Uno busca, durante toda su vida, busca; a veces, encuentra y otras se conforma con llegar a un atisbo de respuesta. Puede que por ello –además de la necesidad de ser prácticos y sobrevivir-hayamos desarrollado la capacidad de imaginar e inventar. La mera existencia no basta porque no colma. Hemos de ser honestos y advertir que tenemos dudas e inseguridades, que nuestros sentimientos son líderes poderosos y suelen manejarnos a su antojo, que el equilibrio se mantiene hasta que la balanza se inclina hacia un lado u otro. ¿Qué hacemos cuando no atinamos con el interruptor en la oscuridad o cuando el ventanuco es tan estrecho que apenas se cuela el aire? Algunos hacen poesía y nos salvan, aunque nunca lleguen a saberlo.
A la algecireña Juana Ríos llegué por esos lazos casuales que van tejiendo pasado y presente y a sus poemarios, también. Hay autores que merecen llamarse escritores desde el mismo instante en que otro se detiene en sus letras y siente una sacudida o la perplejidad de observarse a sí mismo en un soporte –de papel o digital-, paralizando por unos segundos cualquier estímulo de su alrededor. Su poesía está impregnada de sensibilidad y elegancia, invita a la intimidad, a dejarse llevar entre versos con venas y arterias que laten.
En 2015 Huerga y Fierro Editores publicó su “Aduanas de agua” y tres años después, “Peces voladores” reafirma su estilo y madurez poética. Como una escultora dedicada a una masa de barro o a una pieza de mármol, Juana es capaz de transmitir y no limitarse a tecnicismos o a contorsionar el lenguaje con piruetas innecesarias.
El tríptico de este poemario –isla, ausencia, mapas- está repleto de colores y paisajes, y en ellos la topografía como figura literaria tiene una importancia crucial, pues empapa la perspectiva de la autora y llega a ser en sí misma un personaje o elemento de peso en su poesía. Así, el mar y el puerto, las sirenas, sus calas, el oleaje y la arena, nos ofrecen atardeceres naranjas y hasta podemos lamer la sal en nuestra piel mientras leemos: “que se preñen de Levante como velas en océanos de inviernos. Que rompan las mañanas los gritos de las gaviotas sobre el tejado del cocedero de pescado”[1]RÍOS, Juana. 2019. Peces voladores. Madrid: Huerga y Fierro, p. 45
Al mismo tiempo, esos peces que revolotean y se escurren entre estrofas, esos seres marinos que emergen a la superficie de lo mundano recuerdan a todos los soñadores, viajeros incansables por océanos azotados por los temporales y la calma de un vaivén constante. “Viaje épico, peces dormidos acurrucados en los colores, ajenos a las corrientes”[2]Ibíd., p. 35, sus aletas son las extremidades que los impulsan a la lucha por la supervivencia, a no rendirse ni conformarse. La estela de su paso puede que sólo sea visible para quienes se detienen a mirar, sin atender al tictac de los relojes que tanto entorpece la senda de nuestra esencia.
Los seis poemas que conforman la segunda parte –La flaca tiene un vestido de huesos– constituyen un llanto hondo, auténtico, teñido de ausencia y de cariño entrañable hacia los seres queridos que, antes o después, mueren y nos dejan huérfanos de su complicidad y protección. Sin embargo, la autora huye de plañideras y recursos fáciles, aceptando ese viaje sin retorno en el refugio de la memoria. Sus palabras nos plantean la conciencia de lo inevitable, la angustia de la agonía, el silencio extraño al que nos enfrentamos cuando el dolor está tras la puerta y espera. En su calendario el treinta y uno de diciembre es el último día, aunque en este caso no den comienzo años nuevos y las doce campanadas anuncien la cuenta atrás de una despedida.
Hay un aspecto muy definido en este compendio poético y es la nostalgia.
No obstante, habría que distinguir entre dos formas de la misma o bifurcaciones paralelas. Por una parte, se presenta como tristeza, como “un pañuelo amarillo extendido sobre la mesa”[3]Ibíd., p. 20 y fotografías en sepia que acumulan un vacío de caracolas que, en otro tiempo, lanzaban ecos. Las bóvedas del amor eran antes blancas, grises, naranjas, violetas, y la infancia dejó una impronta de charcos y pureza que ahora son imposibles de alcanzar. “La nostalgia tiene un vestido color envidia”[4]Ibíd., p. 72 porque otros se besarán donde antes lo hicimos nosotros y aquellos besos ya no hallan los mismos labios. El incendio del amor dio pasó al desengaño y, sin embargo, cualquier tarde asoman al cristal de la ventana las imágenes de esos días. ¿Por qué vuelven a supurar las viejas heridas?
Por otra parte, está la nostalgia como renacimiento, como oportunidad para crecer y reconocer el camino.
La madurez aporta gratitud y un poso fecundo de satisfacción por estar vivo. “A veces, creo que estoy cerrando viejas puertas, y aprendo a dejar antiguas pieles en los arcenes, a mudarlas lentamente”[5]Ibíd., p. 18, a enarbolar la esperanza y a no desistir. El pasado siempre vuelve. Lo encontramos en los espejos, nos tropezamos con él en los juegos infantiles de los chiquillos de la calle y parece prevenirnos de que todo es perecedero. Por esta razón, los peces no pueden quedarse varados en ninguna orilla; han de tomar impulso, saltar al agua y precipitarse al torrente de sensaciones de olas y espuma.
Está claro que la poeta Juana Ríos tiene mucho que ofrecer al mundo de la poesía y, probablemente, a otros ámbitos de la literatura. De momento, su pluma sigue escribiendo y ojalá muy pronto vuelva a llenar páginas con otras aduanas y peces que penetren en corrientes cristalinas. Aquel maestro que, siendo aún una niña, le aseguró que alguna vez entraría en una librería y vería un libro suyo, no se equivocó.
Título: Peces voladores |
---|
|