Nació en verano, una noche de luna llena. Su madre necesitó que le abrieran las entrañas para que pudiera salir, porque tenía los bracitos largos, las piernas cortas y un cuello como de tortuga acuática. Su simetría asteroidea inspiró su hermoso nombre, pero le acarreó un estigma difícil de superar. Más allá de conseguir una inigualable voltereta lateral y ser capaz de hacer cálculos infinitesimales de cabeza, la criatura resultaba bastante torpe, lo que, sumado a su figura desgarbada, la convertía en blanco fácil para las burlas y el rechazo.
A mí me fascinaban su armonía matemática, su fragilidad y el misterioso capricho que la cruel naturaleza había perpetrado con su cuerpo. Consciente de que jamás encontraría a nadie como ella, invertí tiempo en convencerla de que era alguien especial que merecía mucho amor: el mío.
Y la amé. Durante años. Hasta que cambió. O cambié. Hasta que su anatomía pentamérica dejó de parecerme extraordinaria y su habilidad aritmética terminó por irritarme. Hasta que ella se fue encogiendo y la expulsé de mi galaxia. Hasta que una noche de invierno sin luna se volvió fugaz, atravesó una ventana y aterrizó sobre un suelo azul celeste, más estrellada que nunca.