
«El inspector Quijano, acompañado por el agente Sánchez, llega a la escena del crimen. El cadáver presenta una herida inciso-contusa en su costado izquierdo, de donde ha manado una sangre blanquecina y seca que se extiende por el piso. En sus brazos se producen espasmos, a pesar de la extrema rigidez del cuerpo: es un caso extraño. Para intentar ordenar ideas, salen a pasear. Caminan mecánicamente, en silencio, y, atraídos por los productos del escaparate, entran en una panadería de la calle Toril. El día es fresco, pero dentro la calidez parece poseerles a través de los aromas. En el techo, un ventilador se mueve con una descarada pereza, y compran unos seductores panecillos maquillados de harina. Al salir, el inspector recuerda la boca cerrada con llave de la víctima, y empieza a encajar las piezas. Regresan al teatro municipal y, tras cerciorarse, convocan a las autoridades en la plaza Mayor.
—Señores, no nos confundamos. La muerte que estamos investigando no es la de un gigante: solo se trata de un molino.
Se levanta una niebla de sorpresa y aplausos. Los prohombres se preguntan cómo no han podido darse cuenta antes de algo tan evidente. Se escuchan algunos vítores.
—Entonces no ha habido asesinato, Sr. Quijano.
—Elemental, querido Sánchez.»

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