de la inminencia, se nutre de ella. Porque el coleccionista, el mercader, el erudito, sabe que está a punto de ser detenido. El resto es historia, en realidad el colapso de la misma, su agujero negro, que es el de los traslados con destino a Auschwitz: “El tren parte de Roma Tiburtina el lunes, 18 de octubre, a las dos y cinco de la tarde. En los dieciocho vagones de mercancías, hay hacinadas mil veintidós personas con edades comprendidas entre un día y noventa años. De ellas sobrevivirán dieciséis.” (p. 155). Esa es la cuenta, en ella crece el recuento. Como la oportunidad de Pollak ante la inminencia, pero también la de Von Trotha. ¿Qué es lo que acabó como cenizas? No solo la humanidad, sino con ella su cultura. Cenizas de Goethe: “Goethe es un dios para él, un dios olímpico. El Olimpo para Pollak está donde está Goethe.” (p. 35). La sencillez, la silente grandeza le pertenecen: “Ese soy yo, dijo Pollak, no hay mejor descripción. Goethe me ha resultado siempre un consuelo. Goethe es siempre un consuelo. La verdadera grandeza está en el consuelo, no en las ideas, que solo giran en torno a algo que es grande, pero no poseen una grandeza real.” (p. 51). Pollak, como tantos judíos europeos, y el primero de ellos Moses Mendelssohn, pensaba que la lengua implicaba una suerte de redención: “Mientras leamos a Goethe, estaremos a salvo.” (p. 60).
Esta idolatría hacia el autor de Las afinidades electivas supone una suerte de cluster musical con el otro armónico fundamental, título aparte, del libro. Porque El brazo de Pollak es, además, un tratado sobre las colecciones, los anticuarios y los catálogos. De hecho, cualquier respuesta que pretendamos arrancar a la vida, para Pollak tiene que ver con esto: “Desde el otro lado de la mesa me preguntó si sabía lo que era un anticuario. Era una sensación extraña estar de pronto tan cerca de él. Era como si una escultura hubiera cobrado vida. Su cara era ahora la del relieve que acababa de contemplar. Con aquella luz mortecina el color de su piel era similar al de la terracota. Estuve tentado de decirle que por supuesto sabía qué era un anticuario, pero él, generoso, me ahorró aquella penosa situación. En los siglos anteriores se entendía con ese término algo distinto de lo que se entiende en la actualidad. Hasta el siglo XVIII, los anticuarios eran eruditos que estudiaban la Antigüedad. Sólo a partir del siglo XIX comenzó a emplearse para denominar a los comerciantes de antigüedades. La profesión de anticuario fue la quintaesencia de Italia, igual que los limones o la ópera.” (p. 43). Y esta definición esencial ya tiene algo de Goethe, quien en sus Elegías romanas cantase a “die goldenen Früchte des Lebens”[2]GOETHE, Johann Wolfgang: Elegías romanas. Hiperión, Madrid, 2018, p. 92.. De hecho, gracias a Helena Attlee podemos gozar de ese vitalismo cítrico de los limones, que le sirve para darle la manera más encantadora y culta al tema del Grand Tour, en El país donde florece el limonero,[3]ATTLEE, Helena: El país donde florece el limonero. La historia de Italia y sus cítricos. Acantilado, Barcelona, 2017. igual que lo haría con la lutería cremonesa de violines, acercándose ya al otro extremo de la definición de lo italiano.[4]ATTLEE, Helena: El violín de Lev. Una aventura italiana. Acantilado, Barcelona, 2023.
El instante pasional del anticuario protagonista, en el que parece transitar por el entusiasmo, la ira y la melancolía sin solución de continuidad, es el reservado a las colecciones y los catálogos: “Cuando Pollak se pone a hablar de los catálogos, se enciende un fuego que debió de arder en toda regla en sus años mozos. El catálogo es su oficio. Es su forma, su manera de dejar algo duradero para la posteridad, respuestas, y no sólo preguntas. Tal vez sea la expresión de un deseo de revisar y clasificar ejemplarmente el confuso mundo que nos rodea, al menos en el ámbito acotado de una colección, convertirlo en un sistema, en un gran conjunto que sea accesible y comprensible para todos. Demostrar que sí es posible algo como el orden o la armonía, tal vez incluso la perfección. A los ojos de Pollak, tanto la creación de una colección como su reflejo en un catálogo son arte.” (p. 28). La ira y el resentimiento van dirigidos al mundo académico de la historia del arte, puesto que pone en circulación un conocimiento meramente superficial y no comprometido. Sin embargo, al rememorar su trabajo con las valiosas piezas del embajador ruso Nelidov expone qué es lo que hay de amor y sabiduría, de creación, en su trabajo: “Alexander Nelidov llegó a Roma como embajador poco antes del cambio de siglo. Casi nadie sabía que algunas de las numerosas maletas que traía consigo contenían un valioso tesoro. Y yo era quien tenía el permiso para examinarlo, documentarlo y evaluarlo. Aunque todavía era un perfecto desconocido, tuve el honor de juntar las piezas separadas, asignar a cada una su lugar y convertir esas maravillosas obras de arte individuales en una obra de arte nueva, una colección.” (p.29). El catálogo es una totalidad que reconoce que lo primario del pasado son sus fragmentos. Se trata de crear, de dar forma y sentido a lo que no es sino una quiebra más o menos caótica. También es, el catálogo, lo único que sobrevive a la entropía inevitable de la historia, a ese shakesperiano cuento contado por un idiota, tal y como constata en el porvenir seguido por el tesoro de Nelidov después de la revolución de octubre y de la guerra civil (p. 32), que es el de la dispersión, la destrucción o la subasta.
De allí viene y hacia ella va la colección, como en el apeiron de Anaximandro. El anticuario tiene algo de enamorado, dada la condición de apuesta a fondo perdido en la que consiste su empresa, tal y como Eugenio Trías exponía en su bellísimo ensayo titulado La memoria perdida de las cosas: “La historia es como una empresa de derribo cuya potente excavadora está esperando en la vuelta de la esquina a que la empresa de construcción termine de consumar su obra. De hecho, la historia es la multinacional que totaliza ambas empresas. En realidad, es una misma empresa en dos tiempos: un ritmo idéntico y monótono de edificación y destrucción que se repite eternamente a la manera de una maldición constantemente renovada. Siempre les queda a enamorados y a poetas un refugio y un consuelo de esa fatalidad siniestras: husmear entre los escombros amontonados a los pies del Ángel de la Historia, “adueñarse de un recuerdo tal como éste relampaguea en un instante de peligro” (W. Benjamin).”[5]TRÍAS, Eugenio: La memoria perdida de las cosas. Mondadori, Madrid, 1988, p. 26. Me pregunto si la novela misma de Von Trotha no obedece a idéntico objetivo, que es el de recuperar como un ropavejero experto el esplendor de una gema, prendida por accidente entre los innúmeros trajes descartados del tiempo. Algo así supuso para mí, en el curso de mis lecturas para escribir este ensayo, el hallazgo de un catálogo de la colección de autógrafos de Goethe formada por el propio Pollak, y de la que, con otra serie de objetos como libros y hasta rizos de cabellos, escribe Von Trotha: “El núcleo de mi colección siempre ha sido Goethe, dijo. Me he pasado la vida entera coleccionando todo lo que tuviera relación con él, con Weimar y con el periodo clásico. (…) En total tengo cuarenta autógrafos, veintisiete del propio Goethe y los demás de su entorno. Tres los adquirí en Copenhague, del legado del pintor noruego Johan Christian Dahl.” (p. 67). En este magnífico catálogo, Gli autografi goethiani della raccolta Pollak, que yo hallé por azar durante mi investigación para estas páginas, y en el que se recogen los facsímiles de las piezas halladas por el protagonista de la novela de Von Trotha, hay un prólogo de Vanda Perretta, Ludwig Pollak: uno “Swan romano”, en el que leemos, a propósito del ensayo de Walter Benjamin sobre Fuchs: “La figura del coleccionista, afirma Benjamin, falta en el “gabinete de las maravillas” de la literatura romántica del siglo XIX, y esto es verdad. Es verdad sobre todo porque la figura del coleccionista no tiene en sí nada de romántica. Los modos de la propiedad, de sus leyes inderogables, la fatiga de la adquisición de un objeto raro, la pericia del experto que distingue lo verdadero de lo falso, el escrúpulo profesional, con rapidez el momento de la reflexión, en el auténtico coleccionista, en el coleccionista “fisiológico”, esto es, “típico”, es desbordado por los aspectos “patológicos” o maníacos de la posesión misma, por la fiebre de la acumulación, por el temblor de poseer un tesoro, por la melancolía de saberse custodio de algo que es definitivamente parte del pasado. El XIX sentimental y romántico no podía entonces reconocerse en el personaje del coleccionista. Será sin embargo Proust, en nuestro siglo, quien levantará para el coleccionista un monumento inmortal en la figura del judío Swann, auténtico descendiente -él, el diverso, el intocable- de los “gigantes burgueses” del gran XIX. Proust escribe y coloca la historia ficticia de Swann exactamente en los mismos límites cronológicos dentro de los cuales se desarrolla la peripecia real de Ludwig Pollak.”[6]PERRETTA, Vanda: Ludwig Pollak: uno “Swann romano”, en REISSNER, Claus, ed.: Gli autografi goethiani della raccolta Pollak. Edizioni dell’ Ateneo & Bizzarri, Roma, 1978, pp. XVII-XVIII.
El anticuario no halla el objeto de su búsqueda, sino que en cierto modo lo crea, lo inventa, llegando, como veremos, a fingir dicha antigüedad.
De esto sabe bastante Von Trotha, dado su estudio del jardín inglés, es decir, de esos paisajes artificiales en que se creaban lagos, arroyos, colinas y bosques, cuajados aquí y allá de una escultura rota o de un templo en ruinas, pues como escribe a propósito de Stourhead, en Wiltshire, “durante el siglo dieciocho, caminar por un jardín inglés era de un modo bastante general comparado con leer un libro. Como el príncipe Pückler, el distinguido jardinero alemán, dejó sentado: “Un parque perfecto, o, en otras palabras, un espacio idealizado por el arte, debería parecerse a un buen libro al despertar tantas nuevas ideas y emociones como expresa este.” Cualquiera que atraviese un paisaje artificial es a la vez un lector y un héroe literario.”[7]VON TROTHA, Hans: The English Garden. Haus, London, 2009, p. 37. Horace Walpole, maestro de ese arte tan británico de la digresión además de arquitecto aventurado y padre de la novela gótica romántica, establece, en su Ensayo sobre la jardinería moderna, algo así como el cierre categorial en este sentido, al situar al jardín inglés entre el absurdo del orden geométrico francés y el no menor absurdo del caprichoso caos del jardín chino.[8]WALPOLE, Horace: Ensayo sobre la jardinería moderna. Olañeta, Mallorca, 2003, p. 24. Esa sensatez contrasta, o puede que no tanto, con su trabajo como interiorista en la mansión de Strawberry Hill, en la que, según Von Trotha, each room is a new experience. Pues como en un libro o en un jardín.
Y ahora llegamos a la que, para mí, es la hora mayor en este reloj de Scherezade de la novela, que es la que da respuesta a su título, y que es la que sirve para que nos replanteemos una posible deconstrucción de la mereología clásica, esto es, de la teoría de las partes y el todo, que es, a su vez, y dicho de manera sumaria, fundamental para la ontología. Esa teoría clásica la podemos hallar, sobre todo, y en su manera más depurada, en la tercera de las Investigaciones lógicas de Husserl,[9]HUSSERL, Edmund: Investigaciones lógicas 2. Alianza, Madrid, 1985. aunque como ocurre tantas veces en el filósofo su planteamiento implica también el desbordamiento de lo planteado, de tal manera que nos puede arrastrar hacia el planteamiento matemático conjuntista de Cantor, a las restricciones teológicas del materialismo filosófico de Gustavo Bueno, al holismo metodológico en sociología y psicología, por el que el todo sería mayor y/o diferente que la suma de las partes, e incluso a la ontología nómada de Deleuze y Guattari, en la que el todo es una parte entre las partes, con sus ribetes bergsonianos o derivados de la geometría fractal.
Pars pro toto, la parte por el todo. El espacio de la metonimia, del desplazamiento onírico, de la multiplicidad, de la sinécdoque retórica, también el del sofisma, el del truco o el equívoco. El brazo de Pollak, el brazo Pollak es casi lo único que queda de él, aunque sea la metonimia del otro. Porque el brazo Pollak es un fragmento (presunto) del brazo derecho (perdido) del Laocoonte vaticano. La parte es el todo, porque la totalidad falta o ha sido olvidada hace mucho tiempo o se ha vuelto incomprensible, como dice Franz Kafka de la ley, y que no deja de repetir en esos apuntes, relatos y aforismos, que multiplican sus paradojas en torno al cuento de La muralla china.[10]KAFKA, Franz: La muralla china. Alianza, Madrid, 1985. Por ejemplo de exámenes que se responden sólo cuando no respondes a las preguntas, o de alegorías que ya no alegorizan nada puesto que lo apuntado por ellas es también alegórico. No hay símbolo que lance al mismo tiempo dos cosas y las una (simbalein), sino lo diabólico de la dispersión (diabalein) alegórica, que Benjamin hallaba en el misterioso Agesilaus Santander y de la que se hace eco metódicamente Paul de Man, singularmente en el décimo ensayo de su monumental Blindness and Insight, el dedicado a la retórica de la temporalidad.[11]DE MAN, Paul: Visión y Ceguera: Ensayos sobre la retórica de la crítica contemporánea. Universidad de Puerto Rico, Río Piedras, 1991, pp. 207-253.
Pero volvamos a la novela, nada mejor que una escena en Praga para hacernos cargo de lo ya anunciado, esto es, del fragmento que obtiene la primacía del todo, en su lugar, irremisiblemente: “Siempre me ha atraído lo antiguo y venerable. Un día, en el cementerio judío junto a la sinagoga Vieja-Nueva presencié cómo rociaban con cal y enterraban con solemnidad unos viejos rollos de pergamino de la Torá que se habían vuelto inservibles, rollos enteros y también fragmentos. No pude hacer otra cosa que llevarme uno de esos fragmentos. La venerabilidad que emana de un pergamino semejante, más aún cuando está descolorido, es irresistible. El trozo de pergamino que me quedé presentaba una forma peculiar. En él reconocí de inmediato la estrella de David, una estrella arrancada al azar de una Torá que brillaba tenuemente en un fondo azul desvaído. El sello de Salomón. ¿Sabe usted que los dos triángulos de los que se compone la estrella de David representan la relación de los seres humanos con Dios? Uno señala hacia abajo: es el recordatorio de que nuestra vida procede de Dios. El otro señala hacia arriba porque regresaremos a Dios. Doce puntas para las doce tribus de Israel; seis triángulos para los seis días de la Creación. Así se origina un hexágono en el centro. Cada vez que lo miro, reconozco ese hexágono en mi fragmento de la Torá. Simboliza el Sabbat, el séptimo día, en el que los humanos deben descansar.” (p. 59). La escena que cuenta es característica. Se trata del expurgo ritual de la genizá de la sinagoga. La genizá es un reservorio de textos y fragmentos, que puede encontrarse en las sinagogas o en los yeshivot (escuelas de lectura talmúdica). En ocasiones estas colecciones de papiros nos han suministrado información muy útil sobre el judaísmo heterodoxo. La idea básica es la de preservar aquellas páginas en las que pudiese estar escrito el nombre de Dios para que nadie haga un uso impuro de ellas. En la práctica, cuando la acumulación de documentos era demasiado grande, se los enterraba o quemaba. Por otro lado, tampoco se arbitraba medida alguna para facilitar su conservación ni mucho menos su ordenación, así que cuando hemos accedido a tales repositorios lo que solemos encontrar es una suma deshilachada de fragmentos muy diversos, con una dudosa conexión entre ellos. Estaban guardados, pero al mismo tiempo como arrojados en ese tabuco oscuro. Enterrados sin trabajo de duelo alguno, pero no dentro de la tierra, sino junto a otros muchos textos, como si la literatura misma fuera el sepulcro de la literatura. A partir de cierto grado de desorden cualquier biblioteca puede devenir Genizá. De hecho, la mía empieza a parecerse mucho a una, dadas las dificultades de valerme en ella.
La segunda captura de Pollak es precisamente la del brazo faltante del Laocoonte. Y en este caso, de nuevo, la parte vale por el todo, totaliza: “Pollak, según me contó, siempre había tratado de aclarar por qué incluso Goethe, el más sabio de todos, así lo llamó, por qué ni siquiera él vio el brazo. Pero tampoco sabía que el brazo existiera, dijo. Nadie lo sabía. Ni yo tampoco, hasta que lo tuve ante mí. Ninguno de ellos escribió sobre lo que veía, sino sobre lo que pensaba. Y, cuando uno piensa mucho en lo que quiere, eso es precisamente lo que acaba viendo. En cuanto alguien pone por escrito esos pensamientos, todo el mundo ve lo que él piensa. Ésa es la esencia de la literatura, regida por una ley completamente distinta a la de las artes plásticas. Para todos ellos fue una suerte que el brazo derecho estuviera arrancado, arrancado y desaparecido. A muchas esculturas de la Antigüedad les falta el brazo derecho, que, en la mayoría de los casos, es el miembro más expuesto, ya que expresa el sentido de la escultura. El brazo derecho decide. Sobre todo, en el Laocoonte. No sobre la vida y la muerte, pues a Laocoonte le aguarda una muerte segura. Pero la manera de enfrentarse a la serpiente, lo que hace con ella y ella con él, eso lo decide el brazo derecho, o sea, decide si ese hombre abocado a la muerte es al final un héroe o si tal vez nunca lo fue y no es sino un mero ser humano, posiblemente incluso deplorable, una víctima. El brazo derecho alberga la verdad. Puede que esto suene descabellado, pero es así. Por eso fue tan emocionante verlo allí tirado entre otros pedazos de mármol. Comprendí en el acto que era el brazo de Laocoonte. Si no hubiera pasado por allí casualmente, lo más probable sería que el brazo hubiera desaparecido de nuevo y que jamás hubiera sido objeto de preocupación ni para el arte ni para la historia. Pero, como lo vi, dijo Pollak, existe; ahí está el brazo de Pollak.” (p. 120). Este pasaje del relato, riquísimo en cuanto a su contenido, expone algunos de los elementos básicos con los que ha de enfrentarse quien escriba sobre el Laocoonte. No deja de ser paradójico que Lessing, al valerse de este grupo escultórico para mostrar las diferencias entre lo literario y lo plástico, más allá de la obviedad del grito congelado o mudo allí representado, pretenda mostrar las fronteras, la demarcación entre la poesía y la pintura. Y es que el Laocoonte es literario de parte a parte, incluso con aquella parte que no estaba cuando fue hallado. De hecho, su leyenda está a caballo entre dos poemas épicos: la caída de Troya en la Iliada homérica y la Eneida de Virgilio. Pero es que, además, sabemos de la escultura por una noticia de Plinio el Viejo, quien habla de una escultura que se halla en casa del emperador Tito (in Titi imperatoris domo), esculpida ex uno lapide, con un solo bloque de mármol; esa encomiástica fórmula, ἐξἑνὸςλίθου, le otorga una antigüedad ya bastante hiperbólica, que hace aún más extraña la pieza que será hallada en 1506. La escultura de la que habla Plinio se atribuye a tres artistas de la escuela de Lindos (Rodas), Hagesandro, Polidoro y Atenodoro. Sobre estos autores, a partir de inscripciones halladas en el templo de Atenea Lindia -difícil de olvidar, por mi parte, el ascenso, flanqueado por asnos negros, en una soleada mañana de abril de este pueblito maravilloso- como sobre otros muchos aspectos, ha realizado un estudio bastante riguroso Salvatore Settis, aunque sólo sea para saber cuan poco sabemos, a ciencia cierta, sobre el origen de esta pieza artística, que dio el pistoletazo de salida para la carrera del barroco. Literaria, sí, poética e incluso más pictórica que propiamente escultórica, nos dice Settis, dado que está hecha para que sólo se contemple desde un punto de vista.[12]SETTIS, Salvatore: Laocoonte. Fama e stile. Donzelli, Roma, 2006, p. 71.
Por más riguroso y conservador que sea el trabajo de Salvatore Settis, lejos de resolver el enigma del Laocoonte más bien lo aumenta. En cualquier caso, y como demuestra Vicente Jarque, en su estupenda introducción a las observaciones sobre escultura de Herder, la elección de esta obra para una demarcación entre lo plástico y lo literario por parte de Lessing, no le resultará nada convincente a Herder, quien intentará una distinción entre las artes, por así decir, desde una fisiología de la recepción, más que a partir de una semiótica objetiva como la de su, por lo demás, admirado Lessing.[13]HERDER, Johann Gottfried: Escultura. Universitat de València, Valencia, 2006, pp. 30-31. Otro camino, menos respetuoso, para comprender la rareza del Laocoonte, es el que siguen Francesco Colafemmina y Lynn Catterson.[14]COLAFEMMINA, Francesco: Enigma Laocoonte. Mimesis, Sesto San Giovanni, 2021. Resumiendo lo que daría para una trama novelesca, el Laocoonte hallado no sería ni siquiera la copia antigua de un original de bronce, sino la invención de una antigüedad, efectuada, eso sí, por la más ilustre de las manos: nada menos que por Michelangelo Buonarroti. Esto explicaría muchas cosas anómalas, aunque introduciría otros elementos inexplicados. En medio estaría, siglos más tarde, el hallazgo casual de Pollak, que introduce una pieza más en ese intrincado rompecabezas histórico.
El propio ensayo de Lessing, que se puede considerar con justeza como un gran salto adelante en el análisis estético, más allá de la imperante retórica emotiva, añadiría otros aspectos, que harían nuestro comentario interminable, pero lo que ahora nos incumbe se halla en el prólogo de Eustaquio Barjau a la edición que manejamos: “Por el rector Klose sabemos que en los años en que Lessing servía al general Tauentzien, este autor “tenía sobre su mesa de trabajo varios artículos de carácter crítico y sobre temas de Historia Antigua que había escrito aquí en Breslau”. En un principio, sigue diciendo el rector Klose, parece que Lessing desconfiaba de poder ensamblar aquel conjunto de apuntes dentro de un todo coherente, por ello pensó en elaborar una simple compilación a la que titularía Hermäa -algo así como “Hérmicas”, fragmentos de Hermes, porque, como el mismo autor aclara, los griegos llamaban Hermäa a las cosas que advienen por casualidad, porque para ellos Hermes además del dios de los caminos era el dios del azar.”[15]LESSING, G. Ephrain: Laocoonte. Editora Nacional, Madrid, 1977, pp. 20-21. Si vuelvo la vista atrás, por ejemplo, a un curso de Monserrat Garcerán sobre la izquierda hegeliana, y al trabajo que realicé sobre el papel iniciador del ilustrado Lessing con los documentos de Wolfenbüttel, recupero sin embargo algo que entonces, y también ahora, me pareció de la mayor importancia, que es Hermesiana, nada menos que el enunciado metodológico de todo lo que he estado apuntando hasta ahora a propósito de la parte por el todo, y que en cierto modo conecta con otro autor que descubría también entonces, hace más de cuarenta años. Me refiero a Carlo Ginzburg. Dice Lessing: “Llamaban los griegos hermesiano a todo lo que se encontraban casualmente por un camino. Pues, entre otras cosas, era para ellos Hermes el dios de los caminos y de la causalidad. Imaginémonos un hombre de curiosidad ilimitada y sin querencia a una ciencia determinada. Siendo incapaz de darle a su espíritu dirección estable, con objeto de satisfacer su curiosidad merodeará por todos los campos del saber queriendo admirarlo todo, conocerlo todo y saciarse de todo. Como no carece de ingenio, hará muchas observaciones, pero ahondará en pocas cosas; dará con muchos rastros, pero verificará pocos; hará descubrimientos más curiosos que útiles; abrirá perspectivas que dan a paisajes que casi no vale la pena de ver. A estas observaciones, a estos rastros, descubrimientos, perspectivas, caprichos, si este hombre quisiera a pesar de todo ofrecérselos al mundo, ¿qué mejor nombre podría darles que hermesiana? Se trata de riquezas por feliz casualidad encontradas por los caminos, con mayor frecuencia en senderos que en camino real. Pues son muchos los buscadores que van por el camino real y encuentran en él lo que ya antes encontraron otros muchos y echaron al suelo otra vez.”[16]LESSING, G. Ephraim: Escritos filosóficos y teológicos. Editora Nacional, Madrid, 1982, p. 403.. Nada más hermesiano hay, en verdad, que el propio brazo de Pollak, y esta novela deliciosa, que podríamos describir como un ensayo novelado, nos ha dejado llegar bastante lejos, buscándonos tal vez a nosotros mismos en el espejo, bajo la imagen del estudioso sin cátedra, del anticuario o coleccionista. Pues, como escribe Von Trotha en la página 114 de este libro que nos apena dejar: hay cosas que sólo la literatura puede hacer.
| Título: El brazo de Pollak |
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Referencias
| ↑1 | VON TROTHA, Hans: El brazo de Pollak. Periférica, Cáceres, 2024, p. 72. [En adelante citado el número de página entre paréntesis] |
|---|---|
| ↑2 | GOETHE, Johann Wolfgang: Elegías romanas. Hiperión, Madrid, 2018, p. 92. |
| ↑3 | ATTLEE, Helena: El país donde florece el limonero. La historia de Italia y sus cítricos. Acantilado, Barcelona, 2017. |
| ↑4 | ATTLEE, Helena: El violín de Lev. Una aventura italiana. Acantilado, Barcelona, 2023. |
| ↑5 | TRÍAS, Eugenio: La memoria perdida de las cosas. Mondadori, Madrid, 1988, p. 26. |
| ↑6 | PERRETTA, Vanda: Ludwig Pollak: uno “Swann romano”, en REISSNER, Claus, ed.: Gli autografi goethiani della raccolta Pollak. Edizioni dell’ Ateneo & Bizzarri, Roma, 1978, pp. XVII-XVIII. |
| ↑7 | VON TROTHA, Hans: The English Garden. Haus, London, 2009, p. 37. |
| ↑8 | WALPOLE, Horace: Ensayo sobre la jardinería moderna. Olañeta, Mallorca, 2003, p. 24. |
| ↑9 | HUSSERL, Edmund: Investigaciones lógicas 2. Alianza, Madrid, 1985. |
| ↑10 | KAFKA, Franz: La muralla china. Alianza, Madrid, 1985. |
| ↑11 | DE MAN, Paul: Visión y Ceguera: Ensayos sobre la retórica de la crítica contemporánea. Universidad de Puerto Rico, Río Piedras, 1991, pp. 207-253. |
| ↑12 | SETTIS, Salvatore: Laocoonte. Fama e stile. Donzelli, Roma, 2006, p. 71. |
| ↑13 | HERDER, Johann Gottfried: Escultura. Universitat de València, Valencia, 2006, pp. 30-31. |
| ↑14 | COLAFEMMINA, Francesco: Enigma Laocoonte. Mimesis, Sesto San Giovanni, 2021. |
| ↑15 | LESSING, G. Ephrain: Laocoonte. Editora Nacional, Madrid, 1977, pp. 20-21. |
| ↑16 | LESSING, G. Ephraim: Escritos filosóficos y teológicos. Editora Nacional, Madrid, 1982, p. 403. |