Carretera secundaria. 22:30 horas. Luna nueva. Solo las luces del coche abren brecha en la oscuridad. Conduzco por encima del límite de velocidad, solo lo justo para que la conducción no se torne peligrosa, o eso creo yo. Conozco al detalle el itinerario, lo he realizado demasiada veces.
Tomo la enésima curva. «Afloja un poco», dice mi mujer.
Apenas tengo tiempo de reaccionar.
Es grande. Está parado en mitad del carril por el que circulo. Sus ojos son dos puntos de luz que reflejan las de los faros. Piso los frenos a fondo. Escucho el traqueteo del sistema ABS. Doy un volantazo para intentar esquivar a un inmóvil Scooby-Doo. Mi mujer grita.
Demasiado tarde. Me aferro al volante. Lo arrollo.
No he levantado el pie del freno, el coche se detiene. Durante unos segundos, mi mujer y yo permanecemos como estatuas de sal: ella pegada contra el respaldo del asiento, asido al volante yo. Al cabo nos miramos. Podría haber sido peor.
Me libero del cinturón, abro la portezuela y me dispongo a bajar. Con un pie fuera del coche caigo en la cuenta. Vuelvo la vista hacia mi mujer. Por su mirada deduzco que también ella ha caído en la cuenta. «No he sentido el impacto», dice. «Tampoco yo», respondo. Bajamos apresuradamente y comprobamos el parachoques. Intacto. Rodeamos el coche. Por unos instantes nos quedamos sin palabras. La miro implorando su confirmación.
«Lo he visto», dice al fin mi mujer, «ese dogo alemán estaba ahí».
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