En la cueva, ahora olvidada, resuena todavía el eco hecho jirones de las voces bullangueras de los niños en sus juegos sin juguetes, de esas otras que acarician con ternura y desespero el oído de la amada, de susurros que revelan el secreto más antiguo o el misterio más odioso.
Tapizan las paredes desconchadas, huérfanas de cal y de suspiros, las risas contagiosas que se escapan por los poros de una efímera alegría.
Entre los granos minúsculos y apretados de la arena que amalgama la existencia de la cueva, permanecen incrustados, agarrados al pasado, los llantos apretados, insistentes y esforzados de los nuevos pasajeros de la vida que reclaman y descubren. Y el sollozo quedo, escondido y esponjoso, profundo y apagado, recogido en el blanco del pañuelo, del viajero que divisa la estación donde se apea.
Sobre el techo que cobija los restos carcomidos y olvidados del lecho conyugal, enredados en los restos pegajosos de la tela ennegrecida que la araña entretejió, se balancean abrazados todavía, los gemidos ahogados del placer de juventud, liberados a escondidas tras la manta que usurpaba sin complejos una puerta que no fue. Quedan junto a ellos esos otros más distantes, más oscuros, impostados, que son fruto de rutinas transitadas, de fuegos que ya no arden y del deber contraído en la farsa del altar.
Quedan muebles desmembrados, recuerdos retorcidos colgados de la pared, y ese olor de tantos años, húmedo y envejecido, a olvido, polvo y cerrado.
Atranco la puerta liberada de los goznes, intuida en el hueco solitario de la cueva, y encierro en su interior los rastros indelebles de vidas que ya no son, de vidas que quizá fueron.