Adelanto una pregunta del lector para no tener que volver a preguntarlo. Pongo, si así lo prefieren, la suspicacia por adelantado. Y lo hago porque más de uno se preguntará que cómo se me ha ocurrido escribir sobre un autor que, más de uno e incluso de dos, habrán supuesto bastante alejado de mis intereses y, lo que acaso sea peor, incompatible con los estándares de gusto que podrían haber deducido de mis escritos anteriores. Pues bien, están equivocados: adoro el género de terror y fantástico, incluso me atrevería decir que soy un lector compulsivo del mismo. Capaz de embutirme lo excelso, lo mediocre y lo peor siempre que posea los méritos para ser abierto en esa biblioteca en la cripta que atesora mi corazón. En cuanto a King, ha escrito tanto que tiene, por su cuenta, el derecho a lo excelso, lo mediocre y lo peor. En cualquier caso, estas páginas, que comienzan con una obra maestra de terror, se dedican sobre todo al análisis y al comentario de otra gran novela, no menor en su calidad, aunque sin la ambición torrencial de la primera. Pues ellas encuentran su disparadero en una segunda lectura, mucho años más tarde de que hiciese la primera, de la que considero todavía su obra maestra absoluta. Me refiero a It (Eso). Si entonces busqué al monstruo evanescente, uno que posee la forma variable de nuestras pesadillas, un poco como El Horla de Maupassant,[1]DE MAUPASSANT, Guy: El Horla y otros cuentos de crueldad y delirio. Valdemar, Madrid, 2016. pues la idea central que me guiaba era la de que el terror subyace a lo que no acabamos de ver en lo que vemos (lo sublime fantástico). Ahora, sin embargo, me llamaba la atención la relevancia del propio King como lector. Me refiero a un lector que, en la mesa de juego del texto, al final siempre acaba mostrando sus cartas. En el caso de It y de sus escalofriantes aventuras subterráneas, yo columbré la influencia de Mark Twain y él no tardó apenas en demostrarme la justeza de mi intuición. No en vano Leslie Fiedler había subrayado ya que Huckleberry Finn y Poe coincidían en que el viaje de regreso al hogar es en realidad un viaje de descenso al averno.[2]FIEDLER, Leslie A.: Love and Death in the American Novel. Dell, New York, 1960, p. 404. Sin embargo, algo sucedió que cambia mi orientación previa, (¿para qué leeríamos si no sucediese algo cuando lo hacemos?), dando lugar a una pesquisa diferente y a este escrito mismo.
En un momento dado, más que mediada esta torrencial gran novela americana, y rememorando el señor Keene una masacre, dice: “Cincuenta años es mucho tiempo y en Derry la gente tiende extrañamente a morir joven. Tal vez sea el aire. Pero de los que aún viven, no encontrarás más de diez o doce dispuestos a decirte que estaban en la ciudad el día en que la banda de Bradley se fue al infierno, Butch Rowden, el de la carnicería, ése confesaría, supongo, Tiene una fotografía en la pared en la que se ve uno de los coches, ni siquiera te das cuenta de que es un coche. Charlotte Littlefield te diría una o dos cosas si la cogieras por el lado bueno. Enseña en la secundaria y se acuerda de muchos detalles, aunque no tendría más de diez o doce años por aquel entonces. Carl Snow…Aubrey Stacey…Eben Stampnell… y ese viejo que pinta cuadros raros y se pasa la noche bebiendo en el bar de Wally; Pickman, creo que se llama. Ellos se acuerdan. Todos estaban allí.”[3]KING, Stephen: It (Eso). Debolsillo Penguin, Barcelona, 2021, pp. 845-846. Esta vez, el naipe descubierto por King es bastante extraño, aparece un poco al azar, escondido entre los nombres de muchos testigos de algo que tampoco es tan importante para el relato, salvo porque es una de las múltiples apariciones del mal. Un pintor alcoholizado en un bar con una clientela seguramente mejorable. Y sin embargo este será el origen de mi indagación, intrigado por el aire accidental, casi como una entrega inconsciente, de su aparición, en una serie de otros nombres medio borrados por el olvido.
Por supuesto que cualquier lector mediano del género, que es lo único que yo mismo podría considerarme, sabe quién es el pintor Pickman. Préstamo de otra ficción, en particular de una de H.P. Lovecraft. El mismo King la menciona al menos dos veces en Danza macabra, su más que recomendable libro de ensayo, y que podríamos describir grosso modo como una reedición del concepto de suspensión de la incredulidad de Coleridge, aunque adobado, eso sí, con bastantes palabrotas. La primera mención al relato de Lovecraft, El modelo de Pickman, se produce en un contexto muy connotado, nada menos que como la herencia involuntaria recibida de un padre real ausente, mientras que la segunda se da en el contexto mucho más neutral de la evaluación de una serie televisiva de terror.[4]KING, Stephen: Danza macabra. Valdemar, Madrid, 2020, pp. 153 y 358, respectivamente. Aunque, como veremos, es esta última la que resulta acompañada de una nota que puede ser fundamental, toda vez que no es, al menos no de manera sustancial, una reminiscencia freudiana la que nos incumbe sino una reflexión sobre el papel de la pintura en la obra de King.
En efecto, El modelo de Pickman incluye una lectio lovecraftiana sobre la fantasía pictórica que no podía sino haber interesado al propio King: “El producir obras como la de Pickman requiere un arte profundo y una profunda percepción interior de la Naturaleza. Cualquier dibujante de portadas puede embadurnar una tela absurdamente y dar al resultado el nombre de pesadillas, o Aquelarre de Brujas, o retrato del diablo. Pero únicamente un gran pintor puede conseguir que resulte verosímil o aterrorizante. Ello se debe a que sólo un verdadero artista conoce la verdadera anatomía de lo terrible o la fisiología del miedo: el tipo exacto de líneas que se relacionan con los instintos latentes o los recuerdos hereditarios del temor, y los adecuados contrastes de color y efectos de luz que despiertan en el espectador su dormido sentido de lo extraño. No tengo que explicarle por qué un Fuseli nos hace estremecer, en tanto que la portada de una historia de fantasmas sólo provoca en nosotros la risa. Hay algo que esos individuos captan -más allá de la vida- y que son capaces de hacernos captar por unos instantes. Doré poseía esa cualidad. Sime la posee. Angarola de Chicago la posee. Y Pickman la poseía en grado superlativo, como nadie la poseyó antes que él, y como nadie, quiéralo el cielo, volverá a poseerla. No me preguntes qué es lo que ven. En el arte normal existe una gran diferencia entre los cuadros que reproducen seres vitales extraídos de la Naturaleza y los productos comerciales elaborados en un estudio. Bueno, debería decir que el artista realmente fantástico posee un tipo de visión que le permite percibir escenas verdaderas de un mundo espectral.”[5]LOVECRAFT, H.P.: El modelo de Pickman, en Obras escogidas. Acervo, Barcelona, 1966, pp. 12-13. Aquí Lovecraft determina el problema principal, el de la verdad en pintura, aunque lo haga con respecto al mundo espectral. Habría que preguntarse si eso espectral no resulta un tercer invitado entre lo real y lo imaginario, eso que los estudiosos de la mística y de las religiones comparadas, llaman el mundo imaginal. De todos los artistas mencionados sólo el segundo reaparece en la escritura de King, hasta donde yo sé, cuando compara las imágenes del Drácula de Bram Stoker con la dignidad de las de Doré en Danza macabra.[6]KING: Danza macabra, p. 132. Yo mismo tengo muy vivo el recuerdo infantil de la Biblia de mi madre, ilustrada a partir del romanticismo amenazador de ese genio. En cuanto a Fuseli, el magnífico trabajo de Frederick Antal nos ha llevado a buscar su efecto en la expresión enfática pero indiferenciada de sus personajes, lo que les hace aparecer con rostros a un tiempo agitados y similares a máscaras.[7]ANTAL, Frederick: Estudios sobre Fuseli. Visor, Madrid, 1989, p. 56. Los artistas restantes, aunque luego se referirá Lovecraft a Goya, son mucho menos conocidos: Sidney Sime, es ilustrador entre otros de Lord Dunsany, así que se comprende bien la afinidad con el gusto de Lovecraft y, mucho más raro aún, Anthony Angarola (1893-1929), con cierta tendencia a lo grotesco terrorífico como ilustrador, y a la vez autor de paisajes más que interesantes y llenos de colorido, en los que se hace evidente su técnica como ilustrador, casi como una limitación antes que como una verdadera oportunidad para el desarrollo de su trabajo. Por supuesto que las referencias estéticas que maneja King son mucho más populares y cercanas al espectador contemporáneo, pero la matriz esencial no es muy diversa. A pesar de la relativa sofisticación de las referencias de Lovecraft su libro sólo da una respuesta sobre lo real y lo pintado recurriendo a la fotografía del natural, como una suerte de disminución representativa del horror. Recuerdo que cuando leí este relato, en mi juventud como estudiante de filosofía, me preguntaba qué hubiera sucedido si descubriésemos que El Bosco pintaba del natural cuando hizo su jardín de las delicias. Pues bien, la pregunta hoy se me revela tan somera como la que, por sorpresa, plantea la respuesta de Pickman. Luis Puelles Romero intercala una categoría estética, la de lo grotesco (sobre la que habré de volver alguna vez en el futuro con mayor detención), para mostrar que El Bosco, a diferencia por ejemplo de Brueghel el viejo, nunca pinta del natural, ya que en su Jardín los monstruos son figuraciones del pecado, mientras que el otro representa lo grotesco de los actos mediocres mil veces repetidos y también lo grotesco de estar unos juntos con otros.[8]PUELLES ROMERO, Luis: El asalto a la belleza. En torno a una estética de lo grotesco. Maia, Madrid, 2019, pp. 77-78.
Tengo para mí que el horror de Stephen King se halla más a gusto entre lo grotesco que en la persecución de lo sublime, como era frecuente en la imaginación romántica.
Aunque haya de enunciarlo de una manera algo dogmática, ello se debe a que el horror de King se enuncia como si Dios no fuese, esto es, en un mundo secularizado. De hecho, no parece haber en King otra deidad que la de la infancia, y esta, aunque esté poblada de sus propios ángeles y demonios, está siempre nimbada por la nostalgia. Pero yo creo que la pista de Pickman, si la seguimos hasta una de sus últimas novelas, merece otro abordaje diferente al de la mera estética, por poco convencional que ella resulte. Digamos que Duma Key es la apoteosis de lo pictórico, pero que esa apoteosis hay que interpretarla mejor en términos de una ontología de la acción y no con categorías de percepción o de gusto. El relato como tal aparece con un texto en letra cursiva, siempre con el mismo título Cómo dibujar un cuadro y un número entre paréntesis. El primero de ellos, dice así: “Comienza con una superficie en blanco. No ha de ser un papel o un lienzo, aunque tengo la sensación de que debería ser blanco. Lo llamamos blanco porque necesitamos una palabra, pero su verdadero nombre es nada. Negro es la ausencia de luz, pero blanco es la ausencia de memoria, el color de no poder recordar. ¿Cómo nos acordamos de cómo recordar? Esa es una cuestión que a menudo me he planteado desde mi época de Duma Key, a menudo en las horas previas al amanecer, mirando la ausencia de luz, recordando a los amigos ausentes. A veces en aquellas cortas horas pienso en el horizonte. Tienes que establecer el horizonte. Tienes que trazar una marca en el blanco. Un acto bastante simple, podrías decir, pero cualquier acto que rehace el mundo es heroico. O así lo había llegado a creer. Imagina a una niñita, apenas mayor que un bebé. Se cayó de un carruaje casi noventa años atrás, se golpeó la cabeza contra una roca, y lo olvidó todo. No solo su nombre; ¡todo! Y entonces un día recobró justo lo suficiente para coger un lápiz y trazar aquella primera marca vacilante a través del blanco. Una línea del horizonte, seguro. Pero también una grieta por la que verter la negrura. Aún más, imagina aquella pequeña mano levantando el lápiz…dudando…y luego trazando una marca en el blanco. Imagina el coraje de aquel primer esfuerzo para restablecer el mundo mediante la acción de pintarlo. Siempre amaré a esa niñita, a pesar de todo lo que ella me ha costado. Debo amarla. No tengo elección. Los dibujos son mágicos, como bien sabes.”[9]KING, Stephen: Duma Key. Debolsillo Penguin, Barcelona, 2023, p. 10. (En adelante citado con el número de página entre paréntesis en el texto). Creo que es difícil sustraerse a la belleza de este íncipit. Cómo no habría de conmovernos esta idea de una acción que repara el mundo (Tikkum), en la que resuena la belleza del pensamiento de Emil L. Fackenheim,[10]FACKENHEIM, Emil L.: Reparar el mundo. Sígueme, Salamanca, 2008. o incluso esa otra mucho más extendida, a veces hasta el hastío, de la resiliencia. ¿Magia? Sí, pero toda idea de reparación madura, liberada del capricho o del berrinche infantil, incluye la idea de lo irreparable, esto es, de la evidencia de que tendremos de alguna manera que arreglarnos con algunas cosas que no tienen arreglo. Los daños, tampoco en Duma Key podrán ser borrados, ése es el coste al que se refiere el texto. La novela, como la pintura, es un ejercicio de ese arte de restauración que los japoneses llaman Kintsugi y que, lejos de disimularlas, realza las fisuras con oro. En cualquier caso, la pintura, y de una manera más compleja que la planteada por el modelo de Pickman, habrá que pensarla bajo la noción tentativa de una pintura imaginal, esto es, en términos de una intervención de la imagen en lo real, pero también como un efecto de lo real sobre la acción imaginativa, con tanta potencia destructiva como constructiva. ¿Qué ejemplos se me ocurren de esa presunta pintura imaginal? Ahora sólo puedo enunciarlos, con la confianza en que el lector pueda averiguar el significado de los huecos entre ellos: el mandala, el icono, el grimorio, los dibujos sobre tierra de los indios hopi. Como se comprenderá todos ellos tienen en común una convicción de sobrenaturaleza.
¿Cómo podría hablarse entonces de una pintura imaginal en un mundo que ha apartado de un manotazo, por así decir, lo sobrenatural? La respuesta que ofrece Duma Key es obvia. Casi todo lo que escribe King es obvio y además abismático. Se produce entre el reconocimiento subjetivo del protagonista, por ejemplo, que el pincel que puede matar también puede curar (p. 307), y el culto social por el arte, tal vez la única religión que queda cuando ya no queda ninguna otra: “Pero también era pavoroso. No es una palabra que quiera usar para referirme a mi propio trabajo, pero es inevitable. (…) Mi obra no funcionaba únicamente porque afectara a las terminaciones nerviosas; funcionaba porque la gente sabía (en algún nivel que escapaba a su raciocinio) que lo que estaban contemplando procedía de un lugar mucho más allá del talento. La sensación que transmitían aquellas pinturas de Duma era de horror, apenas contenido. Horror aguardando su hora de entrar en acción.” (p. 309). ¿Cómo no traer a colación aquí las palabras de Rilke, sobre lo bello entrevisto en calidad de lo horrible que todavía podemos soportar? Sin embargo, y a pesar de la inquietud romántica que columbramos en ellas, todavía lo bello es una suerte de lenitivo, ¿y qué si fuera un acelerante de lo horrible? ¿Es que no está esa naturaleza acelerante presupuesta en todo el arte de vanguardia del siglo XX y XXI? En ese sentido, y sólo en ese, puesto que la novela Duma Key va muy en serio, la representación del mundo de la galería de arte y de los marchantes consiste también en una sátira muy inteligente. Digamos que el Mal se cuela con la disonancia entre la experiencia silvestre de la creación y el aspecto mercantil, cuando no irrisorio, de la religión oficial del Arte. Puede que, en mi juicio, opere no sólo el efecto de este magnífico libro, sino también la coincidencia de haberlo leído, en un espacio de tiempo muy breve, junto a otro no menos brillante, que me acompañó durante algunas noches de octubre en Cambrils, y también vinculado a una galería de arte. Me refiero a Algún día este dolor te será útil de Peter Cameron.[11]CAMERON, Peter: Algún día este dolor te será útil. Libros del Asteroide, Barcelona, 2012.
La experiencia singular, conmovedora y paradójica, es la que tiene lugar en Big Pink, el sobrenombre que le da a la casa alquilada en la costa de Florida por el pintor. El apodo mismo ya suena como a un lienzo de arte pop, pero si obedece, aunque con peculiaridades, a lo que King llama en Danza maldita, “el arquetipo del Mal Lugar”,[12]KING: Danza macabra, p. 385. se debe entre otras cosas a que muchos artistas hallaron antes refugio creativo allí. Singularmente Salvador Dalí, quien se convierte en una presencia recurrente a lo largo de Duma Key, y sobre la recepción de su obra por parte del protagonista hay pocas dudas, tampoco sobre el gradiente de libertad que la misma eleva: “Me senté, me comí un pastel Table Talk que había estado deseando, pero que ya no me apetecía, y hojeé mi caro libro de reproducciones, pensando (y estoy seguro de que no era nada original): Bueno, hola Dalí. No todas las ilustraciones me impresionaron. En muchos casos tenía la sensación de estar observando el trabajo de un sabiondo que pasaba el rato, o poco más. Pero algunas de las pinturas sí que me sedujeron y unas cuantas me aterrorizaron igual que lo había hecho mi amenazante concha de caracola. Tigres flotantes sobre una mujer desnuda reclinada. Y un grabado, Cisnes que reflejan elefantes, que era tan extraño que apenas podía mirarlo… aunque seguía volviendo las páginas atrás para examinarlo un poco más.” (pp. 84-85). En Danza macabra también importan el surrealismo de Dalí y Magritte, de naturaleza desasosegante, mencionados dos páginas más delante de su última referencia al modelo de Pickman, y se refiere “a esa libertad daliniana para crear la fantasía… sin tener que disculparla ni explicarla.”[13]KING: Danza macabra, p. 362.
La pista de Pickman nos condujo, aunque por poco tiempo, a lo largo de un camino errado. A fin de cuentas, ella trata de la representación natural de la sobrenaturaleza. Buscamos al monstruo, al engendro o la anomalía y lo traducimos a una imagen. No es por casualidad que la representación pictórica recaiga aquí en una impresión fotográfica. ¿Pero es lo más natural esa representación natural? ¿Existe siquiera tal cosa? Desde luego que no podemos saberlo, pero todo parece indicar que cuando nuestros más remotos antepasados se refugiaron en una cueva a pintar animales, cazadores, vulvas femeninas, etc., no estaban demasiado concernidos por el presunto verismo de la imagen, sino que se movían en la órbita antropológica del sortilegio o incluso el maleficio. Pintamos como el niño que canta en la oscuridad, porque tenemos miedo. Miedo de la muerte y también de la sexualidad. Pintamos para rellenar lo que falta en todo ello, para mejorar o corregir. Hay en la acción estética un impulso titánico, cuasi divino. La literatura fantástica halla en la pintura imaginal el modo de representar sobrenaturalmente la sobrenaturaleza, porque esta es la perspectiva más verista. Lo hace Stephen King, hasta el punto en el que su rememoración de Pickman en It es la advertencia sobre un camino abandonado. La pintura imaginal está viva; hace acontecer porque a ella le acontecen cosas. Es ella misma un acontecimiento. Es lo que sucede en su magnífico relato El virus de la carretera viaja hacia el norte. Por eso sabemos en qué consiste la magia de la que hablará mucho más tarde en Duma Key. Se produce una conexión inmediata cuando el protagonista, escritor, halla en un mercadillo la acuarela de un conductor joven de colmillos afilados, atravesando el puente Tobin en un crepúsculo violeta. Le gustaba la idea de un caníbal cruzando el puente y puede imaginarse la reacción de un público hostil ante su adquisición: “Casi todas aquellas personas eran ignorantes, al menos en lo que a su trabajo se refería, y, además, tenían en alta estima su ignorancia, la mimaban como esos perros estúpidos y mezquinos que ladraban a las visitas y a veces mordían al repartidor de periódicos en el tobillo. No le atraía el cuadro porque escribía novelas de terror, sino que escribía novelas de terror porque le atraían cosas como aquel cuadro. Sus admiradores le enviaban cosas, en su mayoría fotos, y él las tiraba casi todas, pero no porque fueran malas, sino porque eran tediosas y previsibles. Un fan de Omaha le había enviado una pequeña escultura de cerámica que representaba una cabeza de mono gritando con expresión horrorizada asomado a la puerta de una nevera, y esa sí la guardó. Era tosca, pero mostraba una yuxtaposición inesperada que le tocó la fibra. El cuadro que tenía delante poseía la misma cualidad, pero mejor aún. Mucho mejor.”[14]KING, Stephen: Todo es eventual. 14 relatos oscuros. Debolsillo Mondadori, Barcelona, 2004, p. 330. Tosco y con yuxtaposición inesperada, casi podría formar parte de una descripción de lo grotesco, que considero la verdadera musa de King. Sea como fuere, en la introducción, el propio autor aclara que el cuadro que es el objeto del relato es una adquisición real; una, al parecer, no del todo estimada por el resto de su familia. Pero añade: “Me gustan las historias de cuadros que cambian”. Y es él quien nos reenvía a una novela de cuadros que cambian, El retrato de Rose Madder, la cual confieso que no aprecio demasiado. Lo que me importa es que esta historia de abominable violencia masculina, que tiene mucho de dickensiana en el planteamiento inicial, como no tarda en reconocer King con su proverbial honestidad,[15]KING, Stephen: El retrato de Rose Madder. Debolsillo Penguin, Barcelona, 2022, p. 68. y por la que una pintura de gusto dudoso se convierte en el baluarte, en el refugio y la fuente de resiliencia para Rose Daniels, no determina un momento único en el periplo de King, sino que obedece a una confesada obsesión, dicho sea de paso, también Dickens y su Bleak House tienen su lugar en Duma Key (p. 157) o las Navidades de Scrooge (p. 164). Por otro lado, el cuadro mismo de Rose Madder sirve de espejo y de proyección de la Rosa pintada y de la Rosa real, de tal manera que no me resultaba difícil repetirme mentalmente el verso más inmortal de Gertrude Stein: A rose is a rose is a rose. Pero lo que importa ahora es situar esta novela dentro de una genealogía de lo que hemos llamado pintura figural, dentro del género fantástico y fuera de él.
Por lo que se refiere a la literatura, el clásico superlativo es la única novela escrita por Oscar Wilde, que comienza con la brillantez chispeante de la paradoja, aunque lo que por último nos ofrece es una lóbrega moraleja de corrupción y de abyecta índole, con un retrato que muta, acumulando los signos de los múltiples vicios del protagonista, así como los estragos del paso del tiempo. Y es que el verdadero tema de Dorian Gray es el de la influencia, la de Lord Henry sobre Dorian, la de la belleza artificial y el falso aire de inocencia de él sobre todos los demás, e incluso del retrato mismo, que le permite enfangarse sin por ello marchitar su figura real, como le responde el propio Lord Henry, experto corruptor, al propio Gray: “Influenciar a otra persona es darle nuestra propia alma. Ya no piensa con sus pensamientos, ni arde con las pasiones que le son propias. Sus virtudes no son reales para él. Sus pecados, si es que existe algo que se pueda llamar así, son prestados. Se convierta en el eco de la música de otro, en el actor de una obra que no ha sido escrita para él. El objetivo de la vida no es otro que el propio desarrollo, realizar a la perfección la naturaleza individual, para eso hemos venido al mundo cada uno de nosotros. Hoy en día la gente tiene miedo de sí misma. Han olvidado el deber más alto, el deber contraído con uno mismo. Son muy caritativos con los demás, por supuesto, dan de comer al hambriento y visten al pordiosero, pero sus propias almas pasan hambre, y van desnudas. Nuestra raza ha perdido su coraje. Tal vez nunca lo tuvo. El terror a la sociedad, que es el pilar de nuestra moral, y el terror de Dios, que es el secreto de la religión: esas son las dos cosas que nos gobiernan.”[16]WILDE, Oscar: El cuadro de Dorian Gray. Navona, Barcelona, 2023, pp. 30-31. De nuevo, apuesto con las cartas que me van apareciendo, por pequeñas que sean. Por ejemplo, cuando en Duma Key lo visitan en Big Pink los dueños de la Galería Scoto: “Dario Nannuzzi y uno de sus socios, Jimmy Yoshida, me visitaron al día siguiente. Yoshida era un Dorian Gray japonés. Cuando se apeó del Jaguar de Nannuzzi en mi camino de entrada me pareció que tendría unos dieciocho años”. (p. 322). Ahora bien, si tengo que declarar cuál es mi preferido entre las pinturas imaginales he de remontarme a una lectura de mi adolescencia y a una novela que conserva intacta su capacidad de comunicar el miedo. Me refiero a Los buscadores de hechizos de Ralph Comer y a un mural cuyas figuras “aparecían en una increíble diversidad de vestidos y de desnudos, bailando, acoplándose con extraños en una docena de pesadillas”.[17]COMER, Ralph: Los buscadores de hechizos. Géminis, Barcelona, 1968, p. 81. El mural está animado, el espectador puede escuchar las risas de insidiosa burla y de procaz lujuria que parece emitir en presencia del protagonista, Lawson. Aunque la proliferación teratológica se aproxima a las composiciones de El Bosco, Comer apostilla que la técnica está más cerca del impresionismo. En cualquier caso dicho mural es uno de los ingredientes más sobrecogedores en una novela que posee otros muchos.
En Duma Key la pintura es una experiencia total, acompañada del chirrido de las conchas movidas por la marea. Y, sobre todo, es una experiencia vicaria. El protagonista Edgar Freemantle, al perder un brazo en accidente, se propone lo mismo que la niña Elizabeth Eastlake, al sufrir una caída invalidante: “estaba tratando de reinventar lo ordinario, y al transformarlo en un sueño lo creaba de nuevo.” (p. 517). Rehacer lo real, disminuido por las circunstancias, a través del sueño, es también la exaltación característica del surrealismo. Y en esta novela magistral, plagada de fantasmas y espejismos, uno de los principales espectros es nada menos que el de Salvador Dalí, quien se dice que ocupó durante una temporada la misma casa que Freemantle. Se puede afirmar que el novelista ha puesto en Duma Key lo mejor de sí. Que ha escrito una obra llena de referencias culturales, él, tan poco amigo de ciertas pretensiones intelectualistas, aparte de una trama sombría y terrorífica. Podemos decir que ha hecho acopio, para escribir sobre el doble accidente de la niña pintora y del protagonista, de su memoria más dolorosa, la de un terrible atropello automovilístico que estuvo a punto de acabar con su vida el 19 de junio de 1999, y que relata en Mientras escribo, su brillante ensayo sobre la creación literaria.[18]KING, Stephen: Mientras escribo. DebolsilloPenguin, Barcelona, 2023, p. 279. Hasta aquí nos ha llevado un viejo pintor alcohólico llamado Pickman, que el propio novelista sabe bien de qué simas y de qué noches sin aurora es capaz el bebedor. Lo dejamos allí, acodado en la barra de ese establecimiento no apto para clientes elegantes. Y no, no vamos a aceptar por hoy su invitación a revisar su taller. Al parecer muy provisto de escenas y personajes tomados del natural.
| Título: Duma Key |
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Referencias
| ↑1 | DE MAUPASSANT, Guy: El Horla y otros cuentos de crueldad y delirio. Valdemar, Madrid, 2016. |
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| ↑2 | FIEDLER, Leslie A.: Love and Death in the American Novel. Dell, New York, 1960, p. 404. |
| ↑3 | KING, Stephen: It (Eso). Debolsillo Penguin, Barcelona, 2021, pp. 845-846. |
| ↑4 | KING, Stephen: Danza macabra. Valdemar, Madrid, 2020, pp. 153 y 358, respectivamente. |
| ↑5 | LOVECRAFT, H.P.: El modelo de Pickman, en Obras escogidas. Acervo, Barcelona, 1966, pp. 12-13. |
| ↑6 | KING: Danza macabra, p. 132. |
| ↑7 | ANTAL, Frederick: Estudios sobre Fuseli. Visor, Madrid, 1989, p. 56. |
| ↑8 | PUELLES ROMERO, Luis: El asalto a la belleza. En torno a una estética de lo grotesco. Maia, Madrid, 2019, pp. 77-78. |
| ↑9 | KING, Stephen: Duma Key. Debolsillo Penguin, Barcelona, 2023, p. 10. (En adelante citado con el número de página entre paréntesis en el texto). |
| ↑10 | FACKENHEIM, Emil L.: Reparar el mundo. Sígueme, Salamanca, 2008. |
| ↑11 | CAMERON, Peter: Algún día este dolor te será útil. Libros del Asteroide, Barcelona, 2012. |
| ↑12 | KING: Danza macabra, p. 385. |
| ↑13 | KING: Danza macabra, p. 362. |
| ↑14 | KING, Stephen: Todo es eventual. 14 relatos oscuros. Debolsillo Mondadori, Barcelona, 2004, p. 330. |
| ↑15 | KING, Stephen: El retrato de Rose Madder. Debolsillo Penguin, Barcelona, 2022, p. 68. |
| ↑16 | WILDE, Oscar: El cuadro de Dorian Gray. Navona, Barcelona, 2023, pp. 30-31. |
| ↑17 | COMER, Ralph: Los buscadores de hechizos. Géminis, Barcelona, 1968, p. 81. |
| ↑18 | KING, Stephen: Mientras escribo. DebolsilloPenguin, Barcelona, 2023, p. 279. |