Con la nariz pegada a la ventana del recibidor y apoyado en su bastón, espera impaciente el señor Floren la llegada de Dori, su asistenta. Está muy ilusionado porque anoche no paró de nevar.
Por fin distingue a lo lejos una figura gordezuela que desciende del autobús y avanza torpemente sobre los charcos helados. Como un chiquillo, se esconde detrás de la puerta antes de que la mujer la empuje para entrar.
—¡No me dé estos sustos, Floren! —protesta ella dando un respingo mientras le muestra una bolsita grasienta de papel—. Mire, le he traído unos churros. Y ahora, si me deja, me pongo con el aspirador.
—Nada de eso, Dori —responde él—. ¿No ves que ha nevado? Deja la limpieza para mañana, que hoy tenemos otra misión. No lo habrás olvidado, ¿no?
«Cielos, no me acordaba —se resigna la mujer —. Pufff, todos los años lo mismo, y no hay forma de hacerle cambiar de idea».
Y sin más demora, suben al desván. Dori tropieza con varios cachivaches antes de llegar al muñeco. Como era de esperar, está cubierto de polvo, así que dedica un buen rato a pasarle el plumero. Después le anuda bien la bufanda, le sacude el sombrero y se lo pone derecho. Entre los dos («o cada año pesa más o me estoy haciendo vieja. ¿Es que no va a derretirse nunca?») lo bajan al recibidor, se ponen los abrigos y los guantes y arrastrándolo se dirigen al parque. Algunos peatones los señalan y cuchichean entre sí; los niños se burlan sin ningún disimulo; un agente de policía se los queda mirando, «cada día se ven cosas más raras por la calle», le escucha una apurada Dori decir.
A una distancia prudente de los columpios, por si acaso, colocan el muñeco de nieve. El señor Floren le pone una pipa en la boca y se aleja unos pasos para contemplarlo. Frunce un poco el entrecejo, «mmm, algo falla aquí», pero enseguida detecta el qué y, sujetándose del brazo de la mujer, exclama:
—¡Qué despistados somos, Dori! Se nos ha olvidado parar en la frutería… Porque no vamos a dejarlo con la zanahoria del año pasado, ¿verdad?